Del limitado —pero innegable— talento artesanal de William Wyler, quién sabe por qué cúmulo de equívocos —la trascendencia temática, la respetabilidad literaria de sus fuentes, la intrincada y honda fotografía de Gregg Toland, el cuidado acabado industrial de sus productos—, se hizo una montaña. Todos los críticos de América, todos sus colegas —no se olvide que el Oscar lo concede un jurado corporativo— le admiraban; el público acudía a sus películas, los productores depositaban en él su confianza: sabían que nada podían temer de él, que no iba a sorprenderles, que iba a cumplir el contrato, y le dejaban el tiempo, el dinero y la innecesaria libertad de movimientos que a otros, menos conformistas y más inspirados, les negaban. Su consagración vino, como siempre, de Francia: Roger Leenhardt gritaba con una miopía hoy escandalosa: «Abajo Ford, viva Wyler», y André Bazin se sumaba al coro de sus apologistas, confundiéndole con Welles, del mismo modo que a Vittorio de Sica con Rossellini, a René Clair con Renoir. Sin embargo, Bazin era capaz —siempre lo fue— de decir cosas inteligentes y reveladoras, incluso cuando se equivocaba al valorar su importancia. Su «William Wyler o el jansenista de la puesta en escena», por mucho que nos choque esa descripción de su estilo ampuloso, remilgado y blando, sigue siendo lo más valioso que se ha escrito sobre este cineasta, pese a errores de detalle y a atribuirle ideas teóricas que nunca se le pasaron por la cabeza. Pero hasta el propio Bazin, en nota a pie de página de 1958, se desdijo de su entusiasmo por Wyler. Tal vez eso explique la ausencia de análisis de la obra de Wyler, la inexistencia de libros acerca de su carrera —salvo la «biografía autorizada» publicada en 1973 y escrita por Axel Madsen, mero agente de prensa, que perpetró el primer «estudio» del cine de Billy Wilder que se editó en el mundo—, mientras a un director maldito y marginal como Samuel Fuller se le han dedicado tres, y todos buenos. El caso es que Wyler pagó los excesos de sus turiferarios y fue víctima de esa ley del péndulo que hace que no pueda reivindicarse a Ford, sino a costa de Wyler, ni sea posible defender la etapa postrera de la obra del primero sin sacrificar la precedente, más aceptable para los instalados y los historiadores. Con este mecanismo —mezcla de táctica guerrillera y reflejo pavloviano (o edíptico)— se cometen dos injusticias: tanto vale Qué verde era mi valle como Dos cabalgan juntos, y —lejos de excluirse— su suma explica la grandeza de Ford. La superioridad de este director, por otra parte, no obliga a despreciar a todo aquel que no llegue a su altura (¿quién quedaría?), ni exige la ruina crítica de Wyler.
Desde luego, son muchas las películas de Wyler que responden fielmente a la caricatura que de él nos legaron Chabrol y compañía: pesado, aburrido, moroso, sin vida, académico, ilustrativo, prudente, pretencioso, inofensivo… Ni las buenas intenciones del sermón titulado Friendly Persuasion (La gran prueba, 1956) ni la nulidad de Ben Hur (1959) —sólo se salva el trabajo de la segunda unidad, a cargo de Richard Thorpe, Andrew Marton y Yakima Canutt—, ni el enfatismo que empobrece un western como The Big Country (Horizontes de grandeza, 1958) en cuanto lo comparamos con otro del mismo año y menos solemne y pretencioso, como Rio Bravo, de Hawks, o These Thousand Hills (Duelo en el barro), de Fleischer; ni la falta de humor de How to Steal a Million (Cómo robar un millón, y…, 1966) o el efectismo ramplón de su última obra piadosa, The Liberation of L. B. Jones (No se compra el silencio, 1969) podrían hacernos sospechar que Wyler mereciese los tres oscars al mejor director y la mejor película que obtuvo. Tampoco su gélida y mutiladora versión de Wuthering Heights (Cumbres borrascosas, 1939) podía inspirar respeto, sino hostilidad y rencor, a quien admirase la novela de Emily Brontë. La falta de garra de Detective Story (Brigada 21, 1951) y la miseria de The Desperate Hours (Horas desesperadas, 1955), pese a contar con Bogart, no invitaban a revisar su carrera.
Y, sin embargo…, dejando de lado ese esbozo de Red River (Río Rojo, 1946/8) que es Come and Get It/Roarging Timber (Rivales, 1936), dirigido casi íntegramente por Hawks, resulta que de vez en cuando, pero en bastantes ocasiones, Wyler dio pruebas de un buen hacer, que si frente al genio de Hawks, Ford, Walsh o Hitchcock, la simplicidad de Dwan, la apasionada inventiva de Nicholas Ray o Fuller o la maestría de Minnelli, Cukor, Wilder, Mankiewicz o Preminger poco importa, hoy resulta ejemplar comparada con la vulgaridad, el descuido y la torpeza que presiden la realización de la mayor parte de las películas que han sucedido a las de Wyler en las nominaciones de la Academia. Obras bien hechas, dignas y trabajadas, aunque poco inspiradas y nada entusiasmantes, fueron, por ejemplo, These Three (Estos tres, 1936), su remake The Children’s Hour/The Loudest Whisper (La calumnia, 1961), The Heiress (La heredera, 1949) o Carrie (Carrie, 1951), aceptables adaptaciones de Lillian Hellman, Henry James y Theodore Dreiser, respectivamente. Incluso Dodsworth (Desengaño, 1936), según Sinclair Lewis, la moralizante Dead End (1937), el estático musical biográfico Funny Girl (Una chica divertida, 1968) con coreografía de Herbert Ross, y, pese a sus limitaciones, The Big Country podrían hacer sospechar que tal vez el prestigio de Wyler tuviese, después de todo, algún fundamento.
Una obra de vejez llena de malicia y precisión vino a alertar a los que habían olvidado a Wyler en el cementerio de las falsas glorias del pasado: The Collector (EI coleccionista, 1965) demostraba una vitalidad y una pericia ya inesperadas. Roman Holiday (Vacaciones en Roma, 1953) se confunde, casi en el recuerdo, con Sabrina (1954) y Love in the Afternoon (Ariane, 1957), de Wilder, y creo que su revisión podría deparar alguna sorpresa agradable. Jezebel (Jezabel, 1938), pese a cierta rigidez almidonada, no es del todo indigna de Gone With the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939). The Westerner (El forastero, 1940) es, curiosamente, un retrato mucho más pícaro y profundo del legendario juez Roy Bean que el que nos brindó John Huston en El juez de la horca (The Life and Times of Judge Roy Bean, 1972), pese a que, en teoría, poca gente más hay ajena que Wyler y más afín que Huston a este personaje. The Little Foxes (La loba, 1941) y The Letter (La carta, 1940) relatan con maestría intrigas, odios, rencores y traiciones exasperadas y minuciosamente ejecutadas en ambientes claustrofóbicos y calurosos.
Ya sería suficiente, creo yo, para rescatar a Wyler del limbo crítico al que se le había consignado tras su violenta expulsión del paraíso. Lo mismo que Henry Hathaway, Gordon Douglas, André de Toth, Stuart Heisler, Mitchell Leisen, John Cromwell, William Dieterle, Robert Siodmak, George Sidney, Charles Walters, Don Weis, B. Seiler, John Brahm, George Stevens y otros muchos buenos artesanos, con más oficio que genio, nos había dado varias películas excelentes, muchas mediocres, alguna interesante, bastantes malas. No había, pues, motivo para odiarle, sobre todo cuando ya nadie lo enarbolaba como bandera; tampoco merecía hacer de su caso un caballo de batalla, pues había otras guerras más importantes que ganar. Pero hay un film de Wyler, uno de los que antaño cimentaron su renombre, culminación de su carrera y principio del fin, que es, efectivamente, una obra maestra plenamente admirable, aunque tal vez impersonal, como todas las buenas que hizo, que quizá pertenezca, más que al realizador nacido el 1 de julio de 1902 en Mulhouse, Alsacia (entonces Alemania), al cine americano. Se trata de The Best Years of Our Lives (Los mejores años de nuestra vida, 1946), probable causa del espejismo de Bazin.
Los mejores años de nuestra vida tiene auténtica grandeza: con indignación moral justa y sentida, con generosidad y respeto hacia los personajes, con amplitud de perspectiva, sin asomo de mezquindad ni oportunismo, sin grandilocuencia ni «buena conciencia», supo en ella Wyler conectar como nunca antes ni después con la realidad de su tiempo. Por una vez hizo la película que el momento exigía, tan necesaria, justa y oportuna como, al otro lado del Atlántico, Paisà (1946) o Germania, anno zero (1947) de Rossellini. Se ha presentado este film como una muestra de astucia comercial y de prudencia, y no hay nada más falso: puede pretenderse a posteriori, cuando se mantiene como un «clásico» recompensado por el Oscar y un éxito de taquilla considerable, que no corrieron riesgo alguno sus artífices, pero me parece evidente que hace falta valor, audacia y convicción, tanto por parte de Wyler como de su productor, Samuel Goldwyn, para emprender —nada más terminar la segunda guerra mundial— un film con actores principiantes (Dana Andrews, Virginia Mayo), venidos a menos (Fredric March, Myrna Loy) o no profesionales (el mutilado Harold Russell), en blanco y negro, de casi tres horas de duración, que plantea con franqueza y sin dorar la píldora, aunque sin entregarse al derrotismo ni a la crítica fácil, un problema tan en carne viva aquel año como el regreso y la reintegración en su familia, su trabajo y la vida social de los soldados recién desmovilizados, tras cuatro o cinco años de ausencia y la experiencia traumática de la guerra, y su encuentro con unas personas que no han compartido ni pueden comprender del todo su situación, con la ingratitud de la gente por la que combatieron, con un sistema económico que no puede darles trabajo ni crédito, ni devolverles las manos o la confianza que han perdido. En un momento en el que la población americana celebraba el final de la contienda y sólo deseaba olvidarla, Wyler y Goldwyn tuvieron la valentía de recordarle que tenían problemas pendientes de solución, y lo hicieron sin flaquezas, sin cargar las tintas ni eludir las dificultades.
Para conseguir su objetivo, Wyler contó con un guión admirablemente construido y equilibrado, al que infundió presencia física y dramatismo volcando en su realización todo su talento, empleándose —creo que por única vez en su vida— al cien por cien, creciéndose incluso ante la magnitud de la empresa. Podría decirse que el Wyler de Los mejores años de nuestra vida no es el hijo de una prima de Carl Laemmle, que murió el 27 de julio de 1981, sino el representante —apropiadamente impersonal— del espíritu del cine americano de la gran época, encargado de realizar, sin acotaciones características privadas, una obra capaz de expresar los sentimientos de todo un país, con un aliento colectivo y democrático que evoca a Walt Whitman y Abraham Lincoln.
Nunca el dominio de la imagen, de la elección y dirección de actores, de la narración y de la matización dramática fue tan grande en Wyler. Desde astucias menores —pero eficaces—, como dignificar al envejecido y fatigado Frederic March, añadiéndole un bigote, hasta la osadía de reclutar a un auténtico inválido y hacerle valerse ante la cámara, sin trucos de montaje, en planos nítidos, amplios y sostenidos, todo en la película revela la mano de un maestro, el control y la vigilancia constante de un grupo de técnicos y artistas responsables y entregados a su tarea no sólo como individuos con aspiraciones estéticas o profesionales, sino como elegidos de una tradición. Por eso The Best Years of Our Life tiene una amplitud y una emoción —sobre todo en los «retornos al hogar» de Russell y March— que evoca a Griffith, un pudor dramático que hace pensar en Ford, una grandiosidad que recuerda a King Vidor, una claridad digna de Preminger, una indignación sorda que enlaza con trabajos futuros de Ford —The Wings of Eagles (Escrito bajo el sol, 1957)— y Stanley Donen —Kiss Them for Me (Bésalas por mí, 1957)—, y tiene su última prolongación, por el momento, en un film que, sin llegar a su modelo, parece haber aprendido la lección de puesta en escena de Wyler: The Deer Hunter (El cazador, 1978), de Michael Cimino.
Los mejores años de nuestra vida tiene todas las virtudes que uno echa en falta en las restantes películas de Wyler: con un ritmo y un empuje, un sentido del humor, una amargura serena, un arte de la modulación, una precisión que no se pierde en minucias, una pasión y una lucidez que se asocia con gente más joven, airada, emotiva y comprometida políticamente que el autor de Brigada 21 (Ray, Brooks, etc.); es una obra de rara perfección, que no cabía esperar de Wyler y que nunca más alcanzaría en los sucesivo, pero que quizá sólo alguien como él pudo llevar a buen término. Este tipo de películas, que mezclan historias paralelas, han de estar construidas con la precisión de un mecanismo de relojería y sin que se note demasiado el artificio. Aquí está logrado, pues no resultan forzados o «significantes» ni los «cambios de carril» ni las confluencias, y está claro que para tal tarea hacía más falta un guardagujas o un director de tráfico que un poeta.
Aparte de eso, William Wyler puede darnos todavía alguna que otra sorpresa — menor, probablemente, pero grata—, pues sigue siendo un desconocido. Pocas de sus películas anteriores al comienzo de su colaboración intermitente con Goldwyn, es decir antes de 1936, son conocidas; nunca he leído nada acerca de los westerns mudos que hizo al principio de su carrera —23 de dos rollos y cinco de cinco—, ni de sus documentales bélicos, ni de alguna comedia con la que fue, de 1934 a 1936, su esposa, Margaret Sullavan. Tal vez alguna otra de las 70 películas que hizo (43 largos, 23 cortos y cuatro documentales) valga la pena o revele facetas insospechadas e inimaginables a partir de las veintidós que yo conozco (todas del periodo 1936-1969). A lo mejor tuvo personalidad durante una época y luego la perdió o la reprimió. Su caso queda, pues, pendiente de sentencia, a la espera de que nuevas pruebas permitan argumentar su defensa o abandonarla a un abogado de oficio.
En “Casablanca” nº 9, septiembre-1981
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