Ediciones J.C. acaba de publicar dos volúmenes que ojalá supongan un cambio de orientación permanente. Para aviso de susceptibles y malpensantes, advertiré que no estoy escribiendo ningún libro para la colección de Juan Carlos Rentero, hasta hace poco colaborador de esta revista; al menos, no todavía… ya que el Alfred Hitchcock de José María Carreño y el Humphrey Bogart de Manolo Marinero me permitirán sentirme «en buena compañía» el día que acepte hacer uno.
No he de ocultar que, desde hace un montón de años, y aunque ya no nos veamos con frecuencia, me considero amigo de Manolo y de José María. Claro que la amistad bien entendida no obliga a estar de acuerdo en todo, ni que cuanto hagamos, digamos o escribamos los unos haya de merecer la aprobación automática de los otros; antes al contrario, el aprecio que como personas y como críticos —Marinero y Carreño han sido los de mi generación con los que me he sentido más en sintonía y a los que más he admirado— les tengo me hace, precisamente, más exigente.
El Bogart de Marinero no es «una más» que agregar a la ya larga relación de biografías del gran actor: para empezar, no es propiamente una exploración biográfica, ni su mítica silueta sirve como percha a vagos y superficiales comentarios de ropavejero —como tantas veces— acerca de los films que interpretó. Es algo mucho más original y más vivo, como cabía esperar del autor de una crítica de Bande à part (Film Ideal n.° 222-3) que desde hace diez años tengo por la más ejemplarmente concisa, comprensiva, esclarecedora, certera, autorreveladora y poética jamás escrita (anywhere, que yo sepa): se trata de una aproximación moral a la figura de Bogie como intérprete, como serie de personajes, como figura pública y como persona. Un breve apunte biográfico —que va directamente a lo esencial— nos sitúa ya en la perspectiva ética desde la que —más por convicción y honestidad que por elección— escribe —y muy bien, cosa rara, y cada vez más, en la crítica de cine o en cualquier otra empresa literaria— Marinero, que se atreve, al hablar de Bogart, hablar también, como es debido —es decir, sin egocentrismo— de sí mismo; tampoco se limita a cernir con tino la personalidad rebelde y fronteriza del protagonista del libro, sino que pinta el mapa de su circunstancia histórica, política, social, artística y vital, es decir, nos invita a hacer una incursión —en plan comando— en la época que vivió y en la América que el Hollywood de entonces supo estilizar, criticar, sublimar o radiografiar implacablemente. De ahí que el libro rebase con mucho —a un ritmo trepidante, de novela «negra»— sus presuntas fronteras y acceda a la categoría de auténtico y apasionante relato, a la vez reivindicación de una visión del mundo —de la que Bogart fue parte activa y emblema—, defensa e ilustración de una forma de entender el cine —que sigue viva, aunque no se practique— y manifiesto existencial. En suma, un libro único en su género y estrictamente imprescindible.
Muy diferente —como corresponde al carácter del autor y al tema del libro— es el tono adoptado por José María Carreño para adentrarse en los laberintos del arte hitchcockiano. Dando por sabidas (o al alcance de cualquiera) biografía y carrera, Carreño centra su atención —tanto por falta de espacio como por afán de eficacia— en las películas más características y representativas de Hitchcock, las más típicas y conocidas, las que mejor responden a la imagen tradicional de este director entre sus admiradores, sin detenerse en los primeros pasos ni en los —raros y relativos— tropezones; ni siquiera —y eso sí que lo siento— en los postreros experimentos. No es que yo objete su selección de diez films —que se cuentan entre los mejores de Hitchcock—, pero la exclusión de los anteriores a 1935 y los cuatro últimos —sobre todo Topaz— obligan a omitir aspectos más inexplorados y no menos reveladores o apasionantes. Esto, y el factor subjetivo de que ni siquiera acerca de Ford hayamos hablado José María y yo tanto como sobre Hitchcock, puede explicar la relativa decepción que ha supuesto para mí un libro que, por lo demás, cabe considerar una excelente introducción al mundo hitchcockiano: tan sólo me sorprenden ciertas generalizaciones y generalidades filosóficas de evidente —y en sí admirable— procedencia, a mi entender no muy aplicables al autor de Marnie, así como que —precisamente él— contribuya a divulgar la falacia —propagada por el propio Hitch, sospecho que para «quedarse» con el muy ingenuo Truffaut— de que Scottie (J. Stewart) siente en Vertigo una pasión «necrofílica» y «fetichista» por Madeleine/Judy (K. Novak), cuando, más que hacer el amor con el cadáver de su amada, lo que desearía es volverla a la vida, recobrarla, aunque sea recreándola en otra mujer que —casualmente— no es otra, sino la misma; la actitud de Scottie será tan obsesiva y desesperada como se quiera, pero no le atrae Madeleine porque esté muerta, ni siquiera sólo por su morbosa inclinación al pasado.
Ahora bien, como Hitchcock es tan profundo, complejo y rico en implicaciones que cada cual tiene su propia visión del mundo que magistralmente transfigura, y no han de ser muchos los que hayan tenido la suerte de conversar acerca de sus películas con José María Carreño, hay que concluir diciendo que su libro es un acercamiento a los fascinantes misterios del más inquietante cineasta que ha existido mucho más certero, útil y revelador que la mayor parte de la copiosa bibliografía dedicada hasta ahora al «mago del suspense». Es un libro que estimula la reflexión y admite la réplica, es decir, que invita a ver, pensar y discutir: una de las posibles funciones de la crítica.
En “Dirigido por” nº 77 (Noviembre 1980)
No hay comentarios:
Publicar un comentario