Diré sin ambages —tras verla 12 veces no me cabe duda— que Red River es, para mí, una de las tres mejores películas de Hawks, uno de los más grandes westerns —quizá mi género preferido— junto con Centauros del desierto, Johnny Guitar y La pradera sin ley, uno de los guiones más complejos de Borden Chase (con los del Vidor citado y Winchester 73, Horizontes lejanos y Tierras lejanas). Si agrego que contiene una de las seis mejores interpretaciones de mi actor favorito, se comprenderá que me sobren palabras y argumentos y, en cambio, me falten páginas para hablar de esta película. Voy a centrarme, por tanto, en ciertos aspectos parciales o muy generales que me llaman especialmente la atención.
La secuencia inicial, para mí sin parangón en la obra de Hawks, de un esplendor plástico y una elegancia rítmica que hacen de ella la más desgarradora e indeleble que rodara el autor de las inolvidables Sólo los ángeles tienen alas y Tener y no tener. Su voltaje visual y emotivo impregnan la película toda, y hacen comprensible —no aceptable— el posterior comportamiento de Tom Dunson (John Wayne), además de proporcionar pistas suficientes para que el sorprendente y discutido giro final sea no ya explicable, sino necesario. Nunca se ha visto —salvo en Escrito bajo el sol y un par de secuencias de Centauros del desierto, El hombre tranquilo, El hombre que mató a Liberty Valance, Misión de audaces y Río Grande— tan vulnerable y tan a la intemperie —en encuadres que abarcan todo lo abarcable— a un hombre duro y decidido, ni se ha visto tan intensa y palpablemente el presentimiento de una despedida definitiva como en el rostro suplicante y en la actitud erguida de todo el cuerpo de la nunca famosa Coleen Gray.
No puedo sino apuntar los otros rasgos distintivos de Río Rojo que pensaba abordar, y tal vez más valga así: 1.°) Demuestra que si Hawks es un cineasta más limitado y estrecho, menos rico y amplio que Ford o Walsh, ello no se debe a incapacidad, sino a una elección, probablemente tan lúcida como inconsciente (lo que le diferencia de Bresson o Lang, con los que, relativamente, tiene algo que ver). 2.°) Es el tratamiento al mismo tiempo más complejo, menos ambiguo y más generoso de la figura del héroe criticado, es decir, históricamente positivo, necesario o providencial, pero negativo si se contempla desde una perspectiva actual o se sitúa uno en el lugar de sus subordinados o enemigos de la época (compárese con Iván el Terrible, por mucho que se diga que La conjura de los boyardos es la antítesis y que Stalin impidió que Eisenstein realizase la síntesis en la tercera parte). 3.°) Es el planteamiento más serio y lógico, por falta de prejuicios y pretensiones, del enfrentamiento entre dos generaciones sucesivas, tanto en el terreno personal como en el de la lucha por el poder económico y social. 4.°) Como consecuencia de los tres puntos precedentes, y a riesgo de escandalizar a los catecúmenos de cualquier escolástica, tengo a Río Rojo por uno de los grandes films políticos de la historia del cine, en compañía de tres de Mizoguchi —«El héroe sacrílego», «El intendente Sansho» y «La calle de la vergüenza»—, Cleopatra, de Mankiewicz; Tempestad sobre Washington, de Preminger; This Land is Mine, de Renoir; Once Upon a Honeymoon, de McCarey; Ser o no ser, de Lubitsch; Nicht versöhnt, de Straub & Huillet; Les Caribiniers e Ici et Ailleurs, de Godard; Prima della rivoluzione, de Bertolucci; A Corner in Wheat, de Griffith, y varios de Rossellini, Lang y John Ford.
En “Casablanca” nº 7-8, julio-agosto 1981
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