Es posible que, de todas las películas de Mario Monicelli que he visto o revisado conscientemente y en versión original, sea esta, poco conocida y, por ende, escasamente valorada, la que más me gusta e interesa, esto último, en parte, porque se aleja de la idea que uno puede hacerse de un cineasta como Monicelli, tan deliberadamente afiliado al artesanado que casi cualquier generalización acerca de su cine se me antoja a la par arriesgada y ambigua, porque será probablemente aplicable, o extensible sin forzar en exceso las cosas, a Luigi Comencini, Dino Risi o Mario Camerini, quizá a Pietro Germi -en un extremo- y a Stefano Vanzina “Steno” -en el otro-, entre varios con los que, a lo largo del tiempo, ha compartido guionistas, intérpretes, productores y técnicos, y con los que se le pueden hallar puntos comunes que, en realidad, probablemente sean ajenos a unos y otros, y pertenezcan más bien al acervo de un cine italiano industrial y de género, que durante un par de décadas o tres cultivó con acierto varios géneros, no específicamente nacionales, pero con marcado acento italiano.
Ya la primera vez que tuve ocasión de contemplar Risate di Gioia (Llegan los bribones, 1960) a raíz de su tardío (y doblado, por supuesto) estreno en España, la preferí a otras películas suyas, más celebradas, de mayor éxito, quizá objetivamente mejores, como La Grande Guerra (La gran guerra, 1959), I soliti ignoti (Rufufú, 1958) o I compagni (1963), motivos suficientes para no menospreciar su talento y recordar su nombre, entre un número considerable de obras menos ambiciosas o no tan logradas, pero igualmente apreciables y disfrutables, dentro de un nivel medio singularmente digno para una filmografía tan dilatada y copiosa como la suya.
Es una película de tonalidad muy singular e insólita; lo era en su tiempo, y lo ha resultado cada vez más a medida que pasaban los años y conseguía revisitarla. Hoy sería prácticamente imposible plantear un proyecto semejante, más todavía encontrar financiación para realizarlo, y no hablemos ya de conseguirle un distribuidor o lograr atraer a un público suficientemente numeroso como para recuperar la inversión -que sospecho considerable para esos tiempos-, olvidándonos por completo de que los actores empleados, y elegidos con acierto asombroso, no han tenido sucesión entre los actualmente disponibles.
Sin duda, el fichaje de Ben Gazzara y Fred Clark se interpretaría como una tentativa de internacionalización (paradójicamente, doblados), de las que son frecuentes en el cine italiano (II bidone [Almas sin conciencia, Federico Fellini, 1955], II grido [El grito, Michelangelo Antonioni, 1957]), aunque la película en cuestión no trate de pasar por americana y sea inconfundiblemente italiana. De ser Monicelli un joven cinéfilo, sospecharía que trataba de hacer ver lo que Shadows (1959) debía al cine italiano (aunque Cassavetes no había usado aún a Gazzara) y cierto Fellini a Tashlin. Descartada tal hipótesis -Monicelli no ha sido nunca el todavía nonato primerísimo Bertolucci-, concluyo que los elegiría por su facha y su manera de moverse, que habría visto Anatomy of a Murder (Anatomía de un asesinato, Otto Preminger, 1959) y encontrado en el gran Ben la encarnación de la ambigüedad resbalosa, versión dura (Sordi sería su variante quejumbrosa). Combinarlos con Anna Magnani y Totò es una de esas ideas arriesgadas, de resultados imprevisibles a priori, que a veces, como en este caso, se revelan un hallazgo.
Lo curioso es que, a partir de elementos casi tópicos, tomados de una novela de Moravia, Risate di Gioia sea una película indiscutiblemente moderna, liberada del relato que le sirve de armazón, y de conclusión imprevisible. De ahí su extraña libertad -muy superior a la de películas de Monicelli más redondas, más dependientes de la narración, de la estructura cerrada del guión-, que está entre Cassavetes y el Godard de Vivre sa vie (Vivir su vida, 1962) y nos introduce en un estado de expectación distanciada decididamente insólito. Sabemos -desde las conversaciones telefónicas para ir a la fiesta- más de la verdadera situación de los personajes que ellos mismos, somos más conscientes de la hipocresía o el interés que intervienen en sus relaciones, de su soledad, de que nadie los soporta, menos aún los quiere, y contemplamos sin poder hacernos ilusión alguna su estado de abandono, hasta qué punto son prescindibles para los demás. Algo que no he vuelto a atisbar hasta Ginger e Fred (Ginger y Fred, 1985) de Fellini, y aquí sin que ronde siquiera el fantasma del patetismo. Lo que a las claras nos muestra Monicelli, a guisa de presentación, excluye toda tentación de compasión. Vemos cómo les dan de lado, los rehúyen, cómo hacen el ridículo, fracasan, se meten en líos, no se enteran de nada, fracasan reiteradamente y están dispuestos a alquilarse aunque nadie puje por sus servicios. Vemos cómo se cuelan en una casa, en plan de polizones gorrones, y allí les pillan robando. Qué manera de acabar un año y empezar otro -volviendo a las andadas, sin cumplir propósito alguno de enmienda-, y de engañarse a ellos mismos, unos por negarse a comprender que ya no serán nunca lo que creen que fueron, otros porque al verse en el espejo ven que se les pasó la hora, que ya no tendrán ocasión de ser nadie, de conseguir nada. Pero la película es triste y divertida a la vez, como las de Chaplin. Hay mucho frenesí, movimiento, desorden, captados con serenidad por una cámara que el responsable sabe dónde colocar, cuándo dejar quieta y cuándo moverla, para dar a ver con claridad, ordenadamente, sucesiva o simultáneamente, sin confusión. Se ríe uno, pero no precisamente de alegría. Más bien para no llorar. Y se acaba cuando y como debe.
En “Mario Monicelli”. Editado por Festival de San Sebastián y Filmoteca Española. Septiembre 2008.
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