No sé realmente quién dijo -aunque alguna vez se le atribuyó a Fritz Lang, que tal vez citara a otro- que «para hacer cine no es imprescindible estar loco, pero ayuda». Si esto se decía - o se consideraba vigente y aplicable- en la Alemania de los años 20, o en el Hollywood de los 30 y 40, imagínense el grado de locura conveniente para tratar de hacer cine hoy día en un país como España o en el aún más pequeño Portugal, y piensen luego en el tesón y la obstinación que habrá necesitado Manoel de Oliveira para seguir haciendo películas, a su insospechablemente avanzada edad -pues nadie lo imaginaría, ni al verle en persona ni ante sus obras más recientes, y cuando lee la fecha de su nacimiento (12 de diciembre de 1908) piensa uno que se trata de una errata-, en el vecino país, donde no parece una figura extremadamente popular o venerada -sino alguien a quien se da por supuesto, cuando no resulta un término de comparación molesto e irritante- pese a ser, sin duda alguna, el decano en activo de los cineastas del mundo, el portugués de renombre que ha rodado mayor número de películas y el que ha conseguido más premios. En nuestra tierra, pese a los reiterados esfuerzos de la Filmoteca Española, que ha programado toda su obra en varias ocasiones, y a que -en verano y a hora intempestiva- la televisión estatal haya pasado una, Os Canibais, Oliveira sigue siendo un desconocido -salvo para una muy exigua minoría- incluso entre los profesionales y los críticos de cine, a quienes en el mejor de los casos les «suena» su nombre, pero no han visto ni una sola de sus películas ni han leído acerca de ellas nada que les permita hacerse una idea del tipo de cine que hace. Y no hablemos ya de los «aficionados» en general, y mucho menos de lo que antaño se llamaba el «gran público», y que en la actualidad no suele pisar una sala más que en circunstancias muy excepcionales, y se conforma con lo que les echa la televisión o, a lo sumo, lo que se distribuye en vídeo.
UN MALENTENDIDO
La relativa celebridad de Manoel de Oliveira, sin duda restringida a círculos muy cultos, se debe al interés que han mostrado por él los críticos franceses, de proverbial habilidad para propagar sus opiniones en todo el mundo. Sin embargo, el origen de este selectivo prestigio, y su propio carácter exclusivo, privilegiado, casi confidencial -a pesar de que sus defensores no mantienen precisamente en secreto el entusiasmo que sienten por el cine de Oliveira-, ha dado origen a un enojoso malentendido, que no facilita la difusión de las películas e incluso dificulta el acercamiento a ellos de algunos cinéfilos, que temen encontrar un mundo esotérico y cerrado, unos productos extraños y experimentales, de difícil acceso y comprensión. Si a ello se añade que varias de sus obras recientes tienen una duración superior a las dos horas y media, se comprenderá que el desánimo cunda entre los más perezosos y los no excesivamente curiosos, abiertos a nuevas experiencias y pacientes. Y es una pena que tal impresión se haya extendido casi en la misma medida que el renombre de Oliveira, porque los factores disuasorios suelen pesar más que las recomendaciones de la crítica, sobre todo en el momento decisivo de hacer un hueco en nuestro programa de actividades y desplazarnos a un lugar determinado, a una hora fija, para ver una película. Y es lamentable, en primer lugar, porque no creo que el cine de Manoel de Oliveira sea particularmente difícil, complicado o árido: es «raro» principalmente porque el cine actual tiende alarmantemente, y cada día más, a la vulgaridad, la rutina y la homogeneización al nivel más bajo y elemental, y porque lo que debiera ser normal se ha hecho hasta tal punto infrecuente que resulta inusual, y por tanto anómalo, que un cineasta siga una trayectoria personal y coherente, en lugar de adaptarse como un camaleón a la moda que se lleva cada temporada o a las tendencias que gozan de mayor aceptación general.
LA LÓGICA
La profunda originalidad de Manoel de Oliveira no se debe a que tenga un carácter estrafalario o a que asuma aires de ruptura y renovación por capricho o para llamar la atención, sino que se basa en la lógica, casi diría la naturalidad, con que se plantea, desde la raíz y hasta llegar a las últimas consecuencias, el conjunto de problemas que supone hacer cada película, que son distintos en cada caso y requieren, por tanto, diferentes soluciones, según su naturaleza. Si su cine es «raro» -y hay que reconocer que, realmente, más allá de alguna coincidencia superficial, no se parece a ningún otro, ni al de Buñuel, ni al de Dreyer, ni al de Straub- no se debe a una voluntad deliberada por su parte -como en el caso de Robert Bresson, que rechaza el cine en general y le contrapone el «cinematógrafo», arte que sólo él practica-, ni a una inclinación irresistible e impulsiva a hacer «lo que no hacen los demás» -como Jean-Luc Godard-, ni a que se oponga ética, ideológica y estéticamente al cine dominante -como Jean-Marie Straub & Danièle Huillet-, sino, en primer lugar, a que es estadísticamente «anormal» proceder con tan implacable lógica como la que preside cada una de las decisiones de Manoel de Oliveira a la hora de hacer una película. De hecho, creo muy posible que -aunque ya se haya acostumbrado- al autor de A Caça le sorprendiese ver que su obra era considerada «extraña», sobre todo teniendo en cuenta que tal apreciación se mantenía constante, pese a la variedad de sus películas, que son muy distintas entre sí. Pero supongo que se habrá resignado a que, para mucha gente, la «rareza» sea el rasgo común a todas ellas.
LA ACTITUD
Al no ser un teórico, ni siquiera un cinéfilo, Oliveira no pretende tener una visión de conjunto de la situación actual del cine, y menos aún del sentido o sinsentido de su evolución histórica. Por eso, no tiene ideas generales sobre «lo que hay que hacer» o no se debe o puede hacer, ni ha adoptado nunca una postura frente a lo que comúnmente se hace o lo que hacen determinados colegas suyos. No vive pendiente de distanciarse de unos ni de agruparse con otros, ni siente necesidad de emular a los grandes creadores del pasado o anticiparse a los del futuro; no hay indicio alguno de que crea preciso dar marcha atrás, desandar el camino equivocado y remontarse a las fuentes, ni tampoco de que considere un horror todo lo que ve y sea presa de la imperiosa necesidad de hacer algo distinto, nuevo, sin precedentes, desconocido. No es, por lo menos desde hace muchos años, un cineasta que se autoproclame «de vanguardia», pero tampoco ejerce el «magisterio» que a veces se arrogan los artistas consagrados, ni ha caído en el atrincheramiento a ultranza en el clasicismo que suele acompañar a la edad.
Acto da primavera |
Su actitud es mucho más modesta. Consiste, simplemente, en analizar a fondo en qué consiste realmente lo que va a filmar, y en buscar la manera más sencilla y eficaz de lograrlo sin que en el imprescindible y esencial proceso de transformación en cine se desvanezca precisamente lo que le atrajo e interesó lo bastante como para impulsarle a hacer una película. Como Oliveira no trata de reafirmar su identidad ni de imponer su personalidad a lo que toca, ni siquiera de estampar su firma en cada plano -le basta con pensarlo y realizarlo-, llegó pronto a la sensata conclusión de que debía atenerse a la naturaleza propia del hecho que iba a filmar -se tratase de la tradicional representación popular de un «misterio» religioso como O Acto da Primavera, de una densa y melodramática novela-río como Amor de Perdição, o de una larguísima obra de teatro como Le Soulier de satin-, y no limitándose a respetar sus características, sino aprovechándolas y potenciándolas, en lugar de tratar como tan a menudo se hace de relativizarlas o paliarlas, buscando un contrapeso que «equilibre» los excesos dramáticos o, por ejemplo, «aireando» artificialmente la concentración espacio-temporal propia del teatro. Es más, si uno de los rasgos fundamentales de la obra que adapta o del guión original en que se basa es la longitud, la duración o la monotonía, pongamos por caso, ese respeto al original exige para Oliveira su restitución íntegra, sin comprimir, condensar o aligerar la historia ni introducir variaciones de tono inexistentes en el original, por mucho que tan escrupulosa fidelidad a la materia prima encarezca y complique la producción de la película, dificulte su explotación por problemas de horario y de resistencia física del espectador, reduzca todavía más su atractivo para el público mayoritario o pueda dar pie a que la crítica acuse a Oliveira de intransigencia o le reproche falta de amenidad, cuando no confunda su negativa a «desteatralizar» con una supuesta incapacidad para hacer cine «puro» o liberado de las limitaciones de la escena.
Porque si Oliveira filma, por ejemplo, una obra teatral de Paul Claudel no es para servirse del nombre del prestigioso dramaturgo como una coartada cultural, más o menos respetable, ni para hacer una película «a la manera de Claudel» -paro eso no necesitaría adaptarlo, le bastaría con escribir una historia de ese estilo-, sino porque está convencido de que la cámara va a permitirle extraer de esa pieza algo que no puede representarse en el escenario, y porque le apasiona tratar de descubrir la película que encierra potencialmente dentro de sí ese drama y tratar de revelarlo, extraerlo, hacerlo realidad. Es, en el fondo, una forma de enfrentarse a las cosas semejante a la de un hombre primitivo, o incluso un pastor actual, que coge un tronco de árbol y le da vueltas para estudiar cómo puede aprovechar su forma, sus nudosidades, sus ramificaciones, sus puntos débiles, para tallar una figura que vislumbra en ese pedazo de madera. No cabe imaginar actitud más pausadamente reflexiva, ni más respetuosa de la realidad, ni tampoco una postura más elemental y menos proclive al desperdicio.
LA INTEGRIDAD
Si una pieza tiene cinco actos, ¿por qué eliminar dos? Si los intérpretes del «Acto» son los propios habitantes del lugar, no actores profesionales venidos al efecto de la capital, ni, por supuesto, los auténticos personajes que representan, ¿por qué ocultar o disimular lo que, por el contrario, parece interesante mostrar? Puesto que no se trata de registrar documentalmente la función, para conservar su grabación o para emitirla por televisión, ¿no es más lógico captar el proceso en su integridad, y dejar ver lo que ocurre entre bastidores, por ejemplo cómo el artesano se convierte en un santo, o un campesino se viste de Cristo, cómo ensayan y se maquillan? Y si una obra se representa en un escenario con telones en los que está pintado el mar y forillos de la borda y un pedazo de vela de barco, ¿no es también parte de la obra el trabajo del decorador, el esfuerzo de los actores para dar variedad a lo que saben perfectamente que no es sino ficción? Y si hay un público que reacciona con alborozo, asombro o indignación ante los aciertos, los errores o las interrupciones de la representación, ¿por qué excluir de la película a los espectadores, falseando la realidad y desaprovechando elementos con los que también se puede jugar?
LA RAZÓN
Lo que ocurre es que no estamos acostumbrados a que un creador razone cada uno de sus pasos, y siga el planteamiento inicial hasta sus últimas consecuencias, sino a que se detenga en el punto de partida, si es que ha llegado a él, lo mismo que quien está en Lisboa no suele recordar conscientemente que se encuentra en dicha capital, y no se ocupa de situarla en su entorno, olvidando que esa ciudad está en Portugal, y que el país vecino es parte de la Península Ibérica, la cual a su vez está en Europa, continente que está en el hemisferio norte y también en el occidental de la Tierra..., consciencia de lo que nos rodea que puede ser irónica y que se da más frecuentemente entre los niños que entre los adultos, demasiado acostumbrados a dar por supuesto lo ya sabido, y por obvio lo que, de mirarlo, sería efectivamente evidente, pero a lo que normalmente no se presta atención alguna, como no se piensa que la gravitación de la Tierra nos mantiene en la superficie e impide que salgamos volando, ni que el mecanismo de rotación y traslación de nuestro planeta evita que caigamos al «vacío» espacial.
Así parece actuar Manoel de Oliveira, según la naturaleza de cada guión o de la obra originaria de partida, cuando ésta procede de otro medio de expresión, como ha sido a menudo -aunque no siempre- el caso en los últimos años, y por eso cada una de sus películas es distinta de las demás: Oliveira no impone su método a lo que filma, ni siquiera elige historias que sean compatibles con su sistema y que, por tanto, sean susceptibles de recibir ese tratamiento característico habitual. Lo malo es que siempre es más fácil conseguir financiación para lo previsible que para lo desconocido e inimaginable. Lo que hace Oliveira recuerda más bien la permeabilidad, la adaptabilidad -sin por ello dejar de ser ellos mismos- de cineastas como Jean Renoir y, sobre todo, Carl Th. Dreyer, que han variado de estilo con cada película, al adoptar o inventar el que más convenía en cada caso, impregnándose de lo que iban a convertir en cine y moldeando la forma de la película a lo que pedía o exigía el drama o la historia que querían contar, en lugar de modificar o reestructurar ésta para que encaje con su método de rodaje o su «imagen de marca» como autor cinematográfico, como ha hecho a veces Jancsó o como se puede sospechar que ha estado tentado de hacer Robert Bresson.
LA DISTANCIA
En cierto sentido, lo que ocurre con Oliveira es que se toma las cosas en serio, y las acepta tal y como son, en lugar de retorcerlas o deformarlas para que se plieguen a sus caprichos. Puede que no tenga antojos ni manías, y por lo menos parece estar libre de prejuicios, aunque quizá sea simplemente que no se deja dominar por ellos.
Así, si en una novela una escena ocupa muchas páginas, o su representación dramática requiere tiempo, durará en la película lo preciso. Si se trata de una especie de ópera cinematográfica como Os Canibais, los personajes se moverán en función de la música y cantarán, sin que Oliveira se inmute, o trate de justificar su actitud. Si algo es irónico, el autor de Benilde ou a Virgem Mãe no tratará ni de limarlo ni de subrayar el humor de la situación. Si es una historia de pasiones románticas, como Amor de Perdição, desde esa perspectiva nos será contado, pero sin que Oliveira cargue las tintas ni se permita introducir un toque satírico o caricaturesco. Si en la obra original hay cambios de tono, o la vida de los personajes se ve zarandeada por una fortuna voluble, así será de heterogéneo o cambiante y contradictorio lo que en la película suceda. Una vez aceptado un tema, Oliveira lo asume con todas las consecuencias, a pesar de los riesgos que ello implique, aplicando un principio de estricto no-intervencionismo, de escrupulosa neutralidad. Será todo lo ficticio que se quiera ese argumento, y los personajes sólo existían hasta entonces en blanco sobre negro, sobre el papel, pero desde el momento en que Oliveira planta la cámara ante ellos, se convierten para él en la realidad, y son filmados con la máxima objetividad posible: con una lente, un ángulo y una composición del plano no distorsionantes; sin que el autor -mediante el encuadre, los movimientos de cámara o el uso de la música- se permita ningún tipo de comentarios, apostillas, acotaciones o «entrecomillados»; desde una distancia que permite ver cuanto sea importante con lo mayor nitidez posible, mientras esa proximidad sea compatible con el imperativo moral de no eliminar el entorno, de no aislar a los personajes del ambiente en el que se desenvuelven y que les condiciona, de no dejarles «fuera de contexto», porque entonces podrían convertirse en marionetas.
Benilde ou a Virgem Mãe |
Ese es, sin duda, el punto de enlace entre unas y otras películas de Oliveira, por distintas que sean. Desde la más próxima al documental etnológico o a lo que en televisión llaman «docudrama» -O Acto da Primavera- hasta lo más teatral -Le Soulier de satin-, de la más «realista» comedia de costumbres contemporáneas -O Passado e o Presente- a la que juega más con lo consciencia de asistir a un espectáculo, y de que se está contemplando un escenario en el cine -O Meu Caso, o mejor Mon cas-, desde los argumentalmente más complicadas y melodramáticas -Amor de Perdição, Francisca- hasta la más macabra a la vez que cómica y musical Os Canibais-, pasando por la que propone un más audaz recorrido por la historia -«Non» ou a Vã Glória de Mandar-, todas las películas que ha hecho Oliveira en los últimos veintiocho años han sido examinadas y abordadas con la misma atención e idéntico respeto a sus características distintivas: si someten al espectador al peso del tiempo, serán largas y avanzarán lentamente; si juegan con la cronología, se estructurarán mediante flashbacks; si apenas hay diálogos, se aproximarán al cine mudo; si el texto, con ser importante, cuenta menos que la música, será ésta la que determine el tono y el ritmo, y viceversa; si es fundamental que ocurra al aire libre, se rodará en exteriores; si contar esa historia exige cinco horas de proyección, se planificará contando con que su destino será forzosamente la pantalla pequeña del receptor de televisión.
CLÁSICO Y MODERNO
En el fondo, es esta actitud, fundamentalmente intuitiva y completamente abierta, la que hace que, al plantearse cada película a partir de sus premisas específicas concretas, sin ningún «apriorismo», como un problema que hay que enfocar y luego tratar de resolver, Oliveira actúe como un primitivo, como uno de esos cineastas que trabajaban sin reglas ni hábitos, cuando aún no se habían fijado las convenciones dramáticas y narrativas, y que se arriesgaban a desconcertar al público si rodaban primeros planos porque creían necesario acercarse al rostro del actor -aunque no se le viesen los pies bien apoyados en el suelo- y tenían que ingeniárselas para que el cambio de plano no resultase llamativo. En cada ocasión, Oliveira ha tenido que encontrar la mejor manera de rodar la película en general, y después inventar cada plano en particular. Y esa permanente invención, ese volver a plantearse todo desde cero, permite que, a menudo -por hacer caso omiso de las convenciones, por desentenderse del casi siglo de historia que arrastra el cine-, llegue más lejos que nadie, y que los resultados le acerquen a la primera línea del frente innovador, un poco como cabe imaginar que sucedería con Louis Lumière, Georges Méliès, Edwin S. Porter, Louis Feuillade, D.W. Griffith, F.W. Murnau, Dziga Vertov, Buster Keaton, Erich von Stroheim o Jean Vigo, si de repente volvieron a la vida y empezaran a hacer cine otra vez, después de tantos años de ausencia, o si no hubieran muerto ni dejado de rodar Jean Renoir, Dreyer, Mizoguchi, John Ford, Fritz Lang, Max Ophuls, Ernst Lubitsch, Ozu, Boris Barnet, Naruse, Mark Donskoi, Roberto Rossellini, Luis Buñuel, Charles Chaplin, Nicholas Ray, King Vidor, Allan Dwan, Raoul Walsh, Cecil B. DeMille, Jacques Tourneur, Otto Preminger, Alfred Hitchcock, Sacha Guitry, Robert J. Flaherty, Frank Borzage, Douglas Sirk, Vincente Minnelli, Howard Hawks, Leo McCarey, Josef von Sternberg, Jacques Tati, Pier Paolo Pasolini, Jean Eustache, John Cassavetes o Frank Capra: que se pondrían directamente al nivel de los Godard, Straub, Jacques Rivette, Paul Newman, Hans Jürgen Syberberg, Víctor Erice, Maurice Pialat, Satyajit Ray, Eric Rohmer, Francis Coppola, Michael Cimino, Samuel Fuller, Bernardo Bertolucci, Martin Scorsese, Imamura, Raúl Ruiz, Antonio Reis & Margarida Cordeiro, Robert Kramer, Axel Corti, Theo Angelopulos, Oshima, Michel Khleifi, Hou Hsiao Hsien, Xie Jin, Paul Vecchiali, Bai Chen, Kurosawa, Jean-Louis Comolli, Jean-François Stévenin, Jean-Claude Brisseau, Jacques Rozier, Jerry Lewis, Woody Allen, Johan van der Keuken, José Luis Borau, Gonzalo Suárez, Otar loseliani, Werner Schroeter, André Delvaux, Jerzy Skolimowski, Raymond Depardon, David Cronenberg, Charles Burnett, José Luis Guerin, Felipe Vega, Helma Sanders-Brahms, Ruy Guerra, Nelson Pereira dos Santos, Brian De Palma, John Carpenter, Monte Hellman, Alain Tanner, Wim Wenders, Jacques Doillon, Spike Lee, Chen Kaige, Jacques Demy, Claude Lanzmann, etc., etc., es decir, los que de algún modo intentan escapar de la rutina y, con mayor o menor fortuna, con más o menos constancia y tenacidad, a veces abandonando desmoralizados o vencidos por los circunstancias, se empeñan todavía en seguir haciendo cine -y se lanzan al cajón de sastre de lo «audiovisual»- y en tratar de explorar nuevos terrenos, o al menos atravesarlos de otra manera, para a lo mejor llegar algún día a acabar de inventar o quizá simplemente descubrir -jpor fin!- un cine plenamente sonoro, de una madurez equivalente a la alcanzada por el mudo cuando, repentinamente, dejó de existir.
LA EMOCIÓN
No quisiera dar la impresión de que el cine de Manoel de Oliveira, perfectamente riguroso y puro, libre de escorias y concesiones, es tan árido como tienden a pensar quienes asocian la lógica con la falta de imaginación y fantasía, y a la larga, si nos descuidamos un poco, con el aburrimiento. Tampoco sería justo confundir la objetividad y la coherencia con la frialdad de los matemáticos; entre otras razones, porque las películas de Oliveira tienen suspense, pese a que aquí no se trate de identificar al asesino, sino de descubrir al que, como mucho, podríamos considerar el «culpable», en la medida en que el director es el último responsable de lo que vemos y oímos en lo pantalla. Porque hay que reconocer que Oliveira tiende a permanecer invisible; podría decirse que juega al escondite con el espectador, aunque más que por coquetería -salvo en Mon cas, y por eso la considero un sorprendente fracaso - o afán de desafío intelectual, creo yo, por modestia, incluso por pudor. Lo cierto es que, para todo aquel que vea mucho cine y que reflexione sobre la naturaleza y las tendencias de dicho arte, las películas de Oliveira, por su alteridad misma, por lo distintas que resultan, en definitiva, a todas las demás, son misteriosas, representan algo así como un problema que hay que tratar de solucionar.
Resuelto ya el cómo y el por qué, que son falsos enigmas de explicación -como espero que se haya visto- muy simple, en realidad tan sencilla que -como ocurría con la carta robada de Edgar Allan Poe- no se descubre a simple o primera vista, de tan a la vista que está, queda por dilucidar cómo y dónde se oculta Oliveira tras esa transparencia, esa claridad, esa lógica llevada hasta sus últimas consecuencias con el rigor implacable y cristalino de un silogismo. Porque, si Oliveira deja que los personajes hablen por sí mismos, y procura que tanto el paisaje natural como el más artificial de los decorados sean perceptibles como tales por el espectador más ingenuo; si respeta los vaivenes, giros, reveses y meandros de la ficción igual que si fueran hechos reales que hay que contar tal cual sucedieron, sin comentarios ni reinterpretaciones; y si la distancia que busca para mirar no es, en modo alguno, señal de desdén o de rechazo ni síntoma de indiferencia o incredulidad, ni siquiera de reserva, sino consecuencia de su afán de ser justo y de su sed de exactitud y precisión, ¿dónde está el asistemático -y, sin embargo, inmediatamente identificable, y además inconfundible- estilo de Oliveira, qué tiene de particular y extraordinario su enfoque para que su visión pueda interesarnos a unos cuantos como muy pocos en el cine contemporáneo, en todo el que se ha hecho en el último cuarto -o tercio- de siglo? Porque algo habrá, dirán los que se hagan estas preguntas, conscientes de que, aunque parco en elogios, este escrito implica una enorme admiración por el cineasta cuya forma de pensar y de hacer trata de revelar como fácilmente comprensible.
Evidentemente, y aunque en algún caso haya podido aceptar -con conocimiento de causa y el máximo interés- algún que otro encargo, sobre todo cortos y mediometrajes, como el capítulo Lisboa Cultural de la serie televisiva Las capitales de Europa, las películas recientes de Oliveira, obedecen a elecciones conscientes y deliberadas del que, sin duda, ha de considerarse como su autor, por mucho que respete las variopintas -por su época, su género, su estilo, su procedencia- obras literarias que con frecuencia le han servido de base, o más bien de materia prima. Estas historias revelan en Manoel de Oliveira una cierta proclividad al melodrama, disimulada por la falta de desmelenamiento estético con que son convertidas en película, por la ausencia de énfasis con que están descritos los más trágicos sucesos, por el rechazo de toda aceleración rítmica artificial de la acción impuesta desde fuera (mediante el montaje, los movimientos de cámara o los comentarios musicales). El sereno interés con que Oliveira mira a sus apasionados personajes no depende de la naturaleza de los conflictos en que se vean envueltos: resulten en última instancia cómicos o sean claramente dramáticos, hasta patéticos, reciben idéntico trato por parte del director de Francisca. Y es precisamente ese simultáneo y equivalente respeto a los protagonistas y a los espectadores el que hace singularmente emocionante y conmovedora la estoica sobriedad, la impasibilidad con que se nos muestran sus desdichas y sufrimientos, sus vacilaciones y temores, el frecuente fracaso final que salda ese combate con el azar, el destino o el carácter, cuando no con la historia y la sociedad, que necesitarían vencer para alcanzar la difícil e improbable felicidad a la que indefectiblemente aspiran, tanto individual como colectivamente, y a la que, hasta el último momento, y aun pasando ese punto en el que ya nada tiene remedio, se resisten a renunciar, porque se consideran con derecho a conseguirla y conservarla. Y esa emoción, que se trasparentó en los actores como si los más imperceptibles gestos o las miradas más fugaces e inconscientes la delatasen muy a su pesar, e incluso decididamente en contra de su voluntad, y que con un poco de interés y atención puede fácilmente deducirse de la misma ironía de las situaciones y del rumbo de los acontecimientos, nos llega directamente, sin tener que sortear o superar una barrera de efectos dramatizadores y redobles musicales, que muchas veces resultan contraproducentes, sin esperar a la pirotecnia de los clímax finales, sin recurrir el cineasta a las declaraciones explícitas ni al «masaje» emotivo a que estamos ya tan acostumbrados que es dudosa su eficacia, sino que van penetrándonos constante y paulatinamente durante todo el trascurso de la película, calándonos casi sin que nos demos cuenta, como a través de un proceso de ósmosis que es posible gracias, precisamente, a la falta de redundancia, de «ruido» y de interferencias que Oliveira procura que haya siempre en lo comunicación entre su obra y las personas que «en sintonía» lo contemplan, como si las películas y los espectadores fuesen libremente, sin que nadie los fuerce o manipule, verdaderos vasos comunicantes entre los que fluye, si existe, la pasión.
Amor de Perdição |
SIN HERENCIA
Oliveira es hoy un cineasta que, camino de los 82 años, no parece dispuesto a emprender la retirada: prepara ya A Divina Comédia, nada más terminar la más difícil de sus obras, la que durante más tiempo ansió realizar -dieciséis años de meditación y síntesis que han dado fruto-, la más cara producción -aunque en modo alguno lujosa, y barata si se compara su presupuesto (unos 500 millones de pesetas) con el de una americana modesta- del cine portugués, «Non» ou a Vã Glória de Mandar, que indica quizá un nuevo rumbo a la vez que resume toda su carrera anterior, y que podría considerarse como su película más importante, además de la posible bandera de un auténtico cine europeo: coproducción entre Portugal, España y Francia -con ayudas oficiales de los tres países y del Consejo de Europa, así como de fundaciones privadas- que demuestra que alguien en nuestro continente es ahora capaz de hacer lo que los americanos ya han olvidado, cómo rodar, y lo consigue no sólo de otra manera -mucho más consciente y responsable- sino también más económica, con un mejor aprovechamiento de los relativamente modestos recursos disponibles, para crear una nueva épica cinematográfica, que no se apoya en el canto de la expansión, la conquista y la victoria, sino que encuentra inspiración en la resistencia o la derrota, en el afán de supervivencia a pesar de todos los reveses y las desilusiones, del fin de los sueños de gloria (justamente desvanecidos) y de la pérdida de los dominios adquiridos por la fuerza. Esta visión de la historia, tan a contrapelo de su versión oficial patriótico-nacionalista, de los manuales escolares y de la tradicional hagiografía sectaria con que en toda nación cuentan cómo les fue, culpando a otros de todo mal y atribuyéndose con orgullo (a menudo infundado) todas las virtudes y todos los aciertos, hasta el punto de presentar como tales los más trágicos o criminales errores, y como pruebas de idealismo y generosidad las empresas más interesadas y próximas a la rapiña, entrañaba no pocos riesgos para quien, pese a su marginalidad, es ya ineludiblemente un monumento de la cultura lusitana.
Quizá moleste, por ejemplo, que haya abandonado la literatura como punto de partida para campar por sus respetos en el seno de la historia entera de Portugal, sin confinarse a una épica remota, sino recorriéndolas todas, desde la muerte de Viriato al 25 de abril de 1974, y con un audaz y libérrimo empleo de la elipsis, de la que «perversamente» se aprovecha para saltar sobre los siglos de una traición a una derrota, de una desilusión a un desmoronamiento, de una muerte a otra; y, para colmo, sin que las batallas resulten suficientemente espectaculares o ensordecedoras, sin que la violencia sea nunca exaltante y contagiosa, sino, por el contrario, seca, dolorosa y cortante (como en el cine de John Ford).
Desde su mismo título -ese extraño «Non» latino, que no tiene vuelta de hoja, que a diferencia del portugués «não» se lee igual se mire como se mire, más la vanidad atribuida al mando, al dominio, al poder-, la película ha irritado a ciertos sectores, sin por ello dar gusto a ninguno de los demás, y está ocasionando en el país vecino una cierta polémica, reprimidas y matizadas las críticas por el respeto que forzosamente inspira Manoel de Oliveira, pero con una mala fe chocante, pues no dudan en imputar al cineasta no se sabe qué «oficialismo», a cuento del merecido homenaje que ha recibido de una parte de las instituciones con ocasión del estreno de la película. Quieran o no sus detractores, o los mediocres corroídos por la envidia, Oliveira es una «gloria nacional», para colmo reconocida fuera del país, y que acaba de dar un motivo más para que su duradero prestigio internacional se acreciente, en beneficio de todo el cine portugués. Reproches tan mezquinos como insinuar que, al hacer un film que dobla o triplica el coste normal, «Non» impide que se hagan dos o tres más -hasta llegar a nueve o diez- este año en Portugal, aparte de sospechosos, suponen en falso que tres debutantes desconocidos iban a conseguir una financiación que ni la experiencia y la fama de Oliveira atraen fácilmente, ni para cualquier proyecto.
El caso de «Non» ou o Vã Glória de Mandar demuestra que los problemas de financiación y producción pueden ser resueltos en Europa, sobre todo con aportaciones de otros países a proyectos nacionales claramente definidos, en medida suficiente, al menos gracias a la mayor creatividad y el mayor esfuerzo personal que los técnicos y actores están dispuestos a hacer: en Europa puede rodarse una película con lo que en Estados Unidos se invierte en una sola batalla, que quizá sea más espectacular, pero que por sí sola tampoco atraerá al público sin un presupuesto publicitario que puede equivaler al coste total de las más caras producciones europeas. Queda identificada, pues, inequívocamente la verdadera naturaleza del problema: es una cuestión de distribución, de acceso al mercado y a las mejores salas en las fechas más adecuadas, en todos los países de Europa. Sin ese mercado único al que se aspira, ninguno de los nacionales permite amortizar una película que no sea muy barata, y menos aún obtener beneficios que, reinvertidos, permitan continuar produciendo. El nuevo Oliveira necesitaba mucho más público que los anteriores; no basta en este caso con venderla a unas cuantas cadenas de televisión, que encima, por su carácter, pagarán menos de lo habitual a producciones de menor coste pero más descaradamente comerciales, ya que no es verosímil que atraiga a demasiados telespectadores ni, por tanto, a muchos anunciantes.
Naturalmente, de esa parte de la lucha no puede responsabilizarse a Manoel de Oliveira, sino a sus productores, a los distribuidores y exhibidores europeos, a la crítica y, en última instancia, al público, que demostrará si desea tener un cine propio o le basta con adoptar a ciegas el modelo americano. Oliveira ha cumplido, creo yo, con creces, el objetivo que se había propuesto, y ha ampliado enormemente la perspectiva de su cine, dando cabida no ya a una época, un ambiente, una clase social o un acontecimiento, sino al curso de la historia sorprendido a su paso por Portugal; aunque son más las etapas del recorrido, son básicamente cuatro «fracasos» nacionales los que jalonan esa dirección: el asesinato de Viriato y la consiguiente victoria romana (139 a. J.C.); la batalla de Toro (1476) y después la muerte accidental del príncipe heredero D. Alfonso, a los cuatro meses de contraer matrimonio (1490 d. J.C.); la derrota en la batalla de Alcazarquivir (1578); el abandono de la colonia de Angola, con la revolución del 24 de abril (1974), que es el punto de partida y de llegada de toda la reflexión histórica que Oliveira aspira a que cada espectador lleve a cabo por su cuenta.
«Non» ou a Vã Gloria de Mandar no es una exposición didáctica, ni una crónica, menos todavía una lección de historia, sino la presentación encadenada de una serie de hechos acaecidos, que el autor cree significativos para el destino de Portugal. Sí es, en cambio, aunque Oliveira no lo haya pretendido y jamás lo admitiría, una lección de cine, alejado de todo sistema preconcebido y, de hecho, más variada y flexible estilísticamente que ninguna de sus otras películas, en la que, según la realidad de cada escena lo demande, lo mismo hace un plano-secuencia que recurre, contra su costumbre, al más clásico campo-contracampo. También, como de pasada, enseña cómo es posible viajar por el tiempo, sin necesidad de trucos fantásticos ni de inventos a lo H.G. Wells, y cómo el cine puede servirse de lo real sin verse encadenado al naturalismo, jugando incluso con el contraste entre lo que puede parecer el colmo de la estilización -el final de la batalla de Alcazarquivir- y el colmo del realismo -las manos cortadas al abanderado, que caen una tras otra-, entre un discurso artificioso -lo que dice el alférez Cabrito (Luís Miguel Cintra), que en la vida civil era profesor de historia en la universidad- y el hecho de que lo explique a sus compañeros de pelotón, en un camión que avanza por la selva, filmado sin recurrir a transparencias. Lo mismo sucede con las escenas de batallas, de un esplendor visual que la gente aplaude en Kurosawa pero ni siquiera espera de Oliveira, y que además va unida a una concisión elíptica de la que sólo puede hallarse un precedente en Campanadas a medianoche (1965) de Welles o, sobre todo, en Lancelot du Lac (1974) de Bresson, simplicidad de trazo que tiene una raíz más ética que meramente estética, y que indica la relación profunda existente, en algunos aspectos, entre Manoel de Oliveira y algunos grandes del cine clásico como Ford, Dreyer o Mizoguchi.
‘Non’, ou A Vã Glória de Mandar |
En “Impresiones: Manoel de Oliveira”. Filmoteca de
Andalucía (1992)
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