La vieille dame indigne (René Allio, 1964)
La Vieille Dame indigne (1964), primer film de René Allio, conocido hombre de teatro, es la historia de un descubrimiento del mundo. Como los otros dos films de este director, asistimos a la inflexión de una trayectoria vital: al igual que el Pierre de Pierre et Paul (1969) y la protagonista de La una y la otra (L'Une et l'autre. 1967), Mme. Berthe ha vivido resignada y sometida, en «estado latente», hasta que un cúmulo de circunstancias le permiten cambiar de vida, rebelarse —en cierto sentido— y empezar a vivir su vida, una vida elegida que durará poco. Berthe, a sus setenta y cuatro años, es como una niña que nace y empieza a ver el mundo («mirar alrededor de uno es vivir libre», como dijo una vez Godard), a explorarlo, a disfrutar de lo que le queda de existencia.
Después de una larga vida dedicada a su marido y a sus hijos, durante la cual ha sacrificado su propia personalidad —aunque no se nos presenta esta primera etapa como particularmente desgraciada—, Berthe se encuentra, al iniciarse la crónica que es el film, viuda y con los hijos casados, ante una libertad y una soledad a las que no está acostumbrada. Con la vida asegurada, aunque sin medios económicos excesivos, Berthe tomará la decisión de aprovechar activamente el tiempo que le queda, en lugar de encerrarse a esperar su hora. Ante el asombro creciente —y pronto escandalizado— de parientes y vecinos, Berthe dedica su tiempo a inocentes distracciones: pasear por el puerto, ir en coche de caballos, tomar helados, vivir sola, comer un día sí y otro no en un restaurante, ir al cine y al hipódromo, subir y bajar ilusionada en las escaleras mecánicas de un almacén, beber vino, hacerse amiga de una joven de mala reputación y de Alphonse, un locuaz zapatero, o contemplar, feliz, las luces del puerto reflejadas en el mar. Esta tímida libertad avergüenza a su familia, que intenta persuadir a Berthe de que adopte la actitud «digna» que corresponde a su edad y a su condición de viuda y madre. Pero Berthe se desentiende cada vez más de sus hijos, ha decidido romper con el pasado, y vende la ropa de su marido y los muebles de la casa para comprarse un coche con el que hacer excursiones, acompañada por sus amigos, e incluso para ayudar a Alphonse a comprarse una nueva zapatería. Berthe muere año y medio después que su marido, y una voz en off resume su vida con las mismas palabras con que Brecht da fin a su breve historia: «Había saboreado plenamente los largos años de servidumbre y los breves años de libertad y consumido el pan de la vida hasta las últimas migas».
Nada tan poco prometedor, en principio, como una película que elige por protagonista a una anciana señora, cuyas peripecias cotidianas nos son narradas con minuciosidad. Es una idea demasiado cercana a los esquemas de Zavattini para que no nos inquieten los múltiples peligros que la acechan: el sórdido naturalismo, la falsa poesía, el sentimentalismo. La vieja dama indigna es un relato de Brecht, una de sus Historias del almanaque. Su brevedad la convierte en la sinopsis de una hipotética película, en el esbozo de una posible novela. Más que un cuento parece un índice. Rehuyendo cualquier elemento descriptivo, limitándose a la sucinta enumeración de las etapas esenciales de la segunda vida de Mme. Berthin, la obra de Bertolt Brecht dejaba un enorme margen de libertad a su adaptador. Lo que ha hecho Allio ha sido utilizarla como «texto básico», como punto de partida y de referencia del film. Por eso, el cuento de Brecht está más «citado» que ilustrado. Esta postura, confesada en el interior de la película y a través de un texto del propio Brecht que lee Alphonse (1), le ha permitido tomarse la libertad que Brecht no sólo autorizaba, sino exigía, y hacer una obra personal siendo escrupulosamente fiel tanto al espíritu como a la letra de la historia que le ha servido de armazón.
Esta fidelidad es la que le ha llevado a actualizar la época en que ocurre la acción, trasladándola al Midi francés y hallando las exactas equivalencias de los oficios y personalidades de los personajes en el nuevo contexto social en que tiene lugar la historia. Además, dado que el minúsculo cuento de Brecht no daba más que para un cortometraje, Allio ha tenido que inventar los actos en que se concreta la nueva forma de vida de su protagonista. Ha tenido que realizar el relato, que encarnarlo en unos actores. Se comprende la importancia que tiene en una película basada casi exclusivamente en un personaje al que se sigue y en torno al cual se disponen los demás seres, a través del cual se explora la realidad, la elección de la actriz. Allio ha acertado plenamente al escoger a Sylvie, que no sólo responde con sorprendente exactitud al breve retrato de Berthe que nos hace Brecht («Era una mujercita delgada, con ojos vivos de lagarto, pero de hablar pausado. Se había hecho más pequeña con los años.»), sino que reúne las condiciones de ser una actriz sobria, poco conocida, de mirada casi pícara e ilusionada y que soportaba bien su vejez, de forma que no había en ella nada que incitara a la compasión, nada desagradable o deprimente, sin ser una anciana estrafalaria o divertida.
El gran acierto de Allio, al dar vida y materia a este cuento moral, estriba precisamente en haber evitado el primario sentido didáctico que podía haber tenido. Demasiado concreta y humana para ser sólo una fábula, suficientemente despojada de elementos burlescos o melodramáticos como para convertirse en una farsa o un folletín, la película no recurre a la sensiblería ni a la crueldad y se aparta de la concepción naturalista y sentimentaloide que tenía Zavattini del neorrealismo. Como Jean Pierre Lefebvre en II ne faut pas mourir pour ça (1967), como Maurice Pialat en L'Enfance nue (1968), como Sembene en Le Mandat (1968), como Albert Finney en Charlie Bubbles (1967) o Gianni Amico en Tropici (1967), Allio ha conseguido —en sus tres films— apartarse de los senderos trazados por el caduco Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), mediante un estilo que sabe, de una forma u otra, escapar del naturalismo que le acecha. Si Ermanno Olmi en Un certo giorno (1968) no conseguía este propósito, pese a su complejidad estructural, se debía a que la acumulación de sucesos que afectaban ese «cierto día» al protagonista y determinaban un giro en su vida resultaba excesivamente melodramática, al contrario de lo que sucede en el film de Lefebvre, donde —en el desarrollo del film y en la vida del protagonista— resulta que en ese día le ocurren muchas cosas. Como Amico y Lefebvre, Allio ha recurrido a una cierta distanciación, a un extremado rigor y a una gran sobriedad. Pero si Lefebvre llega a una abstracción y a una frialdad de estilo casi bressonianas, Allio ha elegido —muy coherentemente— ciertas formas de distanciación más o menos brechtianas: las canciones de Jean Ferrat que comentan la película, enmarcada además entre sendos montajes de fotos fijas que resumen las dos vidas que vivió Berthe sucesivamente, y la división de la narración en capítulos mensuales. Frente a la lentitud rítmica de Lefebvre, Amico o Finney, frente al humor de éste y Sembene, o la técnica del understatement de Lefebvre, Allio ha elegido, ante todo, la impasibilidad afectuosa como punto de vista moral, enlazando así con Tropici, L'Enfance nue y Le Mandat, tres de los films más rossellinianos de los últimos tiempos. Porque toda la emoción que indudablemente tiene La vieja dama indigna proviene de la verdad del personaje más que de la película, que apela a la inteligencia del espectador y no a sus «buenos sentimientos». Berthe, que es una anciana muy particular (y Allio nunca intenta presentarla como un caso general), vive ante nosotros su nueva vida, sin que Allio se permita dar un cariz grotesco o patético a su aventura, ni siquiera irónico (pese a lo efímera e insignificante que resulta su felicidad), ni haga un panfleto a favor de la libertad de los viejos, ni pida —mucho menos— que sean internados en un asilo. Lo que distingue, en su sencillez y en su espontaneidad controlada, a La vieja dama indigna es la justeza de todo, el equilibrio y la pureza a las que Allio ha llegado, la mirada afectuosa y comprensiva que en todo momento tiene para con su personaje, lo que acerca el film de Allio al Rossellini que en 1963 declaraba (2) que su postura moral está hecha, ante todo, de amor y, por tanto, de tolerancia, de comprensión, de participación, y que «la ternura es la verdadera postura moral». No es extraño, por ello, que esta película nos ofrezca, con L'Enfance nue y la escena de la abuela de Cary Grant en Villefranche que filmó en 1957 Leo McCarey, el más rosselliniano de los directores americanos (3), la mejor imagen de la vejez del cine de los últimos años.
(1) Originalité, una de las Histoires de Monsieur Keuner, en Histoires d'almanach (Ed. L'Arche, París, 1961, p. 149).
(2) Nouvel entretien avec Roberto Rossellini, por F. Hoveyda y E. Rohmer, en Cahiers du Cinéma, nº 145 (p. 7).
(3) En Tú y yo (An Affair to Remember).
En Nuestro cine nº 95 (marzo de 1970)
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