miércoles, 21 de junio de 2023

La rueda gira

Contrariamente a la imagen de fragilidad, primitivismo y tosquedad que muchos, por desconocimiento o falta de costumbre, tienen del cine mudo, La rueda es una prueba patente de la extraordinaria autosuficiencia y madurez que, ya en los primeros años 20, había alcanzado el arte de la imagen silenciosa.

Era entonces Abel Gance uno de los cineastas más avanzados, un "moderno" entre sus contemporáneos, aunque hoy padece una inmerecida reputación de director anticuado, academicista, solemne y grandilocuente en que lo ha sepultado el olvido, y es recordado a título histórico-técnico por una sola película, su grandioso Napoleón (1927). Se ha optado por ignorar que antes y después de esa obra titánica Gance fue un gran cineasta. Por eso, cabe celebrar que, pasados más de ochenta y cinco años de su creación, La Roue vuelva a estar visible y disponible más allá del muy restringido circuito de cinematecas y festivales. Yo confío lo bastante en la sensibilidad del público "normal" - basta con que no haya perdido la curiosidad - y en la propia fuerza de la película como para pensar que, propiciada la ocasión de contemplarla, pueda suscitar el asombro y la admiración que merece.

Conviene, eso sí, aclarar que es un "melodrama" con todas las de la ley, y sin el menor complejo de inferioridad. Es un género que ha estado asociado al cine desde que se convirtió - al prolongar su metraje hasta la media hora y más allá - en un arte primordialmente dramático-narrativo, y por el que Gance sintió siempre una acusada predilección o afinidad personal, nada anómala ni infrecuente, sobre todo si se piensa que los pioneros del séptimo arte vivieron siempre escindidos entre su modernidad y entrega al desarrollo de una técnica nueva, de un lenguaje que ellos mismos fueron inventando sobre la marcha, y sus raíces culturales, literarias, míticas y sentimentales, ancladas en las novelas y las obras de teatro que habían nutrido su imaginación y su fantasía, desde Charles Dickens a los melodramas y folletines decimonónicos. No tengo reparos en admitir que la primera hora y media tiende a resultar, a medida que avanza la trama, bastante convencional, aunque su fuerza sea innegable; lo notable es que en su segunda mitad tome un rumbo sorprendente y mucho más original esta tragedia sobre la ceguera (tanto literal como metafórica, tanto impuesta desde fuera, por la ocultación o la mentira, aunque sea piadosa, como involuntaria e inconsciente). Pese a su título, la película se crece cuando abandona el terreno ferroviario y se adentra en la montaña y la nieve, aislando a sus protagonistas principales en un ambiente inclemente.

Frente al prestigio del que hoy goza (al menos "de boquilla" y en determinados ambientes) un denominado "minimalismo", casi siempre producto de la pereza o la impericia, más que de la falta de medios, y que a menudo lo que tiene de "mínimo" son los resultados obtenidos, no siempre los recursos empleados, Abel Gance fue desde el comienzo hasta el final de su dilatada carrera, si se quiere, más bien un "maximalista", ya que, como era casi obligado antes de la adición del sonido, ninguna imagen podía ser ociosa o desaprovechada, ni conformarse con una función meramente decorativa, puesto que debía intentar suplir en lo posible las carencias del cine tal como nació, es decir, sin palabra ni ruidos - cuya ausencia es llamativa en un film en el que trenes y viento tienen tanta importancia -, sin color ni volumen. La mayor parte de los cineastas de talento de esta primera etapa del cine - de 32 a 40 años, según los países - inventaron una manera de narrar que sacaba partido múltiple de cada plano, actuando simultáneamente en varias esferas de comunicación, sirviéndose de la composición y el encuadre, el movimiento de cámara y el montaje, la luz y el contraste, la perspectiva y los gestos, el ritmo y los efectos ópticos, el paisaje y el decorado, para presentar y definir rápidamente a los personajes, situarlos con dos pinceladas en su entorno histórico y social, contar y emocionar, y además añadir un punto de vista moral (casi siempre silencioso e implícito) sobre la historia relatada y las conductas de sus protagonistas. Algo muy lógico y elemental, aunque hoy pueda parecer ambicioso e insólito.

A quien no esté familiarizado con la exigua porción del cine mudo que ha sobrevivido a su pérdida de vigencia social y rentabilidad comercial, a incendios de laboratorios, guerras y otras destrucciones, la mayoría pacíficas y permanentes, puede sorprenderle la verosimilitud de los intérpretes, casi todos desconocidos, y que, contradiciendo una noción tan extendida como falsa o abusivamente generalizada, no gesticulan en exceso ni hacen muecas; ni siquiera en los momentos de mayor patetismo ni en las situaciones más dramáticas y desesperadas. Y es que, si se pasa el cine mudo a la velocidad adecuada que corresponde en cada caso - que era variable, según los años, los países y el estilo del respectivo director -, desaparece ese aire caricaturesco y grandilocuente, a veces histérico, que tanto molesta y distancia cuando se acelera el paso de las imágenes al proyectarse a un ritmo indebido.

Al tratarse de un film europeo, y de un director con ambición artística y considerable grado de independencia e iniciativa, no de un mero fabricante de espectáculos entretenidos y finalmente relajantes, los actores y actrices no habían de ser forzosamente atractivos ni bellos, y no lo son, lo que acrecienta el relativo "realismo" de un arte que se sabía ya híbrido: por un lado, artificioso e ilusionista, con trucos, fingido y apoyado en la mera apariencia, y, por otro, apegado a la reproducción fotográficamente fiel, no interferida ni distorsionada, de lo que se colocase delante de la cámara, que - claro está - podía ser lo mismo un fragmento bruto de vida cotidiana que una alucinación o una pesadilla fantástica, lo mismo un acto heroico que una cobarde evasiva.

Aunque en 1922 la competencia era poderosa - un Flaherty, un par de Murnau y otro par de Fritz Lang, un Stroheim, un Stiller, un Griffith, un Maurice Tourneur, un Rex Ingram, entre otras varias, y por no mencionar más que las que sobreviven, conozco y aprecio - La rueda se clasifica en los primeros puestos, al mismo nivel que las mejores obras maestras producidas aquel año. Por eso, tantos años después, sigue viva. No es una pieza de museo, su interés no es historiográfico, no está reservada a especialistas, eruditos o cinéfilos. Puede emocionar a cualquiera con al menos un ojo. Y recordar, de paso, los poderes del cine.

Texto inédito. Escrito en 2009.

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