viernes, 23 de junio de 2023

Spellbound (Alfred Hitchcock, 1945)

Sólo por ser la primera de las tres que hizo Ingrid Bergman, Spellbound (1945) sería una película importante en la filmografía de Hitchcock, ya que esta actriz, sublime con Rossellini, McCarey, Cukor, Renoir o Curtiz, es —al menos, para mí— la que mejor y con más intensidad y belleza ha encarnado a la heroína típica hitchcockiana: aparentemente fría, formal, seria y hasta puritana, pero fácilmente turbable y conmovible, capaz de enamorarse violenta y alocadamente, con la más apasionada y vibrante entrega; mucho más que la excesivamente controlada e inexpresiva Grace Kelly, más incluso que la joven Joan Fontaine de Rebecca (1940) y Suspicion (1941) —pese a los asombrosos resultados que obtuvo Hitchcock de ella, y que sólo Max Ophuls fue capaz de igualar, en su obra maestra Carta a una desconocida (Letter from an Unknown Woman1948).

No es raro, pues, que el encuentro de Hitchcock y la actriz sueca se tradujese en una de las más hermosas historias de amor que rodó  aquel, junto con Notorious (1946, también con Ingrid Bergman), Vertigo (1958), North by Northwest (1959) y esa especie de versión  invertida y corregida de Recuerda que es Marnie (1964).

Es una lástima que Spellboundpelícula imprescindible para conocer a Hitchcock y que vale la pena ver una y otra vez, que cuenta con varias de las escenas más sublimes y emocionantes de toda su carrera, sea una obra no plenamente lograda, que deja insatisfecho. No se trata, simplemente, de que sea imperfecta —lo son casi todas las mejores películas—, ni de que haya una excesiva diferencia de nivel entre unas escenas y otras, sino de que Hitchcock, probablemente por falta de confianza en sí mismo, quizá por interferencias o imposiciones de Selznick, recurrió —sin mucha convicción, y dándoles mayor importancia narrativa de la debida— a varias apoyaturas artificiales que le obligan, por respeto a la lógica y a la continuidad, a desviarse excesivamente de la historia fundamental que cuenta la película, en sí muy simple y lineal, complicándola innecesariamente con una trama policíaca de escaso interés, unas explicaciones psicoanalíticas muy esquemáticas y unas escenas oníricas que tienen cierta gracia pero que son las más feas visualmente que ha  filmado Hitchcock nunca (sin duda gracias a la colaboración de nuestro «genial» compatriota Salvador Dalí, cuyo sentido de las formas y del espacio no puede ser más opuesto al del autor de Vertigo).

Recuerda es esencialmente —y debiera haber sido exclusivamente— la historia de un flechazo, de un repentino y arrebatador enamoramiento, del establecimiento de unas relaciones afectivas dificultadas por una serie de obstáculos externos e internos, que aquí son la «falsa culpabilidad» del supuesto Dr. Edwardes, en realidad John Ballantine, piloto amnésico (Gregory Peck) del que se sospecha que ha asesinado y suplantado al verdadero director del sanatorio mental, y que es perseguido por la policía, por un lado, y el «complejo de culpabilidad» que padece desde su infancia, por otro, y que bien pudieran haber sido otros, o al menos ocupar un lugar menos destacado de la película, ya que no son sino «McGuffins» que, por una vez, se le han ido de las manos a Hitchcock, cobrando un relieve y una extensión que rompen el equilibrio del film. Servidumbre —que otras veces permite enriquecer la obra— de la reputación de Hitchcock como autor de thrillers, agravada por una inconveniente sumisión a la moda «psicológica» imperante en Hollywood entre 1944 y 1950, que convierte en importantes las fastidiosas escenas explicativas de las que Hitchcock habitualmente prescinde (o que despacha irónicamente y a toda velocidad), y que aquí, en cambio, se dilatan reiterativamente, en escenas verbosas que, pese a Michael Chekov y al humor que Hitchcock trata de insuflarles, vienen a interrumpir inoportunamente el relato que verdaderamente importa e interesa; tan sólo cuando es la propia Dra. Constance Peterson (Ingrid Bergman) la que explica a su amado las causas de su mal resultan soportables tales escenas, ya que, más que escuchar sus palabras vemos en sus ojos la preocupación, el amor, el afán de vencer las barreras que la separan del enfermo (que también la oye sin escucharla, escéptico pero prendado de ella, y a veces no puede contener su impaciencia y —demostrando buen juicio y salud mental considerable— se permite insinuar que prefiere seguir hablando de ella, o de ellos dos y su futuro, que del Dr. Murchison, el auténtico Edwardes o sus traumas bélicos e infantiles).

Con todo, y aunque pueda lamentarse que a una película le sobre o le falte algo, lo más práctico es siempre atender no a lo que pudo o debió ser, sino a lo que es, y Spellbound es, a pesar de sus defectos, una película llena de escenas admirables, con una de las mejores interpretaciones de Ingrid Bergman, con ideas poéticas y surrealistas tan arriesgadas como logradas (las puertas que se abren, mientras suenan los violines de Miklós Rózsa). Tan sólo por tres escenas —el encuentro de Ingrid Bergman y Gregory Peck en el comedor, su paseo por la colina, y la visita nocturna que culmina con el beso que hace abrirse todas las puertas— Recuerda sería una película inolvidable, y más valiosa que las obras completas de muchos cineastas consagrados en las «Historias del Cine».

En “Dirigido por” nº 75, agosto-septiembre 1980

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