jueves, 1 de junio de 2023

"El cine y la memoria" de Juan Miguel Lamet

No es El cine y la memoria (Nickel Odeon, 1996), pese a que su título puede habérselo hecho pensar a más de uno, un ensayo sobre el cine de Alain Resnais. Tampoco se trata de un recorrido por películas de todo tiempo y lugar que abordan la cuestión: aunque hay artículos sobre varias de las imprescindibles —como Qué bello es vivir, Casablanca, Verano del 42, etcétera—, faltan otras no menos memorables desde semejante perspectiva: sin ir más lejos, El cuarto mandamiento y Qué verde era mi valle. No son tampoco, como algún responsable ministerial puede haber temido, las memorias del paso de Juan Miguel Lamet por un sillón particularmente incómodo, el de Director General del ICAA (antes de Cine), en el que fue precedido y sucedido por quien ya me sucedió a mí, lo que prueba que esa incomodidad está reservada a aquellos que lo ocupamos simplemente porque nos importa el cine y sin ninguna aspiración a usarlo como trampolín.

Desde una perspectiva interesada, esto último quizá sea una lástima, pero es inevitable, ya que al asumir el cargo prometemos o juramos callar cosas que bien valdría la pena que se supieran, al menos para que algunos dejasen de hacer impunemente lo que hacen. Pero visto lo que no es, veamos lo que sí es este libro, porque ya se sabe que “ser o no ser…”.

Y es, para empezar, un libro anticuado, en el mejor sentido de la palabra. No quiero decir que haya nacido viejo, o sea, anacrónico, sino que tiene deliberadamente varias características que hoy están, lamentablemente, en desuso. Podría haberlo calificado de desusado, inusual inusitado, pero los lectores habrían pensado que es un libro raro o extraño, cuando es todo lo contrario, un libro corriente, y tanto porque es normal y no tiene pretensiones desmedidas como porque corre, fluye del autor al lector, tras rebotar o encontrar su inspiración en otros libros, en películas, en los problemas del cine, español sobre todo. No en vano es una recopilación de artículos de periódico, destinados a un público no especializado, que no tiene por qué saber cosas que los del mundillo tendemos a dar por supuestas. Son sencillos, claros, didácticos a veces, envidiablemente populares, si no fuera hoy este adjetivo doblemente sospechoso, escritos llanamente y con gracejo. No faltan a la cita ni el humor ni la melancolía; asoma, aunque retenida, la comprensible amargura; late en todos ellos la pasión por el cine, compartida, como antes era común, con la que Lamet siente por la literatura, como lector y como escritor. Es lo que antaño constituía todo un género, llamado miscelánea varia según las épocas y los lugares.

Es un libro saltarín: su orden parece dictado puramente por la cronología, por una cadencia semanal apenas quebrada por ocasiones excepcionales. Su lectura es, por tanto, azarosa e invita a una gimnasia mental siempre saludable. Lamet, que sabe de lo que habla y tiende a escribir de lo que le gusta e interesa, no es un inocente metido en la Administración, y demuestra que no le engañan, que no comulga con ruedas de molino y que puede, si hace falta, ser méchant —palabra cuyas traducciones habituales me parecen excesivas: no es malvado, desde luego, quizá más bien malévolo—, como en “¡Bienvenido, Mr. Valenti!” y en algunos de sus comentarios sobre las subvenciones, el peso de la púrpura, las maquinaciones palaciegas y las mil intrigas en las que uno puede verse envuelto cuando se pasa una temporada en la Casa de las Siete Chimeneas. Otras veces se pone serio o brinda gratuitamente —no sin motivo, quiero decir sin cobrar como asesor— su experiencia y sus reflexiones sobre la producción en España, la escritura de esa cosa tan rara que es un guión de película, la enseñanza del cine, los festivales, la pornografía, la paternidad o Azorín.

Es también un libro subjetivo, en primera persona, y al mismo tiempo modesto, que no se impone al lector ni invita al enfrentamiento. Si no estamos de acuerdo, en lugar de enfadarnos, nos vemos obligados a meditar, a tratar de desentrañar las causas de la discrepancia. Y no suele ser difícil: Juan Miguel Lamet es bastante transparente hasta cuando se encuentra en un conflicto, entre la espada y la pared, entre los recuerdos y la visión del futuro.

Es un libro de ritmo sosegado, tono educado y respetuoso, que no desafía ni provoca a nadie, que insulta con cortesía, como si fuese consciente, como Borges, de que injuriar es también un arte. Por todo eso digo que es un libro anticuado; como se dice de las películas: de los que ya no se hacen.

En Nickel Odeon nº 5 (Invierno 1996)

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