jueves, 1 de junio de 2023

La saga de los Leguineche

Aunque saga es, en las lenguas nórdicas, un “relato pormenorizado y largo”, generalmente de carácter épico, y no “la historia de una familia”, como parece creerse en España a partir del éxito de la serie televisiva consagrada a referir las vicisitudes de los Forsythe, aprovecharemos que Jaime Chávarri pronunciaba la frase “end of the saga” —pronto se vio que prematuramente— al término de Patrimonio nacional (1981), la segunda entrega, para referirnos así, de forma abreviada, a la única trilogía existente en toda la filmografía de Berlanga, y completada por un primer episodio, La escopeta nacional (1978), que era más bien un preludio, pues se centraba en un personaje —el vendedor catalán interpretado por José Sazatornil, Saza— no vinculado a los Leguineche, a través del cual nos poníamos en contacto con esa familia de aristócratas venidos a menos y empezábamos a conocerla, y una suerte de epílogo —quizá provisional, pues bien podría continuar…— titulado Nacional III (1982).

No vendría mal revisar en su conjunto esta crónica de la Transición en tres tiempos —finales del franquismo, restauración de la monarquía y la democracia, llegada de los socialistas al poder—, saludablemente informal, desenfadada y crítica, sobre todo ahora que está tan de moda mitificarla y aun sacralizarla retrospectivamente, recomponiendo a base de olvidos, omisiones, depuraciones y embellecedores cromados una historia más presentable que la que recoge, en tono documental, con la inmediatez del reportaje y sin tiempo apenas para la reflexión o el maquillaje ni lugar para el pentimento ni el arrepentimiento, la cada vez más ejemplar y todavía persistentemente ocultada Después de… (1981), de Cecilia Bartolomé. Se vería entonces, aparte de algunas cosas que la muy elogiada y oficialista serie retrotelevisiva de Victoria Prego esconde, lima o distorsiona, que Berlanga, pese a sus aires de sabio distraído y su frecuente profesión de apoliticismo, frivolidad y pereza, no se dejó engañar en ningún momento por los cantos de sirena de unos y otros y por la elevación de la componenda y la ambigüedad a la categoría de consenso, reconciliación y probada madurez del pueblo español con que todos, unos más que otros, permitíamos que nos dieran coba. Quizá sea una consecuencia natural de la lucidez incluso premonitoria a la que puede conducir a un escéptico —incapaz ya de hacerse esperanzas y, por tanto, de desesperarse al verlas defraudadas— el pesimista refrán ’‘piensa mal y acertarás", y de la que tenemos una prueba aún fresca —y tan palpable que molestó a muchos— en la injustamente menospreciada y hasta vilipendiada Todos a la cárcel (1993), que hoy debiera verse como una fiel y apenas levemente exagerada crónica —de hecho, a veces se queda corta— de lo entonces aún no ocurrido, pero iba a suceder en la España de 1995 y 1996, en que se proclamaba ya todo lo que, en el fondo, aunque no quisiéramos verlo ni admitirlo, se podía vislumbrar desde finales de 1989, pero permanecía oculto o disimulado.

He de admitir, sin embargo, que al elegir este tríptico como mi personal capricho berlanguiano —forzado a ello por haberme tomado otro la delantera al escoger mi película favorita de Berlanga, que sigue siendo, como siempre, Calabuch (1956)—, estoy haciendo un par de pequeñas trampas, ya que, por un lado, la saga de los Leguineche no tiene un carácter unitario ni homogéneo, sino que se trata de la mera sucesión de tres películas conexas pero totalmente independientes, que cabe ver y considerar aisladamente, hasta tal punto que es posible incluso ignorar una o dos de ellas sin que la tercera resulte en modo alguno incomprensible, pese a que, evidentemente, sólo su acumulación haga brotar la crónica y cada una de las piezas enriquezca notablemente, tanto por complementarlas como por contraste, la visión de las restantes; por otra parte, tampoco son, a mi juicio, películas de valor comparable: encuentro muy buena la primera, una de las mejores de su autor la segunda y me parece meramente interesante la tercera, quizá por responder más a una iniciativa del productor que al interés o el deseo del propio Berlanga.

Lo primero que hay que subrayar, pues, de la saga de los Leguineche es que no corresponde a un plan y no es, en consecuencia, una trilogía concebida como tal. Simplemente, el éxito comercial de la primera dio lugar a la segunda, que prolonga la historia, unos años después, pero centrándose ya en la familia presidida por el anciano marqués de Leguineche —Luis Escobar, gran y tardío descubrimiento de Berlanga para el cine español— y compuesta, básicamente, por su hijo José Luis López Vázquez y su nuera, Amparo Soler Leal; la tercera es ya un rebrote más inmediato, más mecánico también, aunque no del todo previsto por Berlanga; en cambio, hubo el proyecto de hacer un cuarto episodio, cuyo rodaje se vio frustrado por la muerte de su intérprete principal, detalle que me hace pensar que hubiera continuado más propiamente la historia, recentrada en la figura del anciano marqués.

Claro que esa falta de unidad, y hasta de homogeneidad, no puede extrañar en algo tan poco premeditado, tan lacunar y discontinuo como la obra entera de Berlanga, en la que apenas hay relación entre unas películas y otras, salvo la que les confiere un estilo cambiante pero inconfundiblemente personal y la presencia implícita de una visión permanentemente pesimista y al mismo tiempo llena de humor. También es cierto que la caricatura es una especie de taquigrafía de los seres y los comportamientos humanos, y que el humorismo tiende a la pincelada impresionista, por lo que los temas suelen despacharse, agotados y exprimidos, a gran velocidad, de tal modo que, si no son muy breves, a las películas de Berlanga tiende a sobrarles metraje, por lo cual, normalmente, nada en ellas pide una prolongación: como mucho, la admite, pero sin verdadera necesidad. Si acaso, Esa pareja feliz (1951), y ya se ocupó de ello su protagonista, Fernando Fernán-Gómez, con La vida por delante (1958) y La vida alrededor (1959), y hasta, si se me apura, y ya con unas tonalidades muy negras, casi de tragedia, con El mundo sigue (1963). El resto de las historias que ha contado Berlanga se basa en seres o circunstancias muy excepcionales, que no se repiten —Bienvenido, Mister Marshall (1952), Novio a la vista (1953), Calabuch (1956), Los jueves, milagro (1957), Plácido (1961), Vivan los novios (1969)— o en cuyo desenlace se da claramente por sentado que, precisamente, se repetirán, y por eso la primera vez es la que importa, como sucede en El verdugo (1963) o Tamaño natural (1973). Es más, quizá precisamente por tratarse de tres películas consecutivas, y más seguidas que de costumbre, cada una las partes de la saga resume todas las tendencias que se dan cita en la filmografía de Berlanga: La escopeta nacional prolonga de forma natural la línea que va de Plácido El verdugo Vivan los novios, y a la que no puede considerarse ajena la presencia afín de Rafael Azcona; Patrimonio nacional, con un tono elegiaco raro en su autor —hay que remontarse a Calabuch para encontrar algo semejante—, demuestra que también el trazo grueso es capaz de pintar con precisión y elegancia; por su parte, Nacional III anuncia ya la estética del chafarrinón que domina La vaquilla (1985) y Todos a la cárcel, tan incomprendida como criticada —sotto voce, y nunca por escrito, porque Berlanga tiene buena prensa—, pese a que las distancias estéticas, morales y hasta ideológicas que separan la saga de —por ejemplo— 127 millones libres de impuestos, El dinero tiene miedo ¡Que vienen los socialistas! saltan a la vista del más ciego y no pasarían inadvertidas a un sordo medianamente dotado de buena voluntad. Y eso, sin tener en cuenta que a menudo los hechos narrados, las conductas descritas y los personajes retratados determinan el estilo de las películas que se atreven con ellos y que procuran dar fielmente cuenta de un estado de cosas, en especial cuando nos encontramos con un cineasta tan camaleónico y tan poco purista como don Luis García Berlanga. Es cierto que a veces sus personajes tienen algo de la grosería grotesca de las marionetas y de los ninots de las fallas valencianas, y que algunos diálogos y hasta guiones recuerdan las coplas del carnaval de Cádiz, pero pedirle a Nacional III, La vaquilla Todos a la cárcel la seriedad de Bergman, la elegancia de Visconti, el orden de Bresson o la distanciación de Antonioni sería un despropósito. Ya dice el refrán que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, por lo que es lógico que Berlanga prescinda de los finos modales y se ría a carcajadas de los que al disfrazarse ante su cámara de progres, de modernos o de finos se delatan como lo que realmente son.

En Nickel Odeon nº 3 (Verano de 1996)

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