viernes, 23 de junio de 2023

Vecinos (Alberto Bermejo, 1981)

Como huésped de Casablanca no tengo queja de mis vecinos. Pero vivo mi vida, al margen de las actividades de los dueños y restantes inquilinos en otros edificios. Quede claro, pues, que siempre nos las arreglaremos para no hacer críticas «caseras». Los aficionados a explicar la economía del país sin otra ayuda que las listas de los consejos de administración —ignorando, sin duda, cuán a menudo un consejero no pinta nada en «su» empresa—, los árboles genealógicos, el registro civil y los ecos de sociedad suelen llegar a conclusiones equivocadas (y paranoicas). Lo mismo les sucede a los críticos, que, en lugar de ver y analizar las películas, se contentan con desmenuzar su ficha técnica. A tan fácil práctica se presta en exceso la imprecavida Vecinos, ya que, aunque no se mencione para nada la fantasmagórica Escuela de Yucatán, figuran en los títulos de crédito Fernando Trueba —nada menos que como supuesto «productor ejecutivo»— y buena parte de los que elaboran esta revista, tanto desde los consejos de redacción y de administración como desde la oficina, que hace las veces del Rick’s Café Américain.

Pese a que se ha pretendido lo contrario con una insistencia digna de mejor causa —dando pruebas de una singular falta de dotes de observación y de una no menos grave carencia de imaginación—, Vecinos no tiene nada que ver con Ópera prima ni con ninguno de los tres cortometrajes de Trueba que conozco; si acaso, puestos a buscarle parentescos y parecidos —maniobra de la que son víctimas todos los recién nacidos, por otra parte—, se le podría hallar cierta relación con los elementos residuales de Tigres de papel (1977), que quebraban la unidad estilística y tonal que La mano negra (1980) hubiese requerido para convencerme de que Colomo era el director ideal de ese guión (que, pese a estar escrito con su tocayo Trueba, tampoco tenía nada que permitiese asimilarla a Ópera prima, del mismo modo que esta película nada debe a Tigres de papel ni a ninguna otra de las de Colomo). Meter en un mismo saco a Trueba, Colomo, Bermejo, Ladoire, Resines y Boyero cuando se tercie es como confundir a Tanner con Goretta, a Godard con Truffaut, a Ford con Hawks, a Walsh con Curtiz, o emparentar a Wilder, Preminger, Mankiewicz, Cukor, Borzage y Sternberg simplemente porque alguna relación tuvieron todos ellos con Ernst Lubitsch (aquí el Lubitsch de Trueba, Colomo, Bermejo y compañía futura sería el Antonio Drove que en 1969 rodó ¿Qué se puede hacer con una chica?, corto que a este paso acabará influyendo a gente que no lo habrá visto nunca).

La presencia protagonista de Antonio Resines no basta para autorizar la identificación abusiva de Colomo, Trueba y Bermejo. Aún no parece una «estrella» capaz de uniformar cuanto haga, cosa que no logró, por lo demás, ni John Wayne, que sí alcanzó el «status» estelar y durante mucho tiempo también intervino como productor. El único elemento paralelo en Ópera prima (1980) y Vecinos (1981) es la función —no inventada por Trueba, y muy clásica— de «amigo del protagonista» —al que éste cuenta sus cuitas y del que recibe, sin hacer mucho caso, dudosos consejos—, que desempeña Carlos Boyero para con Resines, y que recuerda la que éste cumplía para Óscar Ladoire en la película de Trueba.

No sabe Bermejo el riesgo que ha asumido —tal vez como único modo de obtener apoyo financiero y distribución— al aceptar el «aval» o la «tarjeta de presentación» de Trueba: no sólo va a ser reducido a la categoría de epígono o imitador, sino que va a recibir todas las patadas en el culo que muchos —en general, verdes de envidia— están deseando propinarle a Trueba desde que Ópera prima tuvo un éxito tan espectacular como inesperado y no buscado (cierta revista la cita, negativamente por supuesto, en todos los números que ha sacado desde que se estrenó, sin duda por considerarla «paradigmática» de no he logrado entender qué perversidades).

Una vez despachado, espero, el enojoso asunto de su filiación, vale la pena tratar de analizar en qué medida es Vecinos una película relativamente interesante y por qué no resulta —al menos para mí; el público no parece compartir mis reservas— totalmente satisfactoria (es decir, ágil y divertida), pese a alcanzar su modesto —aunque no fácil ni despreciable— objetivo de contribuir a crear en España un género que merezca el nombre de «comedia».

Desde luego, hay en mi insatisfacción un factor muy subjetivo, pero de influencia inescapable, que —por su propia naturaleza— resulta, además, muy difícil de explicar a quien no comparta esa sensación. Para mí, a Vecinos le falta chispa, entendiendo por «chispa» lo que hay constantemente, en cambio, en Ninotchka Un ladrón en mi alcoba, de Lubitsch; en Holiday Historias de Filadelfia, de Cukor; en La fiera de mi niña o His Girl Friday, de Hawks; en Sabrina o Ariane, de Wilder; en El noviazgo del padre de Eddie o El padre de la novia, de Minnelli, o en el corto de Buster Keaton & Eddie Cline Neighbors (Vecinos, 1920). O para hacerme entender mejor, sin abrumar a Vecinos bajo el peso de las obras maestras de la comedia clásica, lo que hay en algunas escenas de Tocata y fuga de Lolita (1974), de Drove, o en la mayor parte —siento tener que volver a mencionarla— de Ópera prima.

¿Por qué? No sabría señalar las causas exactas. No es por los actores, bien en general, ni porque Resines —aunque menos inspirado que, por ejemplo, dándole la réplica a Óscar Ladoire en el corto El león enamorado (1979), a mi entender lo mejor y más personal que ha rodado Trueba hasta el momento —no combine adecuadamente con Assumpta Serna (es, en todo caso, Mario Pardo el que no parece saber qué hacer con ella, aunque tal vez sea un error «funcional», en cuanto que responde a la historia que cuenta la película). Es un problema de dirección, o de falta de dirección, no estoy seguro: si a veces —muy pocas— un cortometraje nos hace sospechar que su realizador tiene un talento enorme, al menos en potencia, y esperar con impaciencia que logre hacer un largo, el primer film de Bermejo no me da absolutamente la menor indicación acerca de sus posibilidades futuras, sus inclinaciones o su trayectoria ulterior. ¿Neutralidad acaso deseada? Temo que no del todo, o no hasta tal punto. La discreción y elegancia —algo distante y pasiva— de la planificación, su rechazo del enfatismo y los subrayados, su loable negativa a repetir «gags» o explotar hasta el límite las situaciones pueden ser, a veces, más una carencia que un acierto: creo que el guión —o la idea de partida, más que su desarrollo— de Vecinos tenía un potencial de comedia de enredo muy superior al partido que ha sabido sacarle Alberto Bermejo. Se puede pensar que una comedia ha de ser, por definición, más superficial que profunda; discutible como encuentro tal tesis, pienso que hasta la superficialidad es una cuestión de medida, y que las buenas comedias nunca se han detenido ante el escaparate de las apariencias, sino que han  procurado —o conseguido— traspasarlo, ir más allá de lo epidérmico.

En Vecinos, casi todas las escenas están resueltas de la misma manera, y al usar el verbo «resolver» ya estoy, sin darme cuenta, exagerando, como puede que le haya ocurrido a Bermejo: las ha dado por resueltas una vez planteadas, y siempre las ha concebido con la misma perspectiva o con un enfoque muy parecido, lo que introduce una cierta monotonía que no vale confundir con la sencillez de un Hawks o un Keaton, que supieron jugar, precisamente, al juego de las variaciones —a veces infinitesimales— dentro de la aparente repetición, y casi nunca dentro de la misma película, sino más bien en el curso de sus respectivas carreras.

Yo agradezco mucho a los artífices de Vecinos su elevado concepto del público, pero creo que su confianza en el espectador linda, en ocasiones, con la pasividad, el absentismo y la vagancia: es demasiado cómodo sentarse a esperar que sea éste, y no el director o los intérpretes, quien dé sentido y humor, quien ponga el acento a la escena. Si esta discreción es deliberada y voluntaria, y no meramente perezosa o timorata, me temo que Vecinos, por no pasarse, a menudo ni siquiera llega.

Nada de la película me molesta —o muy poco—, nada me parece grosero, vulgar, zafio, chabacano, ofensivo o estúpido. Pero nada me parece tampoco muy brillante y conseguido, ni me resulta muy divertido. A veces se intuye —más que verlo— cierto ingenio, pero en forma residual, en el guión deducible de la película más que en la misma pantalla.

Lo mismo que hay colores cálidos y fríos, hay películas de una y otra temperatura. Vecinos pertenece, sin duda —como Tigres de papel, al contrario que Opera prima—, a las de «sangre fría (o más bien tibia). No me refiero a que le falte emoción, ni a que incite a la sonrisa más que a la carcajada; quiero decir que los personajes no parecen sentir nunca lo que dicen que sienten, de acuerdo con las indicaciones del guión y los diálogos escritos: Resines se enfada con Assumpta por razones tan nimias que parecen insuficientes, meramente convencionales, y luego descubre que no puede vivir sin ella, al tiempo que Assumpta le echa de menos. Pues bien, resulta que nada de eso es creíble, porque no se ve en ningún momento; nada en sus gestos o sus miradas lo delata a su pesar cuando pretenden que se odian. Por mucho que Resines se queje a Boyero o que Assumpta se confiese a Mario Pardo, yo no consigo creérmelo. Y es que, creo yo, Bermejo se ha limitado a «realizar» un guión, y con eso sólo no basta. Si una comedia fuera un huevo frito, Vecinos sería un huevo pasado por agua, al baño María; a lo mejor es que no tenían aceite ni sartén, pero, en todo caso, está a medio hacer. Por eso me atrevería a aconsejarle a Bermejo —recomendándole que me haga tan poco caso como si fuésemos amigos, aunque no sé nada de él, ni siquiera, y eso es lo malo, después de ver su película— que intente cuanto antes dirigir otro largo, y que lo haga sin muletas ni timidez, aunque se pegue un batacazo: los golpes hay que dárselos solo; sólo así se puede averiguar si vale la pena seguir dando saltos mortales.

Aparte de eso, hay en Vecinos cosas que tienen gracia, la fotografía y el sonido directo son buenos, la música notable y todo es claro, limpio, ordenado y sencillo: se puede ver muy bien lo que hay que ver. El riesgo que corre es que dentro de diez años se pueda decir de este film lo mismo que del abuelo de Paul McCartney en ¡Qué noche la de aquel día!: «Es un viejecito muy pulcro». Porque no sólo envejece lo excesivamente apegado a la moda de un momento, sino lo insuficientemente trabajado si no suple el esfuerzo con grandes dosis de inspiración, y Vecinos adolece de un descuido —que no es torpeza— y un desapasionamiento extraños en un primer film: no basta con  «poner en marcha» a los actores, con «darles cuerda» como si fuesen muñecos metálicos, y dejarles a su aire, sin acompañarles en la aventura hasta el final; porque luego son ellos los que dan la cara y tienen que aguantar el tipo, arriesgándose a quedar en ridículo o resultar sosos e inexpresivos; no se les puede dejar compuestos y sin personaje (Lola G. Carballo) o historia (Catherine Bassetti, Mario Pardo, incluso), ni confinarles (José Lifante, Fernando Vivanco) a viñetas de Ir por lana, por muy secundarios y episódicos que sean. Si los recursos son escasos, será conveniente no derrocharlos; si se desperdician, los que se tengan resultarán siempre insuficientes.

En “Casablanca” nº 9, septiembre-1981

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