miércoles, 28 de junio de 2023

El río de oro (Jaime Chávarri, 1986)

Realmente, «no es oro todo lo que reluce», y es triste que una película indudablemente personal y sentida, que su autor declara haber rodado con libertad y de la que parece satisfecho sea para uno, admirador de la mayor parte de su obra, una experiencia no sólo deprimente y desconcertante, sino hasta indignante por el abuso que se hace en ella de referencias que comparto, pero que estimo demasiado para verlas tergiversadas (desde R.L. Stevenson a Peter Pan, pasando por Alicia en el País de las Maravillas y En el curso del tiempo, Moonfleet y El amigo americano, La noche del cazador y Jules et Jim).

Y no solo encuentro El río de oro todavía peor que Dedicatoria (1980) —donde había, por lo menos, una escena fascinante, aunque frustrada—, sino que todo lo que en ella me desagrada profundamente no se debe a errores o insuficiencias de su director, sino al rumbo deliberadamente elegido por Chávarri, por razones quizá irremediables y perfectamente lícitas, pero que yo no acierto a comprender. La comparación con su primer largo «profesional», Los viajes escolares (o Último verano de amor, 1973), que tiene puntos de contacto con El río de oro, o con Run, Blancanieves, Run (1968), Ginebra en los infiernos (1970) y Vestida de tul (1974), revelaría su entrega a los elementos enfermizos, quejumbrosos y débiles que —en forma de amenaza— han dado tensión en el cine, y de los que parece haberse defendido explorando traumas ajenos —El desencanto (1975), A un dios desconocido (1977)— o alquilando sus servicios a causas que no afectaban demasiado, como Bearn y Las bicicletas son para el varano (1983). Pero no es eso lo peor: las confidencias pueden ser estremecedoras, con tal de que lo sean realmente, bien al desnudo —como algunas de Godard o Bertolucci—, bien hábilmente enmascaradas en un relato coherente acerca de unos personajes verosímiles —como en N. Ray, y a veces en Fassbinder, y ambos practicaron también la más impúdica autoexhibición, en sendos sketchs de obras colectivas: Wet Dreams y Alemania en otoño, respectivamente—, pero no cuando los personajes son increíbles, los actores son de pena (o la dan) y la historia no se tiene en pie.

En “Cine Nuevo” nº 5 (verano-1986)

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