viernes, 9 de junio de 2023

El hombre de moda (Fernando Méndez-Leite, 1980)

Con la primera película de Fernando Méndez-Leite (hijo) hay que resistir la tentación lógica, que consiste en hablar largo y tendido sobre los numerosos personajes —no menos de catorce— que nos permite conocer con una intensidad y una profundidad infrecuente en el cine actual. Pero eso ya lo hace, con notable concisión, y mejor de lo que pudiese conseguirlo cualquier exégeta, la propia película, de modo que considero inútil y hasta contraproducente parafrasearla o hacer explícito aquello que Méndez-Leite calla, limitándose a dejar que se deduzca, suponga o vislumbre. Hay que aclarar que la riqueza de historias personales de El hombre de moda debe mucho al tesón con que su director y el co-guionista Manolo Matji han reescrito una y otra vez, a lo largo de por lo menos diez años, un guión que les ha costado mucho trabajo conseguir realizar; tantos años no pasan en balde, y sin duda han ido modificando el carácter y las motivaciones de los personajes, pero han permitido, también, que el autor se familiarice con ellos, con su biografía entera, y que pudiera —creo yo, aunque ignoro si su método fue el de John Ford o no— contarnos qué fue de cada cual después del final de la película y cuál fue su vida hasta que aparecen por vez primera en ella. También ha contribuido, sin duda, a esta complejidad y a este conocimiento el que el film que hoy vemos dure unos 55 minutos menos que el primer montaje: es decir, que aunque asistimos a los puntos decisivos y más necesarios de la historia de cada uno de los personajes, sobre cada momento y cada acto que aparece en la pantalla gravitan otros muchos que han desaparecido pero han dejado huella.

En consecuencia, y dado que tengo a mi disposición un espacio limitado, me contentaré con señalar algunos rasgos distintivos de esa sorprendente «primera película» que es, en realidad, el resultado de muchos años —como crítico, guionista, realizador de televisión, etc.— de dedicación al cine.

1. En primer lugar, cosa insólita en el cine español, cada personaje que entra por una puerta o aparece en un plano tiene, desde ese mismo instante, y sin necesidad de ulteriores explicaciones —puede no volver a intervenir en el film—, una presencia que nos permite creer en su existencia: no es un actor que acaba de leer o repasar su diálogo y sigue más o menos aplicadamente las instrucciones del realizador, ni es un ente ficticio que viene a cumplir su función narrativa o dramática, sino una persona que ha vivido ya treinta o cincuenta años y que, en ese momento, es captado por la cámara, y que seguirá viviendo su vida una vez que salga de cuadro o que la mirada de Méndez-Leite dirija su atención hacia otro personaje. Todos los personajes existen al mismo nivel, con independencia de la mayor o menor celebridad de los actores que los encarnen, del tiempo que vayan a estar expuestos a nuestra mirada o de la importancia relativa que tengan en la trama. Quiero decir que «La Vasca» (Carmen Enríquez), la mujer del escritor argentino Jorge Vázquez (Walter Vidarte), a la que apenas entrevemos en una escena, tiene tanta realidad como Pedro Liniers (Xabier Elorriaga), personaje principal al que seguimos constantemente y que permite que el relato no se disperse, pese a su estructura episódica. Por supuesto, esto es posible gracias a la claridad visual, dramática y narrativa de que hace gala Méndez-Leite, y también a que demuestra un insospechable entendimiento de los recursos de sus actores.

2. Detalle quizá anecdótico, pero revelador: El hombre de moda es una de las contadísimas películas —no llegan a diez— que he visto en mi vida en que, cuando un personaje entra en una casa desconocida, mira las habitaciones, guiando sutilmente nuestra atención hacia el decorado que, automática aunque no llamativamente, resulta significativo.

3. Más trascendente, aunque sea también un mero síntoma, me parece el hecho de que El hombre de moda es quizá la primera película —al menos española— en que se hace el amor como algo agradable, a veces divertido, en ocasiones ridículo o incómodo, y no como una especie de examen de «proficiencia», algo angustioso y desagradable o tan serio y trascendental como un film de Antonioni. Además, las escenas eróticas —contadas y bastantes pudorosas— no están filmadas en función del espectador, como un espectáculo, sino como un asunto privado de los personajes del que se nos informa porque resulta relevante para comprender sus relaciones y su conducta posterior.

4. Aunque la historia que El hombre de moda nos cuenta no tiene nada de alegre, ni su protagonista de ejemplar, la película no incurre en uno de los vicios consuetudinarios del cine español más o menos «joven» y ambicioso, que es la tendencia a la queja autocompasiva —a veces al balido lastimero del cordero degollado—, ni se permite tampoco tratar con desapego a sus personajes, pese a no ocultar jamás sus debilidades, su carácter apocado o indeciso, sus concesiones o su puritanismo, según los casos. En esto podría detectarse una influencia saludable y profunda del mejor Buñuel, que nada tiene que ver con calandismos, goyerías y supuestas blasfemias.

5. A pesar de la confesada admiración de Méndez-Leite por el autor de Ma nuit chez Maud (1969), El hombre de moda no toma a Rohmer por modelo, ni se queda, como suele suceder en quienes apuntan tan alto antes de tiempo, al nivel de un cierto cine suizo, cuyo más ejemplar exponente es el Jonás (1976) de Tanner. Esto es lo que yo esperaba del primer largo de Méndez-Leite, y celebro haberme equivocado, porque es algo diferente, tal vez menos logrado —por ahora— pero que me concierne más y que me parece más arriesgado: es un film que se responsabiliza plenamente de sus personajes, que pone la carne realmente en el asador, y que en ningún momento cae en la complaciente tentación de adoptar una posición de superioridad con respecto a dichos personajes.

6. Si es un film suave y amable, no es tampoco un film blando ni conformista. Méndez-Leite admite que «todo el mundo tiene sus razones» —como decía Jean Renoir— que «es lógico que cada cual defienda sus intereses» —como decía Rossellini cuando le atacaban—, pero recuerda que no todas las razones son buenas ni todos los intereses son legítimos.

Sé que esto no es propiamente una crítica, pero al film de Méndez-Leite no le hace falta: ya la incluye en su estructura y en sus imágenes.

Ahora bien, no quisiera dar la sensación de que El hombre de moda es un film claro, riguroso y transparente, que vuelca su atención en la presentación objetiva de un cierto número —considerable— de personajes, pero frío y aplicado, porque no hay tal; por el contrario, he de decir que es una de las películas españolas recientes que he sentido más cercanas, que —subjetivamente, claro está— más honda y silenciosamente me han afectado y conmovido, y que más apasionadamente estaría dispuesto a defender, si tuviese más espacio y no temiese perjudicar a Fernando con mis elogios, que bastante peligro corre ya con un film tan opuesto a lo que está de moda.

En “Dirigido por” nº 77, noviembre-1980

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