Hay atisbos de lo siniestro en películas anteriores de Robert Mulligan, ciertamente, ya desde su primer largo – Fear Strikes Out (El precio del éxito, 1956/7) -, y sobre todo en To Kill a Mockingbird (Matar un ruiseñor, 1962), pero creo que hacia 1972 nadie esperaba de este director, discreto y sensible, usualmente más bien reflexivo y pausado, un objeto tan inquietante e incluso desconcertante como esta película, basada en el primero de los nueve libros que escribió el tímido actor Tom Tryon (1926-1991) - el protagonista de The Cardinal (El cardenal, 1963) de Otto Preminger – y convertida por él mismo en guión (además de ejercer de productor ejecutivo). Ignoro si la novela – muy interesante, igual que Crowned Heads, de la que Billy Wilder extrajo Fedora (1978) – tenía algo de autobiográfica, siquiera en clave metafórica, pero algunos conocidos con hermanos gemelos se han sentido afectados o preocupados por lo que reconocían en la película. Tampoco sé si Robert Mulligan encontraba en ella algún eco de sus experiencias personales, pero lo cierto es que le interesaba, pues, además de dirigirla, la produjo, y con el riesgo que supone, hasta para la versión cinematográfica de un best-seller, un reparto compuesto casi exclusivamente por actores nada o muy poco conocidos en la gran pantalla, y de los que apenas se supo después, en todo caso sin atractivo comercial, como Diana Muldaur, Uta Hagen o los idénticos hermanos Chris & Martin Udvarkony.
Es una película acerca de la cual es peligroso escribir, por el riesgo de aclarar lo dudoso o ambiguo y de destripar el misterio y la (relativa) sorpresa final, cosa que ya obligó al realizador, al rodarla y montarla, a tener especial cuidado con lo que mostraba, y de forma mucho más complicada que la novela de Thomas Tryon, redactada en primera persona, y en la que, por tanto, se notan menos los disimulos y las ocultaciones, mientras que Mulligan se vio obligado a recurrir a figuras estilísticas y texturas visuales inhabituales en su cine y que, a mi modo de ver, empañan levemente su logro, que es casi total en términos de incertidumbre y dramatismo. Parece ser que hoy se considera en algunos círculos El otro como una obra maestra del cine de terror, género al que encuentro dudoso que pertenezca, en particular si se tiene de él la imagen predominante en esos años y que permanece hasta hoy, porque Mulligan rehuye toda imagen sanguinolenta y usa los sobreentendidos, es decir, lo contrario que la vertiente gore del género. Más que las muertes, lo que cuenta aquí, y lo que espanta, son los indicios de demencia, las sospechas de maldad, que para colmo apuntan a figuras infantiles, tradicionalmente reputadas de inocentes, cuando no de angelicales, pese a la evidencia de que hasta a edades muy tempranas caben no sólo todo tipo de perturbaciones sino de crueldades o de egoísmos e indiferencias que las facilitan.
Mulligan demuestra una gran habilidad para sembrar dudas y sospechas desde muy pronto, desde el arranque mismo de la película, así como para mantener nuestra incertidumbre acerca de nuestra percepción, obligándonos a preguntarnos una y otra vez si hemos visto realmente lo que nos ha parecido ver o bien lo hemos imaginado a partir de un movimiento apenas perceptible, de una imagen un poco borrosa o demasiado fugaz o lejana para que podamos estar seguros de lo que está sucediendo o ya ha ocurrido, o de cuál de los dos hermanos gemelos, Niles y Holland, sería el responsable, ambigüedad que el verdadero culpable procura astutamente crear y mantener hasta el final.
Uno de los aciertos de la estructura emocional de la película consiste en la contención, en lograr un crescendo estrictamente gradual, no torrencialmente acumulativo, error en el que, por el contrario, mucho cine de terror convencional, más de efectismos y casquería – que a menudo da más asco y sustos que miedo e inquietud – cae o se zambulle de cabeza, y reiteradamente, con lo que pierde efectividad e incluso, si se pasa, como tiende a hacer, puede provocar hilaridad. El comedimiento y una cierta discreción, incluso en el tratamiento de la violencia, han sido siempre rasgos distintivos del modo de hacer cine de Robert Mulligan (1925-2008).
En Cineclub Santander, octubre 2020
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