Hay dos formas de dar los primeros pasos: pensándoselo mucho, tomando precauciones y planeando una jugada espectacular, o bien, simplemente, echando a andar, sin temor a pegarse un batacazo. Fernando Trueba, primero con sus cortos —sobre todo En legítima defensa (1978)—, ahora con su Ópera prima (1980), ha optado por la acción directa, más arriesgada pero, sin duda, mucho más estimulante tanto para los que hacen la película como para los que la ven.
Lo primero que me gusta —aunque no lo único ni lo que más— del primer largo de Trueba es su falta de pretensiones, está uno un poco harto de que las películas españolas respetables se den aires de obra maestra y trascendental, fácil coartada para el confusionismo y la falta de rigor, para no apreciar como se merece la aparición de un film «de andar por casa», en el que se siente uno a gusto, como un amigo, y no como un alumno retrasadillo, un preso o —en el mejor de los casos— un huésped de pago. Se le acusó de «descomprometido», de ácrata, de intrascendente, de superficial; se dirá que Ópera prima es «poca cosa» y se le reprochará su liviandad, cuando a nadie se le ocurriría elogiar la pesadez; tan pronto se tildará a Trueba de «irrealista» como de «costumbrista», y se intentará generalizar a toda una generación, a una abstracción tipo «la juventud de hoy», la actitud bien concreta y particular de sus personajes, que nada tienen de «representativos». De hecho, se calificará de «pasota» a su protagonista, Matías Marinero (Oscar Ladoire), cuando precisamente no pasa de nada, sino que es un apasionado, capaz del mayor entusiasmo y, sólo por eso, de las mayores decepciones, pero obstinado, tenaz hasta en su inconstancia; es un tipo al que, lejos de darle todo igual, le repatean muchas cosas: se podrá estar o no de acuerdo con él, pero al menos tiene las ideas claras y criterios muy definidos, sabe muy bien lo que —arbitrariamente o no— le gusta y lo que le repele.
Quedamos, pues, en que Ópera prima no trata de imponerse al espectador prometiéndole a golpes de timbal hora y media de denuncia, testimonio o ilustración; tampoco pretende «quedarse» con él simulando hablarle de algo tan inefable, profundo o complejo que, si no pertenece al restringido círculo de los iniciados, lo único que puede hacer es estarse quieto y calladito y tratar de aprenderse la lección o adquirir la conciencia de la que se le presupone carente. Ópera prima no trata de algo desconocido, que no podemos juzgar, sino de cosas que están al alcance de cualquiera, que todos hemos vivido o sentido, si no todos los días sí, por lo menos, alguna vez, y acerca de las cuales no vamos a dejar que nos den gato por liebre ni que nos vengan con cuentos chinos: el amor, la amistad, la soledad, el vacío, la pereza, los proyectos irrealizados, el fracaso, el paso del tiempo. Terreno arriesgado si los hay, habitualmente reservado al «pequeño naturalismo» por renuncia de los cineastas con capacidad de estilización, excesivamente ambiciosos para «rebajarse» a abordar temas tan vulgares, y que pocas veces —sobre todo en España— ha dado buena cosecha. Pero no se piense que Trueba intenta llevarse al huerto al público con guiños de complicidad o arrumacos halagadores: en el cine hay unas reglas no escritas del marqués de Queensberry o Fernando Trueba, que tanto propugnó como crítico su respeto, las sigue por convicción y porque desprecia los golpes bajos.
Así, en su película se entra o no se entra: la puerta está abierta de par en par, y nada cuesta franquearla; eso sí, el que se introduce en Ópera prima ya no quiere salir de ella, aunque podría hacerlo en cualquier momento, ya que Trueba respeta la libertad del espectador tanto como la de sus personajes o como aprecia la suya propia. De hecho, el mayor reparo que yo le pondría a esta película es uno muy raro en mí, decidido partidario de los metrajes de Jacques Tourneur y la serie «B»: que no dure media hora más. Creo que en dos horas habríamos tenido tiempo para saber algo más de Violeta Ibiricu (Paula Molina), para conocerla mejor y compartir motivadamente el entusiasmo de Matías; estoy seguro de que valdría la pena, y de que Ópera prima habría salido ganando al convertirse en un film sobre la pareja, en lugar de centrarse, un poco excesivamente, en su protagonista masculino.
Como buen film sonoro, Ópera prima no desdeña una de las principales actividades humanas, y ha procurado disponer de los medios necesarios para captar directamente, como es debido, la autenticidad de los numerosos diálogos que mantienen sus protagonistas. Al no contar, propiamente, un argumento, sino limitarse a mostrar unos personajes y dejamos ver las relaciones —cambiantes, precarias, frágiles, manifiestas o disimuladas— que se establecen entre ellos, Trueba se apoya, sobre todo, en los actores, en su mayor parte debutantes o no profesionales, que demuestra saber dirigir admirablemente, sobre todo a ese prodigioso y divertidísimo «espontáneo» que es Ladoire, que tiene la gracia de gestos y miradas que hoy ha perdido casi por completo —a fuerza de repetirse y exagerar— Jean-Pierre Léaud, y con una pinta que hace de él un curioso cruce de Harpo Marx, el Opale de El testamento del Doctor Cordelier y el mismísimo Femando Trueba; Ladoire no interpreta un personaje, es Matías —no en vano ha escrito con Trueba el guion—, lo mismo que, en medida sólo ligeramente menor, son sus personajes Paula Molina, Antonio Resines, Luis González-Regueral, David Thomson, Marisa Paredes y Kitty Manver.
Ópera prima es, de forma que se hace ruidosamente indiscutible, una película divertidísima; es también, en el fondo, no «en realidad» sino además, y por los mismos motivos que cómica, una película muy triste, emocionante y conmovedora, dolorida pese al «final feliz» y nada condescendiente para con sus personajes. Es, por supuesto, una cuestión de puntos de vista, de enfoque: ya dijo Chaplin que una misma historia puede ser un drama en primer plano y una comedia en plano general, y Trueba ha sabido moverse con soltura y desparpajo entre dos aguas, manteniendo la distancia imprescindible para eludir el patetismo y la queja, acercándose lo suficiente a sus protagonistas como para que podamos compartir sus venturas y desventuras sin necesidad de identificarnos con ellos, puesto que no son reflejos nuestros, pero sí, desde luego, «nuestros semejantes, nuestros hermanos».
En “Dirigido por” nº73, mayo-1980
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