Aunque casi nada de lo que pasa en Les Rendez-vous d'Anna (o, mejor, en Los encuentros de Anna, ya que se trata de rencontres al azar tanto como de citas o reuniones prefijadas), parece, durante el transcurso de la película, previsible, lo cierto es que, cuando acaba, deja una curiosa sensación de deja vu, de poco sorprendente, de «conocida», que tiende a hacer olvidar lo mucho que, a mi entender, tiene de apreciable. Para quien haya visto el primer largometraje de esta joven belga, el último es algo así como un remake, cuatro años después, más controlado y sutil quizá, pero también menos desesperado y original y, sobre todo, mucho menos impúdico, de Je tu il elle (1974), donde la propia directora encarnaba a la protagonista. Además, y aunque aquí sea el tren el único medio de transporte utilizado, Los encuentros de Anna puede tomarse por una versión femenina de ciertos filmes de Wim Wenders —Die Angst des Tormanns beim Elfmeter (1971), Alice in den Städten (Alicia en las ciudades, 1974), Falsche Bewegung (1975), Im Lauf der Zeit (En el curso del tiempo, 1976)—, con los que tiene en común hasta detalles tan insignificantes (pero llamativos) como la presencia de un televisor encendido y sin imagen; este parentesco invita a comparaciones que han de resultar desventajosas para Akerman.
Es probable que la autora de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce - 1.080 Bruxelles (1975), suscriba las palabras de Wenders cuando dice: «En mi vida jamás he estado envuelto en historias con principio y final. He vivido situaciones, momentos, sentimientos, pero nunca tramas novelísticas. A mí lo que me interesan son las personas, sus relaciones, las reacciones ante determinadas situaciones. Nunca he creído que una película deba seguir una historia y ajustarse a una trama.» (En Dezine, núm. 5). Sin embargo, esta postura, en sí tan comprensible como razonable, encierra ciertos peligros que Wenders ha sabido eludir mejor que Akerman. En efecto, cuando se sustituye una historia por una mera trayectoria, la exención de desarrollar un argumento tiene por contrapartida la necesidad imperiosa de inventar varios, que el filme no narra, pero que nos cuentan los numerosos personajes secundarios que ocupan el hueco dejado en el filme por la ausencia de un protagonista fuerte de trama y de dramatismo. Del interés de tales personajes y de sus vidas o ilusiones, del acierto en la elección y dirección de los actores que, en muy poco tiempo, sin hacer otra cosa que hablar, tratarán de darles vida, depende, en última instancia, el éxito de este tipo de películas, que suelen ser episódicas, deshilvanadas y descentradas; el protagonista se reduce a cumplir una función de hilo conductor, de receptor —que mira o escucha, generalmente en silencio—, a menudo pasivo —pues se limita a desplazarse espacialmente durante un cierto tiempo, sin apenas desvelarse—, que actúa fundamentalmente como revelador de los demás (de ahí que, pese a ocupar el lugar del espectador del filme, éste tenga dificultades para identificarse con él, precisamente por ser un mero espectador). Todo ello hace que, salvo casos excepcionales —como Alicia en las ciudades y En el cursodel tiempo, seguramente por ser dos los viajeros y establecerse entre ellos un cierto diálogo o contraste—, este tipo de películas sean irregular e intermitentemente apasionantes o indiferentes, en función de lo que a cada cual puedan importarle los seres que los protagonistas —siempre de paso y reacios a comprometerse— encuentren en su camino (y lo que cuentan).
Personalmente, entre las personas que Anna conoce o vuelve a ver durante su recorrido Essen-Colonia-Bruselas-París, por ferrocarril, encuentros patéticos y conmovedores a los solitarios —uno, estático y abandonado; otro, condenado a errar en busca de la felicidad— interpretados, respectivamente, por Helmut Griem y Hanss Zischler —el «kamikaze» de En el curso del tiempo—, cuyos monólogos —en inseguro francés con acento alemán— me parecen lo mejor de la película; en cambio, no consigo interesarme por la gente que Anna conocía ya (Magali Noel, Lea Massari y Jean-Pierre Cassel). De la protagonista, cineasta de veintiocho años, que es, sin duda, el álter ego de Chantal Anne Akerman, no se llega a saber gran cosa, aunque inspire cierta curiosidad: sólo cuenta una historia, frente a las cinco que escucha atentamente, con paciencia, pero sin opinar ni responder otra cosa que «Sí» o «Ah, bueno», siempre a una distancia segura, defensiva, casi indiferente; sólo la agradable o inteligentemente discreta interpretación de Aurore Clément —sobre todo, cuando sonríe tímida y misteriosamente, o cuando canta a palo seco una larga canción para Cassel—, impide que su personaje parezca excesivamente frío, apático e insensible, lo que dado a que se nos obliga a acompañarla durante más de dos horas, hubiese hundido la película.
Un segundo problema que plantea la road movie europea —aunque aquí sea ferrocarril, y no carretera, la estructura es la misma— es el del empleo del tiempo. Al no haber mucho que narrar y carecer de impulso dramático, se da en este género una propensión al derroche de metraje que pocas veces beneficia al filme —tal vez sólo En el curso del tiempo, porque su paso es parte del tema, porque una vez superadas las dos horas y media se sitúa uno en otras perspectivas, y porque Wenders supo modular el ritmo cuidadosamente, justifique su duración, aunque podía haber sido menor o todavía mayor— y que se dedica a la descripción, a veces morosa, del ambiente. Al que le guste viajar en tren, asomado a la ventanilla y ver desfilar el paisaje nocturno, las ciudades dormidas y distantes, las estaciones desiertas y llamativa e irregularmente iluminadas, y no rehúya la conversación con desconocidos y tenga tendencia a que la gente le haga confidencias, le será fácil aguantar sin impaciencia los tiempos de espera, comprenderá el tenue feeling de esta película privada y poco llamativa; el que nunca haya pasado media hora contemplando simplemente la noche, y prefiera viajar dormido, se verá tentado a hacer precisamente esto último durante buena parte del recorrido que Chantal Akerman, por mediación de la encantadora Aurore Clément, nos propone sin insistencia.
En “Casablanca” nº 1 (enero de 1981)
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