TRAYECTORIA DE UNA ESTRELLA FUGAZ
Desesperado, febril, violento, lírico, nocturno, apasionado, inmaduro, generoso fue Nicholas Ray (1911-1979). Heredero de Murnau y Jean Vigo, padre electivo de Jean-Luc Godard, Ray fue el poeta de la noche, primero (They Live by Night, Llamad a cualquier puerta, On Dangerous Ground, In a Lonely Place), y del fuego, más tarde (Johnny Guitar, Busca tu refugio, Rebelde sin causa, La verdadera historia de Jesse James), continuador con otros medios de los más sombríos y alucinados representantes del romanticismo alemán (Novalis, Jean-Paul Richter, Georg Trakl). Su paso por el cine fue una rimbaudiana saison en enfer, breve pero agitada, torturada y conflictiva: antes de ser destruido y condenado definitivamente al silencio (Europa, Bronston, el alcohol y la droga), hizo de su obra una constante e insegura caminata hacia la madurez y la serenidad, a partir del temblor y la nostalgia por una armonía perdida o inhallada, tal vez soñada pero obstinadamente perseguida. Sus primeras películas pintan con desgarro, pesimismo y ternura el choque entre sus protagonistas adolescentes —introvertidos, idealistas, soñadores— y la áspera realidad del mundo que, en cualquier tiempo y lugar, les ha tocado habitar. Sus personajes, inocentes, frágiles, desesperados e indefensos, desconocen la prudencia y la astucia, la resignación y el compromiso.
«La habitación está llena de sombra; vagamente se oye
de dos niños el triste y suave susurro.
Su frente se inclina, todavía apesadumbrada por el sueño,
bajo la larga cortina blanca que tiembla y se levanta…
—Afuera los pájaros se acercan frioleros;
su ala se adormece bajo el tono gris de los cielos;
y el Año Nuevo, a continuación brumoso,
dejando arrastrar los pliegues de su vestido nevoso,
sonríe con lágrimas, y canta tiritando…»
(Arthur Rimbaud)
La misma maldición que a los jóvenes amantes acosa a los primeros personajes adultos de Ray (Dixon Steele-Humphrey Bogart en In a Lonely Place, Jim Wilson-Robert Ryan en On Dangerous Ground, Jeff McCloud-Robert Mitchum en The Lusty Men): inmaduros, crispados, errantes, condenados al desequilibrio y a la inestabilidad, abocados a la soledad y el fracaso; seres que sufren, como Antonin Artaud, «una fatiga de comienzo del mundo, la sensación de tener que acarrear su cuerpo, un sentimiento de fragilidad increíble, y que se torna quebrantador dolor». Ray podría decir, también como Artaud: «Yo he elegido el dominio del dolor y de la sombra como otros el del resplandor y el de la acumulación de la materia».
Es así como Nick Ray, buceando en las simas del desgarramiento y la angustia, intentó durante años buscar una salida por la que escapar del desdichado destino que tan íntimamente compartía con sus personajes. Una mirada perpleja al mundo, desde el rincón inhóspito de una sensibilidad herida, culpa en principio al omnipotente Destino de todas sus desgracias: no es, pues, extraño, que Ray comience su carrera tras las pisadas del todavía joven Fritz Lang recién llegado a América, y adopte como lema el título del más patético film del autor vienés: Sólo se vive una vez. Los personajes de Ray, maltrechos, viven de noche, ocultos, en la sombra, corriendo a ciegas en busca de un refugio. En una etapa posterior, Ray se atreve a darle cara al mundo, a mirar de frente lo que le rodea, y ve en la sociedad y la familia los estigmas de la destrucción, las raíces del mal: Busca tu refugio, Rebelde sin causa, Bigger Than Life, La verdadera historia de Jesse James. Una solución posible, aunque improbable, difícil de alcanzar y, más aún, de mantener, se vislumbra en la pareja: condenada en They Live by Night, minada desde dentro en In a Lonely Place, se intuye más duradera en la unión de los adultos James Cagney y Viveca Lindfors de Busca tu refugio (aunque el adolescente solitario muere), se promete al final de Rebelde sin causa(sobre el cadáver de otro pobre chico que no tenía a nadie), vive efímeramente en La verdadera historia de Jesse James, hasta que, por fin, en Chicago, año 30 (1958), los malheridos Cyd Charisse y Robert Taylor aúnan lo que les queda de sus fuerzas e ilusiones gastadas y logran salvarse de la violencia y la corrupción en que estaban sumidos. Si el final de Party Girl deja a sus maduros protagonistas juntos y con vida, pero como en suspenso, es porque su improbable —y tal vez pírrica— victoria tiene algo de declaración de principios, de toma de postura moral: Ray cree —o quiere creer— posible la conquista de un cierto —por precario que sea— equilibrio, de una relativa estabilidad que permita soportar la existencia y proyectar una vida futura en común que ya no deniega a sus personajes:
«Y nosotros, que pensamos en una felicidad
creciente, sentimos la emoción
que casi anonada
cuando algo feliz se derrumba.»
(Rainer Maria Rilke)
El paso siguiente sería The Savage Innocents/Ombre bianche (1960), o la serenidad alcanzada. Por primera vez en la obra de Ray —compárese con ese film tan próximo pero tan crispado que es Wind Across the Everglades, inmediatamente anterior a Party Girl—, el hombre se desenvuelve libremente, a solas, fuera de una sociedad hostil y peligrosa, «civilizada» (es decir, reglamentada, compartimentada, vigilada). El entorno del esquimal Inuk (Anthony Quinn) es la Naturaleza; una Naturaleza nada idealizada, no paradisíaca, sino llena de peligros, dura, difícil para vivir en ella, pero con la que no hay que enfrentarse. La actitud de Inuk es de aceptación, de naturalidad: ya no hay crisis, ni rechazo, ni evasión; no es posible la huida ni el repliegue; no siente temor ni conoce la desesperación. Inuk se desplaza en línea recta —sin obstáculos, sin dar rodeos, sin tener que ocultarse— a través de la inmensa y constante llanura helada, blanca, lisa, desierta, en grandes planos generales fijos que cruza de un extremo a otro del formato (Technirama) elegido por Ray, sin rupturas, sin fragmentación, sin que el espacio estalle en mil pedazos dislocados ni los movimientos queden interrumpidos, quebrados apenas esbozados, por los cambios de plano; es un espacio abierto, estable, continuo, amplio, en el que todo cabe y puede convivir. La mirada de Ray se ha nivelado con el mundo que contempla, la vida no es ya una sobrecogedora amenaza, un dintel infranqueable, un viaje al fondo de la noche. La existencia es, al final, continua libertad de movimientos, no un rompecabezas ni un caos inestable y sacudido por cataclismos imprevisibles. Ya no puede decirse, como escribía Rimbaud en 1896, a los quince años, «Se siente, en todo ello, que algo falta», sino que una nueva actitud y un nuevo propósito se han abierto camino en la conciencia de Ray: «La última inocencia y la última timidez. Dicho está. No imputar al mundo mis hastíos ni mis traiciones», o bien: «Aquello pasó. Hoy sé saludar la belleza (Rimbaud, 1873).
Este es el hombre que, a finales de 1960, a punto de cumplir los cincuenta años y sintiéndose en plena madurez creadora, cree hallar en Europa la libertad y la comprensión que ha echado en falta en América y se las promete muy felices, sin saber que iba a meterse en la boca del lobo. De la sartén al fuego: Bronston mutila Rey de Reyes, le impide luego hacer 55 días en Pekín tal como quería, le destroza; Ray enferma y abandona, se hunde en el alcohol y la desesperación, se embarca en un proceso de autodestrucción; siguen años de tentativas condenadas de antemano al fracaso, de vagabundeo por Europa —se le ve en Varsovia, en París, en Yugoslavia, en Alemania, buscando financiación, mendigando confianza, renunciando— y América; experimenta con «video», da clases de cine, actúa en El amigo americano; rueda con sus alumnos un film que nunca acabó definitivamente, We Can’t Go Home Again(1973) —¡qué título, aparte de la alusión a Thomas Wolf, tan terriblemente lúcido!—, y un misterioso sketch del film erótico-tristón Wet Dreams: The Janitor/Der Hausmeister (1974); durante años, se dijo que estaba a punto de rodar algo atractivamente titulado City Blues, y que tal vez algún día acabase su film sobre el juicio de los «Siete de Chicago»; pero no fue así, no pudo ser. Se diría que era imposible que Ray volviese a ser él mismo: su tiempo había pasado; ni siquiera Wim Wenders, mientras esperaba el momento de iniciar el rodaje de su Hammett, pudo devolverle la cámara, y tuvo que contentarse con filmar su muerte en Lightning Over Water (Nick’s Movie), que quizá podamos ver este mismo año.
Terminaba así la vida y la obra de un cineasta que, durante diez años, fue de los más grandes, pero que siempre pareció destinado —tal era su entrega, tanta la intensidad de sus películas—, como Murnau, como Vigo, como (en cierto sentido) Godard, a una carrera veloz pero breve. No era, ciertamente, un corredor de fondo; carecía de la paciencia, de la resistencia física y psíquica necesarias para pactar con los productores y hacer un film personal de cada cuatro o renunciar al cine hasta lograr la libertad suficiente para llevar a la práctica sus proyectos. En su permanente lucha con los productores, en su afán de dar todo de sí mismo en cada película. Ray se fue quemando, hasta gastar en 22 films las energías que a otro cineasta le hubiesen permitido hacer el doble o el triple.
Ray fue siempre, y de forma extrañamente consciente en un director americano, un autor. A través de todas sus películas —incluso las menos controladas y las más mutiladas— trató siempre de expresar sus ideas, sus sentimientos, su visión del mundo. Como cine de ideas formulado plásticamente, a través del color y la planificación, encontramos en la obra de Ray un claro precedente de la del Godard que hizo À bout de souffle, Le Petit Soldat, Les Carabiniers, Le Mépris, Bande à part, Alphaville, Pierrot le Fou, Masculin féminin, Made in U.S.A., películas que llevan aún más lejos, hasta el límite, los descubrimientos y las intuiciones de Ray, aplicándolos a otras ideas; incluso es posible, como el autor de Johnny Guitar, pretendía, que Godard se inspirase en sus inéditos experimentos con «vídeo» para hacer Número deux. En consecuencia, en el cine de Ray cada encuadre, cada mancha de color, cada desplazamiento de un actor, cada cambio de ángulo, cada puntuación musical, cada travelling será, como decía Godard, una cuestión moral, y encerrará un significado que habrá que elucidar. «Pintor de ideas», como se autodefinió una vez Godard, fue Ray también; por ello hay que analizar sus pinceladas, la mezcla de pinturas de su paleta, la violencia o la simplicidad brutal del trazo, el material del lienzo, y observar los colores dominantes, seguir la trayectoria de su mirada, para llegar a conocer sus ideas, a comprenderlas, y a ver cómo evolucionan con el tiempo. Para sentirlas no hace falta tanto: basta con ver sus películas, porque Ray siempre demostró el acierto de Nicolás de Staël cuando afirmó: «Nunca se pinta lo que se ve o se cree ver. Se pinta en mil vibraciones el golpe recibido».
Frente al juego sincopado de luces y colores o sombras que se retuercen y se encorvan para expresar y comunicar el dolor y la angustia más febriles, frente a las esquirlas incandescentes que forman las anteriores películas de Ray —Johnny Guitar, Rebelde sin causa, La verdadera historia de Jesse James, Wind Across the Everglades, Party Girl— en Los dientes del diablo predominaban los planos amplios y estables, las simples líneas rectas, el blanco y el azul repartiéndose en el encuadre inmenso y liberado; Ray no era ya Van Gogh —«He querido pintar con el rojo y el verde las terribles pasiones humanas»—, su mirada había ganado en objetividad y campo de visión, en madurez, lo perdido en subjetivismo lacerado, aunque no en apasionamiento: el rojo —la sangre— no era ya un signo de muerte y de violencia, ni dominaba la imagen, sino que destacaba como excepción en la casi uniformidad cromática del film (la blancura); y esta violencia era admitida como necesaria, como natural: en las llanuras polares la sangre es señal de vida (la muerte de un oso o una foca permite sobrevivir a Inuk y los suyos; la sangre caliente de un perro sacrificado devuelve la circulación a las manos congeladas del policía que encarna Peter O'Toole). Incluso la muerte de un ser humano era comprendida, aceptada como parte de la vida: el lento travelling de retroceso que nos aleja de la anciana Pontee sentada sobre la nieve a esperar la muerte —pues se ha convertido, desdentada y débil, en una boca inútil, en una carga para su familia— no expresa tristeza, sino que, al seguir una trayectoria diferente a la del trineo en que la abandonan su hija Asiak (Yoko Tani) y su yerno Inuk —es decir, al no convertirse en un plano subjetivo de éstos—, integra su muerte en el paisaje, en la Naturaleza, en el ciclo vital y en un encuadre impasible. Los esquimales de Ray no juzgan la vida, se limitan a vivirla. Por eso, en su sencillez e inocencia, desconocen la angustia y rechazan, primero, la noción de pecado que el predicador intenta inculcarles y, más tarde, la de culpabilidad que traen consigo los policías. Tal vez por eso sea la pareja formada por Inuk y Asiak —tercera serena, tras las de Busca tu refugio y Party Girl, la única en toda la obra de Ray que tiene un hijo, demostrando con ello su confianza en la vida y en el futuro. No hay en ellos, al contrario que en casi todos los protagonistas de Ray, temor, ni timidez enfermiza, ni secretos o mentiras, sino espontánea sinceridad, vitalidad. No se esconden, no huyen de nada, no buscan refugios ni corren a ciegas, y para ellos la noche —la larga noche polar— no significa angustia, soledad o incertidumbre sino reposo. Estamos muy lejos del terror cósmico que infundía a Plato (Sal Mineo) el fin del mundo anunciado en el «planetarium» de Rebel Without a Cause (1955), de la inquietud que sentía Jim Stark (James Dean) al contemplar su cielo estrellado artificial, al enfrentarse con un barrio nuevo, unos nuevos compañeros de clase o unos chicos con navajas; también han quedado atrás las volteretas subjetivas de una cámara demasiado cercana a los personajes, y los encuadres desequilibrados, descentrados, de otros films: en The Savage Innocents la cámara permanece siempre tranquila, deslizándose suavemente en lentas panorámicas horizontales, abarcando en el interior de un mismo y vasto encuadre a los hombres y el paisaje que les circunda, unidad espacial que traduce sensiblemente una convivencia armónica y serena entre las personas y de éstas con su entorno físico.
Lo que no podremos saber nunca, dado que Ray ha muerto sin poder acabar un film enteramente libre desde entonces, es si el apaciguamiento, la reconciliación con el mundo que supone The Savage Innocents fue un sentimiento efímero, y consecuencia de una evasión de la sociedad americana y el encuentro de un refugio entre los primitivos (es decir, que a Ray ya no le interesaban ni los Estados Unidos ni la civilización occidental, que daba por imposible para él vivir en ella y que había partido en busca de otro mundo, otra moral, otras costumbres), o si respondía más bien a que había adoptado, para hacer precisamente esa película, una actitud de etnólogo (1), y le había sucedido lo mismo que a Claude Lévi-Strauss: «Algunas decisiones o algunos modos de acción, cuando soy testigo presencial de los mismos en mi propia sociedad, me indignan y me asquean, mientras que, si observo actuaciones análogas, o relativamente semejantes, en las sociedades llamadas “primitivas”, no siento en mí ni siquiera el asomo de un juicio de valor. Trato de comprender por qué son así las cosas, y parto incluso, del postulado de que, puesto que estas formas de actuar, estas actitudes, existen, debe haber una razón que las explique». Esta parece haber sido, en todo caso, la postura final de Ray en la película, ya que no ofrece solución alguna al enfrentamiento de las dos culturas que contrapone: el drama queda irresuelto, tal vez porque Ray comprendió que la vida esquimal no suponía para él una alternativa viable. Con todo, Ray parecía, en 1960, haberse librado de la desesperación: podría haber dicho, con Rilke: «He aquí lo que llamamos destino: estar enfrente y nada más, siempre enfrente», aunque quizá fuese a sumirse inmediatamente, de nuevo, en la confusión:
« Y nosotros: espectadores, siempre, por doquier,
vueltos hacia todo, pero jamás hacia la lejanía.
Las cosas nos desbordan. Las ordenamos. Se disgregan.
Las ordenamos nuevamente y nos disgregamos nosotros.
¿Quién nos colocó así, de espaldas, de modo que,
hagamos lo que hagamos, siempre estamos
en la actitud de aquél que se marcha? Como aquél
que, sobre la postrera colina que le muestra todo el valle,
por última vez se vuelve, se detiene, se demora,
así vivimos nosotros, siempre de despedida.»
Sin embargo, Ray siguió todavía, durante algún tiempo, haciendo cine, o al menos, durante más tiempo aún, intentándolo, supongo que «porque estar aquí es mucho, y porque, al perecer, todo lo de aquí nos necesita, estas cosas efímeras, que de un modo tan extraño nos incumben. A nosotros, los más efímeros. Cada cosa, una vez, sólo una vez. Una vez y nada más. Y también nosotros una vez, aunque no sea más que una sola: haber sido terrenal no parece revocable.» Este puede haber sido el destino de Nicholas Ray, oscuramente presentido, sin saberlo, por Rilke:
«Tardos y rezagados
nos imponemos de pronto a los vientos,
para caer luego en un estanque indiferente.
En nuestra conciencia se dan a la vez florecer y marchitarse.
Y todavía en alguna parte viven leones, que nada saben
de impotencia, mientras dura su esplendor.»
RAY Y EL «WESTERN»
Tanto el espacio dedicado a esta introducción a la obra de Nicholas Ray como la atención que en ella se presta a un film muy concreto, The Savage Innocents, pueden hacer necesaria una explicación, en la medida en que se apartan, en apariencia al menos, del contenido anunciado de este artículo.
Aun a costa de postponer un poco más la «entrada en materia», creo oportuno dedicar unas líneas a justificar este planteamiento, que puede considerarse evasivo.
En primer lugar, tengo la impresión, por los que conozco, de que los cinéfilos que tienen diez o quince años menos que yo apenas han visto películas de Ray, y casi ni han oído hablar de él (cosa no extraña, ya que el último film de este director, además de no ser totalmente suyo ni muy bueno, se estrenó hace diecisiete temporadas). Algunos han leído viejos textos de los críticos-cineastas de Cahiers, de sus seguidores anglosajones, italianos o españoles, y no han sido capaces de establecer una correspondencia entre lo que éstos escribían y las películas de Ray, ya muy antiguas, en absoluto desorden y a menudo en malas condiciones —sin Scope, sin color—, que han podido ver por televisión. En consecuencia, no me parece del todo fuera de lugar intentar transmitirles lo que muchos hemos sentido, hace ya mucho tiempo, viendo las apasionadas películas de Nicholas Ray, uno de esos cineastas que nunca alcanzaron la perfección, la serenidad y la profundidad de los más grandes viejos maestros pero que, sin embargo, han sido decisivos en nuestra afición al cine. No sólo entonces, incluso ahora, cuando consigo volver a verlas, hay pocas películas que me conmuevan y emocionen, que con tanta fuerza me revelen o sugieran por aproximación las posibilidades del cine, como Party Girl, Johnny Guitar (1954), The Savage Innocents, Wind Across the Everglades (1958), On Dangerous Ground (1950), Run for Cover (Busca tu refugio, 1954), The Lusty Men (1952), In a Lonely Place (1950), Rebel Without a Cause y Bigger Than Life (1956), por mencionar tan sólo las que más me gustan, teniendo en cuenta que conozco toda la obra de Ray, salvo Bitter Victory(1957), We Can’t Go Home Again y lo que hiciese él de Lightning Over Water (1980).
En segundo lugar, The Savage Innocents me parece no sólo una de las grandes obras maestras de Ray, sino además, en cierto sentido, la culminación de su trayectoria creadora, y un buen término de comparación para abordar sus «westerns». En efecto, tanto The Savage Innocents como Wind Across the Everglades, por no ser films de ambiente urbano, tienen una relación con los «westerns» de este cineasta mucho mayor que Rebelde sin causa, Bigger Than Life o Party Girl: en estos últimos, como, por lo demás en Knock on Any Door (Llamad a cualquier puerta, 1949), In a Lonely Place, On Dangerous Ground e incluso Hot Blood (Sangre caliente, 1956), existe una «civilización» que está ausente de los manglares de Florida de Wind Across the Everglades o de las llanuras árticas de The Savage Innocents y que está empezando a contaminar, en mayor o menor medida, el Oeste decimonónico de Johnny Guitar, Run for Cover y The True Story of Jesse James y, más todavía, el actual de The Lusty Men.
Hay que advertir, ante todo, que Nicholas Ray no tiene nada de típico director de «westerns». No se trata de que hiciese únicamente cuatro, y uno de ellos situado en pleno siglo XX y en el mundo del rodeo —como The Misfits (Vidas rebeldes, 1961) de Huston, Junior Bonner (1972) de Peckinpah, J. W. Coop (1972) de Cliff Robertson, When the Legends Die (Cuando mueren las leyendas, 1972) de Stuart Millar, The Honkers (Los centauros, 1972) de Steve Ihnat, que muy dudosamente pueden adscribirse al género—, sino de que es un marco, un haz de convenciones formales y morales que no parece particularmente afín a la visión del mundo ni a los problemas que suele plantear Ray. Podría decir, incluso, pese a incluir sus cuatro «westerns» entre lo mejor de su obra y a considerar Johnny Guitar como el más sublime exponente del género —junto con The Searchers (Centauros del desierto, 1956) de Ford y Red River (Río Rojo, 1948) de Hawks—, que nada debe este cineasta al «western» ni este género a Ray. Para el autor de Party Girl el Oeste es un lugar como cualquier otro, y su «conquista» representa tan sólo un momento crítico —y por ello revelador— de la historia de América. Encuentro muy significativo, por ejemplo, que el primer «western» de Ray lo sea tan sólo en un sentido nato, más geográfico que genérico, que su acción no sea violenta y suceda en 1952, y que sea el octavo film de este director, realizado cuando tenía ya cuarenta años.
Además, al contrario que Ford o Mann, Ray no demostró nunca el menor interés por la realidad histórica del Oeste. Truffaut calificó de «western féerique» su Johnny Guitar, comparándolo con La Belle et la Bête (La bella y la bestia, 1946) de Jean Cocteau, y tanto el director como Philip Yordan, firmante del guión (escrito con Ben Maddow y el propio Ray, que no figuran en títulos de crédito ni filmografías) han admitido que la acción y los personajes de esta película tienen más relación con la caza de brujas desencadenada a finales de los años 40 y comienzos de los 50 en Hollywood que con la situación existente en los alrededores de Red Butte, Arizona, en el último tercio del siglo pasado (2). Sin por ello forzar la alegoría ni lanzarse en pos del anacronismo, no puede decirse que Ray aspire a presentarnos el Oeste más que como un territorio de ficción, a mitad de camino entre el sueño y la leyenda. The True Story of Jesse James, con independencia de su dudoso respeto a los hechos, se llama así por imposición de la Fox, y muy en contra de los deseos de Ray, que quería filmar —y, en parte, lo consiguió— The Legend of Jesse James y darle una tonalidad de balada que queda explícita en la escena final de la película, con el ciego trovador que se aleja de la escena del crimen cantando «Jesse James was a man who lived outside the law…». Busca tu refugio tiene por escenario el Oeste y por época el siglo XIX lo mismo que podría desarrollarse en Chicago hacia 1930 o en los suburbios de Los Ángeles en 1949, con la ventaja de que los sucesos violentos e incontrolados que el film narra resultan más verosímiles y épicos en el marco de un género que permite un grado de estilización tan acentuado como el «western». Tan sólo The Lusty Men, que acaece en la época en que se realizó el film, tenía que situarse geográficamente en lo que, un tanto vagamente, puede llamarse «el Oeste», ya que para entonces no era fácil encontrar una forma de vida nómada en otro ambiente que el del rodeo.
Dos aspectos, pues, atraen a Ray del «western»: su arraigo en el «folklore» americano, y la libertad de expresión indirecta que sus flexibles pero coherentes convenciones formales ofrecen a un cineasta interesado por comunicar sus reflexiones morales acerca de la soledad, el desarraigo y la violencia. Pero no es un género que le permita hallarse a sí mismo —como lo fue para Anthony Mann o Budd Boetticher—, sino uno más, tan útil como el thriller y tal vez menos que la ausencia de un código genérico definido. De hecho, los cuatro «westerns» de Nicholas Ray son muy heterodoxos, completamente marginales y sin descendencia en el género: aunque ciertos planos de The Wild Bunch (Grupo salvaje, 1969) de Peckinpah parecen sacados de La verdadera historia de Jesse James, tal vez procedan realmente, como algunos films de Ray, del Jesse James (1939) de Henry King… y más le debe a Johnny Guitar el Godard de Pierrot le fou que ningún cineasta americano. Por otra parte, los antecedentes de los «westerns» de Ray son también un tanto exóticos: Rancho Notorious (Encubridora, 1952) de Fritz Lang para Johnny Guitar, I Shot Jesse James (Balas vengadoras, 1949) de Fuller —más que el King citado o su secuela languiana The Return of Frank James (La venganza de Frank James, 1940)— para The True Story of Jesse James.
THE LUSTY MEN (1952)
El primer «western» de Ray marca el final de una etapa, la primera de las cuatro en que podría dividirse su carrera, la que comprende más films ajenos a sus preocupaciones —junto con cuatro obras maestras— pues con The Lusty Men dio por terminado su contrato con la R.K.O., para la que realizó seis películas —más dos cedido a la productora de Humphrey Bogart, Santana, que distribuía a través de la Columbia— y rehízo en parte otras cuatro (Androcles and the Lion de Chester Erskine, Macao y Jet Pilot de Sternberg y The Racket de John Cromwell). Fue, además, su última película en blanco y negro, con la excepción de Bitter Victory.
The Lusty Men es una de las películas más perfectas y «acabadas» de Ray, que enlaza directamente con On Dangerous Ground e In a Lonely Place y prefigura ciertos aspectos de Johnny Guitar.
Sobria y precisa cómo tan sólo In a Lonely Place en toda su obra, The Lusty Men cuenta, como luego otras películas de Ray, el encuentro cargado de consecuencias de un solitario (Davey Bishop en Busca tu refugio, Plato en Rebelde sin causa) y una pareja en proceso de formación (Matt Dow y Helga Swenson, Jim Stark y Judy, respectivamente), con la diferencia de que aquí tanto el desarraigado Jeff McCloud (Robert Mitchum) como el matrimonio deseoso de echar raíces que componen Wes (Arthur Kennedy) y Louise (Susan Hayward) Merritt son ya adultos, y de una edad semejante, aunque como jinete de rodeo Jeff sea un veterano a punto de emprender la retirada y Wes tan sólo un principiante, lo que hace que The Lusty Men tenga algo de film de aprendizaje, como Run for Cover, al mismo tiempo que anuncia las relaciones triangulares de Johnny Guitar, Vienna y Dancing Kid.
Como el policía Jim Wilson (Robert Ryan) de On Dangerous Ground y el violento guionista Dixon Steele (Humphrey Bogart) de In a Lonely Place, como también, en menor medida, Johnny Guitar (Sterling Hayden), Jeff McCloud ha envejecido sin superar totalmente la adolescencia ni conquistar la serenidad. Su vida libre —sin ataduras— y errante constituye para Wes Merritt una tentación que entra en conflicto con las aspiraciones de Louise, que desea llevar una vida estable y tranquila y ve en Jeff una influencia corruptora, un rival y un enemigo. Como siempre se desea lo que no se tiene, Jeff envidia a Wes precisamente el refugio que puede suponer Louise, y se enamora de ella. Como es habitual en Ray —y esa puede ser una de las causas principales del olvido en que ha caído su obra, ya que actualmente no se lleva la sutileza—, las relaciones complejas que se establecen entre estos tres personajes están dadas fundamentalmente a través de los gestos y las miradas, más allá del guión y de los diálogos y no todavía mediante el empleo del color y el decorado: si lo verdaderamente importante de las películas de Ray permanece siempre subterráneo e implícito, en las mejores obras de esta primera etapa hace falta prestar una particular atención a los más mínimos detalles para penetrar en su secreto; el método de Ray responde plenamente a esa maravillosa escena de In a Lonely Place en la que Steele explica a Laurel Gray (Gloria Grahame), mientras preparan el desayuno en la cocina, que en una película, para describir el amor existente entre dos personajes, no hay que hacerles decir «te amo» ni frases parecidas, sino mostrarles por la mañana juntos, tal como son, hablando de cosas banales.
Como Bowie (Farley Granger) y Keechie (Cathy O'Donnell) en They Live by Night, Steele y Laurel, Vienna y Johnny Guitar, Matt Dow y Helga, Judy y Jim Stark, Thomas Farrell (Robert Taylor) y Vicki Gaye (Cyd Charisse) en Chicago, años 30 y tantos otros personajes de Ray, Wes y Louise Merritt —sobre todo ella— aspiran a formar una auténtica pareja o crear una familia; como varios de ellos, o Ed (James Mason) y Lou (Barbara Rush) Avery en Bigger Than Life, también ambicionan —sobre todo él— mejorar de posición económica y social, en este caso comprarse un rancho y dedicarse a la cría de ganado. Pero las dificultades son grandes, a veces insuperables, y los hombres se dejan llevar por la impaciencia y recurren a la vía fácil o rápida, a menudo arriesgada o destructiva: Ed Avery trata de vivir sus sueños y olvidar la sórdida mediocridad de su existencia mediante la droga, otros intentan conseguir dinero robándolo, Wes Merritt cree ver un modo de hacer fortuna en el rodeo. Gracias a las enseñanzas y a los consejos del experimentado y curtido Jeff, Wes logra convertirse en un diestro jinete; embriagado por el éxito, abandona toda otra actividad y se consagra profesionalmente al rodeo, apartándose cada vez más de los proyectos que había soñado con Louise: cuando, en lugar de comprar una casa o el terreno de su futuro rancho, Wes adquiere una «caravana» —símbolo de nomadismo e inestabilidad—, se ve que para él los medios se han convertido en un fin. La muerte de Jeff —casi un suicidio, pues participa en un rodeo sin estar en forma, dolido por los celos de Wes y por no ser correspondido por Louise, que se mantiene fiel a su marido— será el sacrificio en el que se asiente un nuevo comienzo para la pareja; como las muertes de Davey en Busca tu refugio y Plato en Rebelde sin causa —e incluso la de Dancing Kid en Johnny Guitar— sugieren también, donde hay dos sobra un tercero: bastante difícil resulta ya que dos personas consigan convivir y entenderse como para que carguen desde el principio con un «hijo adoptivo».
La diferencia entre Jeff McCloud y otros perdedores de la obra de Ray está en su lúcida serenidad, sin duda producto de la experiencia y de los muchos golpes recibidos —el film comienza y acaba, prácticamente, con sendas caídas del personaje, la segunda mortal— y aguantados con entereza, sin pedir compasión ni darse a la desesperación o la infundada esperanza —como el Farley Granger de They Live by Night, el John Derek de Llamad a cualquier puerta y Busca tu refugio, los adolescentes de Rebelde sin causa, el jovencito Turkey (Ben Cooper) de Johnny Guitar—; es esta diferencia, sin duda, la que hace de Jeff (admirablemente encarnado por Mitchum en una de sus mejores interpretaciones) uno de los más conmovedores personajes de la carrera de Nicholas Ray, aunque carente aún de la fuerza y madurez del representado por James Cagney en Busca tu refugio, fuerza y madurez que le permiten ser, al mismo tiempo, más duro y más generoso todavía.
JOHNNY GUITAR (1954)
Sin duda alguna el mejor de los «westerns» de Ray, para mí —con Party Girl— la más grande de sus películas, la que por sí sola bastaría para asegurarle a su autor un puesto destacado en la historia del cine que aún no se le ha reconocido. No se equivocaba Truffaut cuando profetizaba, a raíz de su estreno, que el público que entonces se mostraba reticente ante Johnny Guitar se apretujaría cinco años después en los cines de arte y ensayo para volver a verla; pero, por un lado, no todo el mundo es París, y, por otro, han pasado ya veintiséis años, y en ese tiempo los gustos superficiales que se dejan arrastrar por las modas han dado ya muchos viajes de ida y vuelta como para que sea posible pronosticar si ahora, en 1980, Johnny Guitar será por fin comprendida, apreciada y, sobre todo —es lo principal, o lo primero y lo más sencillo—, sentida como la obra única, excepcional, discretamente deslumbrante y arrebatadamente lírica que es.
Hay que advertir, sin embargo, que el que muchos consideran el más hermoso «western» que se ha hecho nunca lo es tan sólo accidentalmente. No es preciso ser un amante del género para apreciar sus virtudes, del mismo modo que la falta de interés por el «western» no debiera impedir disfrutar de Johnny Guitar, que es, ante todo, una historia de amor interrumpido y reanudado cinco años después, en un después que constituye el presente de este film en que la ausencia de flashbacks no impide que sobre cada acto, cada gesto y cada mirada esté gravitando siempre, como una advertencia, una amenaza, una herida, una añoranza, el dolorido recuerdo de un pasado fracaso y de un desierto intermedio que duró cinco años. Un pasado que apenas se menciona, al que sólo se alude con pudorosa oblicuidad, pero que no se olvida, que tensa los músculos de Vienna (Joan Crawford) desde el momento en que intuye que Johnny Logan, alias «Johnny Guitar» (Sterling Hayden) ha vuelto, que despunta cada vez que sus miradas se encuentran, que es la causa de la actitud indiferente, irónica para con los demás, y para consigo mismo, que ha adoptado Johnny como coraza protectora.
Porque ambos tratan de ocultar sus heridas, de impedir que les invada la melancolía, Vienna y Johnny se han refugiado en el aislamiento, cada uno a su manera, con diferentes tácticas defensivas. Vienna se ha endurecido, ha asumido un papel masculino y se han instalado para siempre —«Me propongo ser enterrada aquí… en el siglo XX»— en un «saloon» y casino, en medio del desierto, fuera del pueblo de Red Butte, esperando que la llegada del ferrocarril la devuelva —sin tener que dar ella un solo paso— al seno de la sociedad, ya que «Vienna's» estará en el centro de la nueva ciudad que surgirá en torno a la vía férrea (ciudad soñada de la que Vienna tiene una maqueta). Ha separado totalmente su vida pública —abajo, en el «saloon»— y su vida privada —en las habitaciones de arriba, que apenas entrevemos—, y está dispuesta a defender su intimidad con un revólver: cuando la cuadrilla de airados ciudadanos encabezada por Emma Small (Mercedes McCambridge), John McIvers (Ward Bond) y el sheriff (Frank Ferguson) pretenden hacer un registro, Vienna les replica, apuntándoles desde lo alto de la escalera, «Ahí abajo vendo whisky y naipes. Todo lo que podéis conseguir aquí arriba es una bala en la cabeza». Además, ha roto con su amante, Dancing Kid (Scott Brady), no sabemos desde cuándo: tal vez desde que hizo llamar a Johnny, ostensiblemente como guitarrista, probablemente como guardaespaldas, tal vez como amante. Johnny, en cambio, se ha ablandado en apariencia: ha trocado sus armas de pistolero profesional por una guitarra, replica a las provocaciones y la bravuconería de las fuerzas vivas del pueblo, de Dancing Kid, de Turkey, de Bart Lonergan (Ernest Borgnine) sin inmutarse, diplomáticamente, con una cortesía tan excesiva que resulta irónica y ofensiva, pero que no admite respuesta, con una modestia y un «realismo» —explica que no lleva pistola porque «No soy el más rápido en desenfundar al Oeste del Pecos», cuando, de hecho, lo es, o asiste impasible al asalto de un banco sintiéndose como «un espectador de primera fila» y sin intervenir, ya que «Le tengo mucho respeto a una pistola y, además, yo aquí soy un forastero»— que provocan carcajadas, inspiran indulgencia y «quitan hierro» a las situaciones más tensas. Johnny va a lo suyo, y lo suyo es Vienna: para recobrarla ha cambiado de nombre y de oficio, y está haciendo un esfuerzo por renunciar a la violencia. Mientras Vienna ha echado raíces, Johnny ha cabalgado a solas por todo el Sudoeste, desarmado y con una guitarra a la espalda, procurando no meterse en asuntos ajenos. Pero ni uno ni otro se sientan satisfechos ni son felices: como Bowie y Keechie, Jim Wilson y la ciega Mary Walden (Ida Lupino), Dixon Steele y Laurel Gray, Matt Dow y Helga Swenson, Jim Stark y Judy, Thomas Farrell y Vicki Lester, Johnny y Vienna aspiran a juntar sus soledades para tratar de sobrevivir en un mundo hostil y violento. Pero no están dispuestos a caer en la mendicidad sentimental, no quieren suplicarse el uno al otro, ni creen en las rendiciones incondicionales; precisamente, porque, en el fondo, no han perdido la esperanza, tampoco pueden hacerse demasiadas ilusiones: así lo evidencia una de las más poéticas escenas de amor de la historia del cine, cuando —en plena noche de separado pero común insomnio, en el «saloon» desierto y casi en penumbra, entre mesas de juego y ruletas que impiden olvidar lo que está en juego y hasta qué punto su fortuna depende del azar, desde luego, pero también de la habilidad de los jugadores, con «cara de póker» tan sólo traicionada por la intensidad de sus miradas— se susurran un diálogo justamente famoso:
JOHNNY. ¿A cuántos hombres has olvidado?
VIENNA. A tantos como mujeres tú… recuerdas.
JOHNNY. ¡No te vayas!
VIENNA. No me he movido.
JOHNNY. Dime algo agradable…
VIENNA. Claro… ¿Qué quieres oír?
JOHNNY. Miénteme. Dime que todos estos años has esperado… (¡Dímelo!)
VIENNA. Todos… estos… años… he esperado.
JOHNNY. Dime que te habrías muerto si no hubiese vuelto…
VIENNA. Me habría muerto si no hubieses vuelto.
JOHNNY. Dime que todavía me amas como yo te amo.
VIENNA. Todavía… te amo… como me amas.
JOHNNY. (Gracias)… ¡Muchas gracias!
El arranque de Johnny Guitar no puede ser más tradicional: un jinete solitario atraviesa el paisaje de rocas anaranjadas y agrestes despeñaderos; viene de no se sabe dónde y va a encontrar su destino, como siempre. Súbitas explosiones de dinamita anuncian la violencia por venir y muestran cómo el progreso se abre camino a costa de la naturaleza, pero el jinete no se alarma: mira impasible, desde lo alto, igual que, segundos después, asiste sin intervenir al asalto de una diligencia, sin detener su pausada marcha. Observamos entonces que no lleva armas, que a su espalda lleva una guitarra en bandolera. El viento se levanta arrastrando la arena del desierto y con ella llega, al caer la noche, Johnny Guitar al «saloon» de Vienna. Así comienza, adentrándose poco a poco, con tranquila seguridad, con preciso empuje, en el territorio de la fantasía y la ficción, este «western» insólito, nocturno, de interiores, «de cámara», protagonizado por un pistolero desarmado, músico y poeta —¿cómo traducir con precisión el «Don’t rush the night» que le musita al barman, cómo sobre todo, transmitir el tono con que lo dice?—, que trata de dominar la violencia que lleva dentro de sí y que reprime para recobrar a Vienna, que —por ello— no hace prácticamente nada en toda la película, hasta que al final ya no le queda otro remedio —«Para luchar tienes que matar, no sé de otro modo», le había advertido a Vienna— y por una mujer más fuerte que él, más segura de sí misma, más decidida y —paradójicamente— más dispuesta a desenfundar el revólver, aunque no tanto a usarlo; y por otra mujer, histérica y furiosa, devorada por los celos, la represión sexual, el afán de dominio y la violencia, la hombruna Emma Small; y por el hombre que ella no se atreve a admitir que desea —enamorado, además, de su rival Vienna—, el «chico bailarín», simpático bandolero aficionado, y por sus tres pintorescos secuaces: el adolescente gallito y cobarde Turkey, el egocéntrico matón Bart y el tuberculoso Corey (Royal Daño, de angustiados ojos azules y luenga y desgarbada silueta, que anuncia ya su personaje de El hombre del Oeste), también por el viejo Tom (John Carradine), que muere como el caballero que siempre fue —tratando de defender a Vienna—, el ranchero McIvers, que se deja arrastrar —con una mezcla de admiración y temor— por Emma, y el sheriff, que sólo se acuerda de su deber cuando es ya demasiado tarde… una colección de personajes, en suma, que no se aparta en los más mínimo de los cánones del género, pero que los trasciende: cada uno a su manera, todos actúan por razones poéticas, y en esa motivación está la diferencia de tono, de ritmo y de forma que separa Johnny Guitar del resto de los «westerns» hechos antes o después: de ahí su teatralidad, su compleja y fluctuante dramaturgia, sus repentinos estallidos de violencia, su colorido llamativo y chocante —sólo el Jacques Tourneur de Great Day in the Morning (Una pistola al amanecer, 1956) y el Lang de Rancho Notorious se han aproximado al delirante contraste creado por Harry Stradling y Ray con ayuda del efímero Trucolor, que lejos de ser «true» (auténtico) parece trucado hasta el irrealismo onírico y hace pensar más en Van Gogh que en Frederic Remington—, la importancia que cobran la música de Victor Young y la inolvidable canción de Peggy Lee. Porque Johnny Guitar está cerca de Written on the Wind (Escrito sobre el viento, 1956 de Douglas Sirk, y no pretende hablarnos sobre el viejo Oeste americano sino sobre las turbulentas pasiones —el amor y el odio, el miedo y el orgullo, la codicia y la violencia— humanas.
RUN FOR COVER (BUSCA TU REFUGIO, 1954)
Siempre me ha llamado la atención la escasa fama de esta película, para mí una de las mejores y más perfectas, posiblemente la más madura, amarga y equilibrada de cuantas hizo Nicholas Ray. Nadie parece acordarse de ella, nunca se menciona, ni se incluye en votaciones de los mejores «westerns», tal vez porque al mencionarse este género en relación con Ray se piensa indefectiblemente en Johnny Guitar. Menos original en apariencia, desde luego más modesta, no llamó la atención de la crítica ni del público en el momento de su estreno y nunca se ha repuesto ni se ha convertido en un objeto de «culto» para los cinéfilos: habrá que esperar a que se reconozca a James Cagney como uno de los más grandes actores del cine americano y confiar en que, a remolque de homenajes y «ciclos retrospectivos», ahora que Ray ha muerto, alguien con suficiente prestigio y capacidad para imponer sus gustos descubra los valores de Busca tu refugio.
Si hiciera falta a estas alturas —y no estoy muy seguro de que no la haga— demostrar que Nicholas Ray fue uno de los autores cinematográficos más coherentes —tanto en su temática como en la forma de expresarla plástica, dramática y narrativamente— del cine americano, o del cine a secas, yo elegiría Busca tu refugio, película que, desde su título mismo, ilustra a la perfección, y de la forma más completa y resumida posible, el mundo y los personajes de este cineasta, su manera de entender el cine y la existencia. Por ello, voy a limitarme a comentar su desarrollo, pues no precisa exégesis alguna, no se presta, por su propia austera serenidad, al desbordamiento emocional al que Johnny Guitar casi obliga a sus admiradores.
Este film, posiblemente la más «maldita» de las obras maestras de Ray, representa simultáneamente —de ahí su valor y su importancia— el máximo exponente del pesimismo de Ray y la muestra más clara de su fe en que, a pesar de todo, por mucho esfuerzo que requiera, es posible alcanzar la felicidad. Nunca la mala suerte se ha abatido tan inclementemente sobre los personajes de Ray —ni siquiera en They Live by Night— nunca la adversidad les ha golpeado tan repetidamente; nunca el destino, el azar y el carácter que —según Dilthey— forman la misteriosa trama de la vida han sido menos propicios que en Busca tu refugio, pero tampoco en ninguna otra de las películas de Ray —ni en Johnny Guitar, ni en Party Girl, ni siquiera en Los dientes del diablo— ha sido tan sólido, tan seguro, tan prometedor o ha tenido tantas posibilidades de ser duradero y permanente el amor de los personajes: ninguna de las parejas adultas que Ray nos muestra unidas cuando aparece la palabra «Fin» ha tenido, pese a su edad relativamente madura —Cagney 56 años, Viveca Lindfors 35—, tanto futuro, aunque no fácil, desde luego, ni libre de un pasado difícil de olvidar.
En un paisaje aún más agreste y seco que el de Johnny Guitar —pero filmado de la misma manera—, un jinete ya no joven, Matt Dow (James Cagney) se acerca a beber a un río; llega de pronto, sin avisar, un chico de 20 años, Davey Bishop (John Derek, el Nick Romano de Knock on Any Door), Matt se sobresalta y le encañona; se increpan y acaban dándose la mano antes de seguir camino juntos. Sus disparos a un halcón son interpretados como una señal por los hombres del ferrocarril, que piensan que se trata de un nuevo asalto como el que se produjo hace un mes y que, atemorizados prematuramente, les echan la saca del dinero, para sorpresa de Matt y Davey. Este último parece sentir la tentación de quedárselo, pero Matt —que no confía «en nadie, cuando se trata de dinero»— se adelanta proponiendo ir al pueblo de Madison a devolverlo. Por desgracia el tren llega antes que ellos, y denuncian el asalto; rápidamente se forma una patrulla de perseguidores —de nuevo la cuadrilla de linchamiento de Johnny Guitar, que, bien lo sabía el pistolero, «se mueve y piensa como un animal», o la de The True Story of Jesse James—, que les rodea, sin que el sheriff (Ray Teal, especialista en papeles de villano) quiera darles la oportunidad de rendirse y explicarse. Matt apenas tiene tiempo de gritarle a Davey «¡Cuidado, hijo!» antes de que abran fuego y les hieran. Cogen a Matt, tratan de ahorcarle, le golpean, hasta que reconocen a Davey, gravemente herido, y les conducen al pueblo, donde Matt hace confesar su cobarde precipitación a los vigilantes del tren, que piden perdón y se culpan entre sí. Matt replica que venía a ver si le gustaba el pueblo, para quedarse, y que ha visto que no, y se va a buscar a Davey en la granja del sueco Swenson (Jean Hersholt) y su hija Helga (Viveca Lindfors), que han recogido al joven huérfano, con tres heridas de gravedad y una pierna destrozada. En una escena de admirable intimidad, mientras Helga le cura su herida, Matt le cuenta que su hijo —que murió hace diez años— tendría la edad de Davey, que se siente responsable por haber hecho que éste cabalgase delante de él —ya que se fijó en su mirada al caerles encima el dinero, y no se fio de él— y que su mujer se divorció de él hace tiempo. Matt se queda en casa de los Swenson, cuidando a Davey y procurando que se restablezca física y psíquicamente; cuando los habitantes de Madison tratan de reparar su error y hacer algo, como pagar el médico, por ejemplo, Matt les pide libros para el chico. Entre Matt y Helga se establecen sólidas y tranquilas relaciones de camaradería, en un afán inconsciente de compartir soledades y melancolías. Matt ayuda al padre de Helga en las labores agrícolas y trata de rehacer la moral de Davey, que se ha ido curando, pero quedará cojo para toda la vida, por lo que está amargado, desesperado, lleno de autocompasión, y de rencor hacia los demás. Se cae al suelo al tratar de levantarse, y Matt le obliga a volver a ponerse en pie, a hacer un esfuerzo y sobreponerse. Cuando Davey rechaza violentamente la reparación que el pueblo le ofrece, Matt acepta el cargo de Sheriff y pide al joven que sea su ayudante, porque es más rápido con el revólver y le necesita, aunque no confía plenamente en él: como perro viejo y escarmentado que es, no ha olvidado el brillo de la tentación en sus ojos, y le preocupan sus rasgos neuróticos. Mientras tanto, Matt ha ido descubriendo en Helga a una mujer decidida, valerosa y honrada, y se le declara en una de las más hermosas escenas de amor que recuerdo, no sólo en una obra tan rica en ellas como la de Ray, sino en todo el cine que he visto. Davey, siempre descontento y quejumbroso, se lamenta del poco trabajo que tienen y de lo rutinario que resulta, sin saber que, justo en el instante en que él confiesa al fin a Matt que tuvo la tentación de quedarse con el dinero el día que se conocieron, dos hombres están asaltando el banco y han sido reconocidos por el cajero, por lo que Matt deja a su inválido ayudante encargado de custodiar al primero de los salteadores, ya detenido, y sale en persecución de Morgan (Ernest Borgnine); éste trata de sobornarle para que le deje escapar, pero Matt no cede, y le garantiza que tanto él como su cómplice tendrán un juicio justo; al llegar al pueblo, sin embargo, oyen bullicio festivo y ven colgado al otro: Davey, que tuvo miedo, dice que le falló la pierna y no pudo impedirlo, y ofrece a Matt su estrella de latón, que éste rechaza. Cuando Morgan provoca a Davey y le hace dudar de Matt, el joven claudicante pide una nueva oportunidad, y el sheriff le encomienda llevar al preso fuera del condado, mientras él, se ocupa de arrestar a los linchadores, cuyo cabecilla (Jack Lambert) se resiste. Matt desarma a todos y cierra la cantina, pero el juez se limita a imponerles una ridícula multa de 5 dólares; llega la noticia de que Davey está malherido: Morgan le engañó y escapó. Pero la vida continúa: Matt, con cómica y conmovedora timidez, insinúa a Helga, clara y decidida en su aceptación, que podrían casarse, y luego visita a Mr. Swenson para pedirle la mano de su hija mientras juegan una partida de ajedrez. El domingo, la comunidad reunida en la iglesia canta himnos religiosos, pero uno tras otro va callándose al percatarse de la aparición de unos bandidos; su estupor aumenta al ver que uno de ellos reconoce en Matt a un antiguo compañero de presidio; cuando, tras volar la caja fuerte del banco y matar a Swenson, que llegaba con retraso al servicio religioso, los forajidos se van, Matt explica que pasó con el asaltante seis años en una celda, condenado injustamente por un delito del que era inocente tan sólo porque se parecía a otro hombre (como el Falso culpable de Hitchcock); como los habitantes de Madison no parecen convencidos, Matt rechaza la placa de sheriff y parte tras los fugitivos diciendo que quien quiera puede ayudarle: el renqueante Davey le contempla un momento y decide sumarse a la patrulla. Pero hay que atravesar una zona desértica en territorio comanche, y todos se excusan o vuelven a insinuar desconfianza hacia Matt, de modo que siguen solos éste y Davey. Sorprendidos por una tormenta de arena, Davey aprovecha la escasa visibilidad y dispara contra Matt por la espalda, para detenerle e impedir que descubra su complicidad con los bandidos, y que dejó libre a Morgan; le propone unirse a la banda, pero Matt se niega; pronto descubren que los comanches acabaron con ellos, y Davey recoge el dinero de los cadáveres. En el camino de regreso al pueblo —y aquí se ve que nos hallamos ante un tratamiento muy original y personal del tema clásico del «western» que es la enseñanza de un hombre maduro a uno joven, y que a Ray no le preocupa en exceso la exactitud histórica—, Davey reprocha a Matt no quererle realmente por sí mismo, sino buscar en él un sustituto de su hijo muerto —oyó su conversación con Helga en el porche—, mientras los indios les persiguen. Matt ofrece a Davey una «segunda oportunidad» —que es la tercera o la cuarta, por lo menos—, ya que es el único que sabe de su participación en el asalto. Cuando los indios se acercan, Davey trata de huir, y Matt se lo impide, esperando que pasen de largo; pasan el día escondidos, para tratar de huir sin ser vistos, por la noche, a pie primero y luego a nado, por el río, pero Matt, herido, no puede nadar, y pide a Davey que le ayude; Davey no le hace caso y gana la orilla, lo mismo que Matt, que ha logrado agarrarse a un tronco, poco después; pese a estar herido, Matt sigue las huellas de Davey, y llega a la cima de una meseta en la que descubre un poblado indio abandonado, que los bandidos usaban como guarida y depósito de armas. Oye a Davey y Morgan, que planean volver por los 85.000 dólares de botín; Matt mata —desde lo alto, con el brazo en cabestrillo sobre la estrella de sheriff— a Morgan, y amenaza a Davey con ahorcarle, para escarmiento de otro joven, calificándole de «pequeña serpiente» y negándole toda confianza: cuando le está diciendo «Tú no eres bueno», Davey ve que Morgan, aún con vida, trata de alcanzar su revólver, y le dispara, al tiempo que Matt, creyendo que era para matarle a él, abre fuego contra el joven; cuando se da cuenta de que Davey trataba de salvarle la vida ya es tarde (la expresión de agonía de Cagney en ese momento es impresionante). Herido, Matt retorna a Madison; los del pueblo cruzan el río hacia él, que les echa la saca de dinero («Con mis mejores deseos») y cruza el río hasta llegar a Helga. Se abrazan, ella pregunta y él responde «Davey ha muerto».
Debo insistir en que si, por una vez y muy en contra de mis hábitos críticos, he contado tan minuciosamente como mi memoria y mis apuntes me permiten— pues hace ya cinco años que la vi por última vez— el desarrollo argumental de esta película, es simplemente porque compendia admirablemente los dos temas que más han preocupado a Ray a lo largo de su carrera —la soledad de los jóvenes delincuentes marginados, física o moralmente inválidos; la necesidad de conquistar un cierto grado de madurez y serenidad para constituir una pareja con esperanzas de supervivencia—, resolviéndolos con realismo —es decir, trágicamente, a un alto precio pero sin dar por imposible la felicidad— y sin echar la culpa de todo ni a la sociedad en bloque —como en They Live by Night, y sobre todo, Knock on Any Door—, ni a los padres, adoptivos o reales —como en Rebelde sin causa—, sino tratando de calibrar con la mayor precisión y el máximo equilibrio posible el tanto de responsabilidad que corresponde a cada uno de los personajes, a la mala suerte y a la sociedad. No creo preciso abundar en la belleza formal de la película: baste decir que es una versión más sobria, más austera y menos febril del estilo de Johnny Guitar —es decir, un término medio entre ésta y The Lusty Men—, que permite a Ray expresarse con la mayor concisión y claridad, pese a que, en teoría Ray no tuvo nada que ver con el guión — firmado por Winston Miller— ni con el argumento —de los peligrosos Harriet Frank, Jr. & Irving Ravetch, célebres por sus atentados contra la obra de Faulkner—, Busca tu refugio sería —aunque Ray no se sintiera muy satisfecho de ella— la mejor introducción al mundo, la visión y el estilo de Nicholas Ray que puedo imaginar: no en vano ocupa un lugar cronológicamente central en su filmografía.
THE TRUE STORY OF JESSE JAMES (LA VERDADERA HISTORIA DE JESSE JAMES, 1957)
El último «western» de Nicholas Ray es, por causas ajenas a su voluntad, el menos logrado de los cuatro que hizo; y es una lástima, porque pudo ser de los mejores: visualmente, pese a todo, es una de las películas más hermosas, fascinantes y audaces de este director, con un empleo del ancho formato de CinemaScope impresionante, con una fotografía en Color DeLuxe de Joe MacDonald deslumbrante, con una planificación entrecortada y un sentido del espacio y el movimiento dentro de cada plano que justifican plenamente las palabras de Godard en su crítica (publicada en Cahiers du Cinéma n.° 74): «¿En qué reconocemos un film firmado por Nicholas Ray? Ante todo, por los encuadres, que saben ceñir a un actor sin asfixiarle nunca, y que de algún modo saben hacer tangibles y claras nociones tan abstractas como las de Libertad y Destino.»
Y es que The True Story of Jesse James fue víctima, como tantos otros films de Ray, pero más que ninguno de los restantes «westerns» (3), de las interferencias de los productores y de los problemas de rodaje; aquí la lucha empezó pronto, desde el principio, y fue particularmente dura y obstinada: se saldó formalmente, como era inevitable, con una derrota de Ray, aunque el tiempo acabará vindicando al artista. Es cierto que La verdadera historia de Jesse James dista mucho de la perfección, y esta vez no —como otras— por culpa de Ray, sino de un productor mediocre —Herbert B. Swope, Jr.— y excesivamente deferente para con los caprichos de sus patrones; y, sin embargo, a pesar de los pesares y de las pesadas intromisiones de la Fox, un plano —casi cualquier plano— de esta película vale por las obras completas de muchos cineastas más prestigiosos que Ray, y no digamos los fragmentos —mal montados, o a contrapelo— que sobreviven del film soñado por Ray, que tienen todavía la fuerza suficiente como para conmovernos y para, además, permitirnos imaginar lo que el cineasta quiso hacer. Si se aprecia una obra de arte más por lo que tiene que por lo que le falta, si se valora más hasta dónde llega que la uniformidad o el nivel medio, La verdadera historia de Jesse James puede considerarse, con todos sus defectos y su escoria, como una obra maestra: mutilada, incompleta, inacabada, pero emocionante, reveladora, significativa, rica en enseñanzas —que no desaprovechó Godard, por ejemplo en Pierrot le fou— y de imborrable recuerdo.
Ray deseaba hacer un film decidida y explícitamente «bigger than life» —lo que significa no «más grande que la vida», cosa un tanto absurda, sino «de tamaño superior al natural», es decir, amplificado—, de dimensiones legendarias, épicas y míticas, y con tonalidad y ritmo de balada, pues Jesse James le interesaba —más que como figura histórica real— en tanto que precursor y representante ilustre de sus jóvenes rebeldes, empujados a la delincuencia y el crimen por las circunstancias sociales y familiares, por la mala suerte y por sus propios defectos. La Fox, en cambio, pretendía poner al día —por medio de Walter Newman— el guión de Nunnally Johnson que había servido de base a Henry Ring para realizar en 1939 un espléndido Jesse James (del que Ray trasladó a formato Scope algunos planos). Mientras Ray quería contar la leyenda de Jesse James, el generoso bandido adolescente, producto de la Guerra Civil y víctima de la traición precisamente cuando intentaba reinsertarse en la sociedad, la Fox se empeñó en basar su publicidad en supuestas revelaciones que al fin permitirían poner al alcance del público la «verdadera» historia de uno de los más célebres forajidos del Oeste.
Ray, que sin duda tenía mucho interés por dirigir la película, acabó por aceptar el guión que se le imponía, confiando en retocarlo durante el rodaje y en transformar mediante la puesta en escena para darle la aureola legendaria deseada —cosa que, efectivamente, logró—, y haciendo caso omiso de la artificiosa estructura cronológica prevista sobre el papel. Pero no contó con la terca obstinación de la Fox, o no supo medir bien sus propias fuerzas —pues nunca tuvo suficiente prestigio crítico ni dentro de la industria como para imponerse a la voluntad de los productores, ya que ninguna de sus películas tuvo un éxito comercial espectacular—, y se vio obligado a abandonar la sala de montaje. Y entonces Swope, Jr. se vengó: rechazando la estructura lineal esbozada por Ray en el copión, encargó —al parecer al ayudante de dirección, Joseph E. Rickards— que se rodasen unos cuantos planos —los peores de la película, con una dirección de actores que contrasta sensiblemente con el conjunto en que se incrustaron— destinados a servir de trampolín para la sucesión de flashbacks en que iba a convertirse La verdadera historia de Jesse James. Consciente de que las imágenes de Ray no se destacaban, precisamente, por su «realismo», la Fox trató de justificar su estilización y su lirismo pretendiendo que se trataba de los recuerdos de una anciana agonizante, la madre de Jesse (Agnes Moorehead), en lugar del tratamiento legendario de la visión subjetiva del protagonista, convertido por Ray en un primo hermano —o un abuelo— de sus típicos adolescentes vulnerables, inseguros y violentos, como Bowie, Nick Romano, Turkey o Davey Bishop, como Jim Stark, Plato, Buzz (Corey Allen), Goon (Dennis Hooper), Nick Adams (Moose) y demás «rebeldes sin una causa» (por la que luchar), que no «sin causa» (para rebelarse), como el Cookie La Motte (Corey Allen) de Chicago, año 30.
Es sabido que Ray detestaba los flashbacks, y que consideraba una estructura cronológicamente lineal como el medio idóneo para conseguir una progresión dramática de intensidad creciente —véanse por ejemplo, On Dangerous Ground, In a Lonely Place o Rebel Without a Cause, e incluso argumentos en los que el pasado de los personajes tiene un peso tan decisivo como los de Johnny Guitar y Party Girl—, por lo que siempre se opuso a este recurso artificial, casi siempre destinado a ocultar lagunas narrativas o eludir escenas particularmente difíciles de realizar; tan sólo A Woman’s Secret (1949) —que no le interesó lo bastante como para modificar la estructura— y Knock on Any Door —en contra de su voluntad— emplean el flashback con anterioridad a The True Story of Jesse James, y ninguna después. Lo peor es que este procedimiento, además de artificioso y torpemente realizado a posteriori —con unos largos y horribles fundidos borrosos—, resulta en esta última película particularmente absurdo, ya que la historia de los hermanos James es tan conocida que parece inútil fragmentarla y narrarla cronológicamente en orden, pero a trompicones; nada se gana con ello, ni en intensidad ni en claridad expositiva, sino que, por el contrario, sirve únicamente para interrumpir oportuna y reiterativamente la acción y destrozar el ritmo del relato, que ve su flujo obstaculizado, así como para, desdichadamente, debilitar el impacto del «crescendo» y la «fuga» finales. El efecto global de estas manipulaciones es de una pesadez notable, totalmente contraria no ya a los intereses de Ray y del espectador, sino a los de cualquier productor digno de este nombre y medianamente sensato.
Si la intervención disciplinaria del productor impide que The True Story of Jesse James, tal como hoy podemos verlo, alcance el nivel de los restantes «westerns» de Nicholas Ray, la verdad es que —con tal de que uno consiga superar la irritación e impaciencia que provocan las «vueltas» al presente o al pasado, machaconamente subrayadas— tampoco logra destruir el film ni impide que esté lleno de planos, escenas y personajes característicos de su autor, tan emocionantes como los de cualquiera de sus películas más plenamente logradas. No sólo el impresionante atraco fallido al banco de Northfield, Minnesota, el 7 de septiembre de 1876 —que ahora abre intempestivamente la película, para luego repetirse en el momento correspondiente—, la persecución de la banda por el detective de la Agencia Pinkerton y su patrulla, el acoso bajo la lluvia de la cueva en que se han refugiado los asaltantes, las alucinadas cabalgadas de los bandoleros con sus brillantes impermeables amarillos o blancos, sino, sobre todo, las breves escenas de amor entre Jesse (Robert Wagner) y Zee (Hope Lange), hechas de susurros y miradas, de frágil ternura y efímera tranquilidad, o el bautismo por inmersión de ambos en el río, a cargo del reverendo Jethro Bailey (John Carradine), o esa admirable escena nocturna cuando Jesse, rodeado de Frank (Jeffrey Hunter) y el resto de sus secuaces, llegan a la casa de Zee para recogerla y llevársela con ellos, o, por encima de cualquier otro momento de la película, la «fuga» final —ya mencionada— mediante la que Ray introduce definitivamente en la leyenda al bandido adolescente que intentó sobrevivir a su reputación y fue víctima de la codicia y el afán de celebridad de un ruin y mediocre jovencito.
FERVOR DE NICHOLAS RAY
Parafraseando el título del primer poemario de Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires (1923), quisiera ahora, a modo de epílogo, tratar de justificar el tono —tal vez demasiado exaltado— y el estilo —quizá excesivamente «literario»— con que me ha salido este artículo. No deseo presentar mis excusas a quienes pretenden, no se sabe por qué ni acierto a ver muy bien cómo, hacer de la crítica de cine —o de cualquier otra actividad artística— una rama de la ciencia, porque no las merecen ni por muchas explicaciones que les diese, llegarían a entenderme y disculparme. Sí pediría benevolencia y comprensión, en cambio, a quienes haya podido hacer perder su valioso tiempo sin acertar a decirles nada que no supiesen de antemano, sin lograr descubrirles algún aspecto de la obra de Nicholas Ray que les hubiese podido pasar desapercibido, sin conseguir comunicarles con la intensidad con que —en mi interior— lo siento mi fervor por el cine de este director muerto hace sólo unos meses, pero corroído desde hace muchos años no sólo por el cáncer sino por la ingratitud de sus admiradores de antaño y por el implacable y frívolo olvido que un día cayó sobre él.
Si estas páginas, tal vez demasiado febriles y desordenadas —como sus películas—, sin duda numerosas en exceso, lograran por casualidad —y no por mérito mío, sino de Ray— despertar el interés o avivar el recuerdo de un solo lector, me daría por satisfecho, y creería que el trabajo que me ha costado escribirlas ha valido la pena. Quiero advertir, sin embargo, que soy relativamente consciente de mis limitaciones y que sé, por ello, que al hablar de Nicholas Ray con el entusiasmo y el énfasis con que lo he hecho usurpo la palabra de un poeta: de ahí que haya recurrido a tantos, de ahí que ahora desee despedirme reproduciendo un fragmento de una carta de mi escritor favorito, citado por el que prefiero de los que aún escriben hoy en nuestra lengua en el frontispicio del volumen que recoge su Obra poética. Es Borges quien cita, Robert Louis Stevenson el que avisa: «No me dispongo a ser un poeta. Sólo un hombre de letras que hace de todo: un hombre que habla, no uno que canta… Perdona esta disculpa, pero no me gusta presentarme ante gente que tiene oído para la canción, y dejar que se suponga que no veo la diferencia.»
Pero olvidad todo esto, sufridos lectores, y corred a ver, o volver a ver, Johnny Guitar o el primer film de Ray que se ponga a vuestro alcance, porque cada vez estoy más convencido de que no hay que escribir sobre el cine, sino hacerlo, de que no hay que leer acerca de las películas, sino verlas, y de que no hay que entenderlas, sino sentirlas.
(1) Ray convivió durante dos meses con los esquimales, al igual que lo hiciera, en su juventud, con varias tribus indias.
(2) Debo confesar que, como parábola política, Johnny Guitar no tiene el menor interés: en primer lugar, porque es un aspecto que pertenece al ámbito de las intenciones, y no al de los hechos; en segundo, porque —afortunadamente— nadie que no haya leído las declaraciones de Ray o Yordan podría imaginarlo; y, por último, porque, a estas alturas, semejante ajuste de cuentas encubierto resulta irrelevante.
(3) Ida Lupino dirigió algunos planos de On Dangerous Ground, al caer Ray enfermo; lo mismo hizo, siguiendo las instrucciones y dibujos de Ray, Robert Parrish en The Lusty Men:y parece que el guionista Budd Schulberg en Wind Across the Everglades; Joseph R. Rickards añadió planos a The True Story of Jesse James; Baccio Bandini rodó la «segunda unidad» de The Savage Innocents; en King of Kings (196I) hay planos filmados por Noel Howard y Summer Williams, y en 55 Days at Pekin (1963) intervinieron bastante activamente Andrew Marton, Guy Green y Noel Howard. Además, sufrieron retoques de montaje o amputaciones de mayor o menor importancia Hot Blood, The True Story of Jesse James, Bitter Victory, Wind Across the Everglades, Partv Girl, The Savage Innocents, King of Kings y 55 Davs at Pekin, y tuvo problemas con los productores de todas estas películas y de They Live by Night (que tardó dos años en estrenarse), A Woman’s Secret y Knock on Any Door. Por último, su obra póstuma fue co-dirigida por Wim Wenders.
En “Dirigido por” nº 76, octubre-1980
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