Entre las grandes reposiciones que, afortunadamente, han vuelto a las pantallas españolas en 1966, merece destacarse (junto a Río Rojo, de Hawks, Pasión de los fuertes, de Ford, y Horizontes lejanos, de Anthony Mann) el antepenúltimo film de Charles Chaplin, Candilejas (Limelight, 1952), uno de los más grandes y más personales films que he visto.
Chaplin es universalmente conocido como un genio del cine; es un clásico. Y, sin embargo, a partir de Monsieur Verdoux (1948), su primera obra sin «Charlot», hay reticencias, sobre todo por parte de sus admiradores de mayor edad, que echan de menos el «Charlot» mudo (El Chico, La quimera del oro, El circo, Luces de la ciudad) o, «al menos», Tiempos modernos (Modern Times, 1936). Y con Limelight se empezó a hablar de «decadencia» (en realidad, esto ha ocurrido con casi todos los grandes creadores: al llegar a su madurez, sus viejos admiradores les vuelven la espalda, como a Ford, Lang, Hitchcock, Renoir, Rossellini, Dreyer, Hawks, Mizoguchi (sólo en Japón), Murnau, etc.). Un rey en Nueva York (1957) fue aún más maltratada, y es de temer que A Countess from Hong Kong (1966) sea aún menos apreciada (sin «Charlot» y hasta sin Chaplin). Resulta así que Chaplin es admirado, pero incomprendido.
Porque si se habla de decadencia al referirse a la mejor y más personal de sus obras (entre lo que yo conozco) hay que pensar que muchos admiran a Chaplin sin saber por qué, o por muy malas razones.
Tengo la impresión (parcialmente confirmada por algunas personas que la vieron entonces y ahora, y por las críticas de ambas fechas) de que cuando se estrenó en España en 1955 fue mucho peor acogida que en su reposición este año. Ello es comprensible, pues Candilejas es una obra adelantada a su tiempo. Además, la idea que de Chaplin tenía el público entonces era muy diferente de la actual. En primer lugar, no conocía a Chaplin, sino a Charlot, mientras que ahora, con más películas «sin Charlot» vistas y con un mucho mayor conocimiento de Chaplin y su biografía (por Historia de mi vida, reciente best-seller), ya no se iba «a ver a Charlot» ni «a reírse», sino «a volver a encontrar a un viejo amigo, Charles Chaplin». Y ya no se considera a Chaplin tan sólo como un cómico (por lo demás, recuerdo que, de niño, sus películas me parecían tristísimas), sino como un artista, divertido, triste, trágico y sentimental.
Donde sí se comprendió Candilejas en su época fue en Francia. No todo el mundo, claro, pero por allí andaba un verdadero crítico, llamado André Bazin, que ahora empieza a ser leído en España. Y como él dijo —y admirablemente— todo lo que se puede decir de Candilejas, remito al lector a los capítulos «Candilejas o la muerte de Molière» y «Grandeza de Candilejas» en su libro ¿Qué es el cine?, y paso a hablar no de Candilejas sino de cómo siento, qué me sugiere y por qué me entusiasma Candilejas.
Por un lado, Limelight es una de las mejores películas que se hayan hecho sobre el mundo de los actores y del espectáculo (Cantando bajo la lluvia de Kelly & Donen, Le Carrosse d'or de Renoir, Dos semanas en otra ciudad de Minnelli, El pistolero de Cheyenne de Cukor, Eva al desnudo de Mankiewicz, y pocas más); por otro lado, es una de las más perfectas muestras de lo que es el «cine de autor» (en su acepción restringida, según la cual no hay más que unos veinticinco autores cinematográficos completos en toda la Historia del Cine).
Candilejas mezcla episodios (incluso frases textuales) de la autobiografía de Chaplin con elementos de lo que podría llamarse su «anti-autobiografía» o el «negativo» de su vida. Es decir, mezcla su vida con una de sus «vidas posibles», más trágicas, que no llegó a actualizarse, pero que quizá en algún momento le rondó de cerca. Al hacer un film sobre sus temores, sobre sus dudas, Chaplin se muestra como uno de los más valientes cineastas que hay, y de los más sinceros: cuando habla del público, frente a la cámara, habla al público, y Calvero —sin maquillaje alguno— se confunde con Chaplin.
Pero es sobre todo el final lo que hace más heroico este film. Ese final que hace que Candilejas sea para mí, tras Esplendor en la yerba de Kazan, la película más triste de las muchas que he visto. Ese final que me ha hecho pensar en la muerte de Chaplin; esa muerte de Calvero, tumbado en un sillón, que no se nota casi, bajo la mirada triste, desolada, de Buster Keaton (y aquí sentí de nuevo la muerte de Keaton. ¿Y hay algo más triste que la pena de un rostro impasible?). Y una manta cubre y oculta la cara de Chaplin-Calvero muerto, un travelling de retroceso nos aleja con dignidad, y mientras suena la triste música de Candilejas, entra en campo Terry (Claire Bloom) bailando el ballet, mientras, al fondo, Buster Keaton mira, triste, la muerte de Calvero, que, podría decirse, murió haciendo reír, entregado a su público. Este travelling, entre los más sublimes que ha dado el cine (como el final de Cleopatra, de Mankiewicz, otra muerte digna), resume la puesta en escena de Chaplin, que es absolutamente moderna en todos sus factores (planificación, actores, etc.), sin rémora alguna (como alguien dijo) del cine mudo.
La muerte de Calvero me ha hecho pensar en la futura e inevitable muerte de Charles Chaplin, desgraciadamente no tan lejana como todos quisiéramos, y en el efecto que hará Candilejas cuando se vea entonces. Porque creo que hay pocos artistas, pocos hombres, a quienes el mundo deba tanta y tan noble gratitud, pues no sólo el cine, sino el público entero, de todo el mundo (¿quién no conoce a Charlot?), le deben toda una vida consagrada a profundizar sobre el hombre del modo más emocionante y más divertido que cabe.
Y creo que el primer modo de mostrar esa gratitud es conocerle, y pido un ciclo Chaplin a la Filmoteca y el estreno de The Great Dictator (1940), pues espero que ya haya en España más partidarios de Chaplin que de Hitler.
Publicado en El Noticiero Universal (7 de noviembre de 1966)
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