Tal vez dentro de unos años, cuando veamos de nuevo ciertas películas, desdeñemos el drama o minimicemos los aprietos que viven sus protagonistas, al pensar que ni se hubieran planteado tales problemas de haber tenido a su alcance un teléfono móvil; o, por lo menos, que en ellos, de no tener ocasión de pedir socorro, hubieran podido grabar la voz de su asesino, o sus propios estertores finales. Imagínense buena parte de Vértigo, la escena de Cary Grant atacado por el avión falsamente fumigador en el campo sin siembra de Con la muerte en los talones, si Roger O. Thornhill llevara, como hoy sería obligado en un ejecutivo de publicidad, su móvil en el bolsillo. O las secuencias que abren y cierran Sed de mal. O, para seguir con Orson Welles, en una versión 2003 de El proceso, o de La dama de Shanghai. Aunque es de suponer que alguien tan interesado por servirse del sonido y con tanta imaginación como Hitch y Welles hubieran encontrado rápidamente alternativas ventajosas.
Nuevas soluciones, nuevas pistas e indicios, hasta pruebas si como tales llegara a admitirlas un tribunal. Nuevas armas, formas de guiar un ejército o de conducir una manifestación (ya ha sucedido más de una vez). Modos de demandar auxilio, de acosar, de amenazar, de controlar o vigilar que el diabólico (aunque útil) aparato, hoy tan común, hace apenas diez años invento de ciencia-ficción o gadget de los servicios secretos más avanzados o fantasiosos, pone al alcance de cualquiera, por no decir de todos, incluso muchos de los que se resisten. Hoy hasta los mendigos organizados (la mayoría de los que vemos) tienen móvil y trabajan “en red”. Encuentros que no se hubieran frustrado, atrasos remediables, olvidos reparables, advertencias salvadoras. La usurpadora (Back Street) no se hubiera convertido en un melodrama; al menos, no en el que contó John M. Stahl en 1932 y luego reiteraron, con menos talento e inspiración, Robert Stevenson y David Miller. Todavía no hemos visto la versión callejera e itinerante del drama del que espera una llamada decisiva, como la que mantenía claustrofóbicamente prisionera del teléfono fijo a la Anna Magnani de Una voce umana, el episodio basado en la pieza de Jean Cocteau de L'amore de Roberto Rossellini, aunque ya apuntaba en esa dirección —al menos con inalámbricos arrojadizos— Mujeres al borde de un ataque de nervios.
Tengo la impresión, aunque a lo mejor es errónea, y hay ya excepciones, de que la introducción y amplísima difusión del móvil permite desarrollos cinematográficos que todavía no han sido plenamente aprovechados ni explorados, tal vez porque los cineastas no han reaccionado con suficiente velocidad e inventiva, o porque la mayoría de los que hoy están en activo no brillan en exceso a la hora de innovar en términos de dramaturgia, ni de inventar escenas.
¡Qué partido le habría sacado Hitchcock al invento, qué dramas hubieran urdido alrededor del móvil —cada cual a su manera— Douglas Sirk y Joseph L. Mankiewicz, John Cassavetes e Ingmar Bergman, George Cukor o Vincente Minnelli! ¿Qué llamadas de amor, qué confidencias, qué peticiones de ayuda hubiera permitido a las frágiles y solitarias criaturas de Nicholas Ray? ¿Qué inoportunas y omnipresentes llamadas de ultratumba hubieran tenido que escuchar, sin escapatoria posible, los protagonistas de Jacques Tourneur o Jean Cocteau? ¿Qué barbaridades despiadadas habrían dicho u oído los atribulados seres de Ingmar Bergman? ¿En qué muro adicional a la comunicación se hubiera convertido en el Antonioni de la etapa de la trilogía? ¿Qué enredos sentimentales y conyugales hubieran tramado Ernst Lubitsch o Sacha Guitry, o Billy Wilder, el Blake Edwards de Desayuno con diamantes y Chantaje contra una mujer, el Stanley Donen de Charada, o, quizá en clave melancólica, el Richard Quine de Un extraño en mi vida? ¿Qué señales de narcisismo o locura aparentes hubiera detectado Jacques Tati a partir de la mera observación (en trompe-l'oeil) de las conversaciones a través del móvil?
Es curioso, pero me es más fácil vislumbrar posibles alternativas y desarrollos en el cine del pasado que un uso razonable, medido y con sentido en el actual, que es el que puede aprovechar este nuevo invento puesto al alcance de las multitudes. Sólo Woody Allen, el Wes Craven de Scream, Brian De Palma y cualquier día Almodóvar parecen hoy en condiciones o con disposición de sacar partido dramático (o cómico) de este artilugio. Porque normalmente el cine no es muy ágil a la hora de incorporar elementos nuevos con capacidad de modificar estructuras narrativas y procedimientos dramáticos. Pienso que podrían haberlo hecho Jean Eustache y Maurice Pialat, Marguerite Duras y François Truffaut, ya desaparecidos, o quizá lo hagan aún Leos Carax y Philippe Garrel. No quiero ni imaginar una variante con móvil del Videodrome de David Cronenberg, y eso que el “telefonino” —como con propiedad le llaman los italianos— se presta que ni pintada para sus análisis de psicopatologías contemporáneas. Buñuel, como sordo, lo hubiera detestado; sin embargo, le hubiera ayudado a saltar de un personaje a otro con la alegría con que lo hacía en El Fantasma de la Libertad. Quizá David Lynch, Quentin Tarantino y Oliver Stone, que son irrefrenablemente contemporáneos, “normalicen” su empleo en un par de películas.
Ya empiezan a quedar datadas las películas por la presencia o ausencia del móvil; dentro de poco, por mucho que sus autores puedan detestarlo, el mínimo afán (que suele ser exagerado, como se sabe) de verosimilitud superficial les obligará a contar con él, pues no será plausible que carezcan de él determinados personajes; hasta será preciso, si no deseamos que agüen el suspense o interrumpan una escena íntima e intensa, buscar alguna treta para que no funcionen (que se haya gastado la batería, que se rompa, que no haya cobertura). Corremos también el riesgo, claro, de que se convierta en un fácil recurso para enlazar espacios y personas en el momento más (in)oportuno, sin más razón que el capricho o la conveniencia del director y los guionistas, y que las películas de rutina (la inmensa mayoría) se tornen un incesante parloteo, diálogos ilustrados de gente en movimiento y que no entra nunca en contacto físico; lo que puede ser económicamente muy rentable, dicho sea de paso, y promover el abuso al que tanto se presta el artilugio.
Como todo, pues, puede ser útil o una comodidad, un incordio o una excusa para la falta de rigor; lo que creo indiscutible, en vista de su fulgurante proliferación y de su extensión imparable entre gente de toda edad y condición, es que introduzca un elemento nuevo, además de en la vida cotidiana, en el cine. Del que quizá algunos saquen enorme provecho y hasta nueva inspiración, mientras que otros lo vean como un apéndice que agregar al zoom, la steadycam y los efectos digitales para ir de “modernos” sin fatigar las meninges.
En “Nickel Odeon” nº 32, otoño-2003
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