Tampoco El caso de Thelma Jordon, film “negro” ejemplar y más bien tardío dentro de la cronología del género, y quizá, para mi gusto, la obra cumbre de la larga y variada carrera de Robert Siodmak, se ha librado de la acusación de convencional, sin duda porque es tan característica y típica del género que buena parte de lo que se nos cuenta se nos antoja familiar y hasta lo tomamos, imprudentemente, por previsible, pese a que tanto la estrategia narrativa de Siodmak como la de su guionista (la infrecuente pero bastante ilustre Ketti Frings) y tal vez la del autor de la novela en que se basa, Marty Holland (el de Fallen Angel, ¿Ángel o diablo?, 1945, de Otto Preminger) consiguen frustrar varias veces nuestras expectativas, y además con un criterio bastante realista: no son los personajes genios del mal, de la conspiración y de la astucia criminal, sino más bien aficionados chapuceros, que cometen errores hasta cuando hacen trampas a sus cómplices o improvisan coartadas poco convincentes con premura y atolondramiento.
Vista hoy, parece The File On Thelma Jordon un perfecto arquetipo del film noir en su vertiente individualista y no institucional, que es una de las muy fértiles variantes que caben dentro del género, con su buena dosis de imaginería casi expresionista (algo en principio nada hollywoodense, pero importado por Siodmak y los restantes alemanes y centroeuropeos que enriquecieron el clasicismo americano, cuando Hitler les forzó a la emigración) y sus personajes turbios y ambiguos, contemplados con una cierta curiosidad distanciada que evita toda tentación de fomentar la identificación o simpatía del espectador con ellos. Ni el personaje convincentemente interpretado por Barbara Stanwyck ni, sobre todo, el encarnado por el muy extraño y notable actor que fue Wendell Corey parecen fiables, y más bien inspiran permanente desconfianza, cuando no cabal sospecha. Algo suena a autoindulgencia y quejumbrosería, cuando no a victimismo, en la desesperación alcoholizada del asistente de la fiscalía que interpreta Corey, algo de falsedad y disimulo se percibe en cada gesto de Stanwyck: no parecen gente de fiar, y encima se precipitan y aturullan con facilidad, se ponen nerviosos y se agitan en todas direcciones sin una idea clara de qué hacer. Tememos por su suerte, pues es lo que nos están contando, y por su futuro, aunque sin poder creer que vayan a tener mucho ni que el que les quede pueda ser muy prometedor. Lo cual basta para mantenernos intrigados, en vilo, pendientes de lo que intuimos que se proponen, casi deseando inconscientemente que se salgan con la suya o que se libren de lo peor que puede caerles encima, pero, al mismo tiempo, siempre conscientes de sus muy escasos escrúpulos y por ello, sin verdadera simpatía hacia ninguno de los dos, que reciben, en el fondo, lo que han hecho bastante para merecer.
Naturalmente, todo esto no suena a novedad y es fácil que hoy se trate, curiosamente, con cierto desdén, sin tener en cuenta que no está al alcance de cualquiera crear arquetipos ni mitos, como se siente en grado agudísimo en la mayor parte del cine que se hace hoy, que parece haberse quedado huérfano de dos de sus rasgos antaño esenciales: la fantasía y la imaginación, como prueba la abundancia –que tampoco es nueva, pero nunca tan abrumadora– de secuelas, series, remakes y versiones traspuestas de un género o una época a otro u otra. Si añadimos que Siodmak, como tantos muy hábiles artesanos que procuraban no aburrir y sacar el máximo partido de los argumentos que les encomendaban, está hoy olvidado –aunque tuvo mucho prestigio tanto en Alemania y Francia como en Estados Unidos, casi tanto como William Dieterle, Georg Wilhelm Pabst o Fritz Lang– y nada de moda, parece oportuno revisar películas como las suyas, que podrían aún servir de ejemplos en varios aspectos. Fíjense, por ejemplo, en la intrincadísima trama, llena de giros y con un nutrido elenco de personajes secundarios –entre ellos uno siempre descuidado o maltratado, el de la esposa engañada que interpreta Joan Tetzel–, que Siodmak cuenta magistralmente en tan sólo cien minutos; de rodarse hoy un remake, apuesto que la misma historia, peor narrada, exigiría como poco dos horas y cuarto, si no se inflaba y estiraba hasta convertirse en una serie de televisión.
Cineclub Santander, agosto-2020
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