Lo más extraordinario de esta película –que tiene la osadía de durar un poco más de cuatro horas– es que, en una época en la que se desdeña o se desconoce el viejo y muy noble arte de narrar, se empeña precisamente en contar no una sino varias historias, que para colmo no son o pretenden ser –como hoy casi todas, con coartada harto sospechosa– «basadas en sucesos reales» sino que ni siquiera aspiran a resultar verosímiles o plausibles, sino que se presentan divertidamente como pura ficción. Y esa es su gracia, invitar al juego secular que se establece entre el narrador y el narrado basándose en lo narrado.
No es, ciertamente, la primera vez que los argentinos –de siempre propensos al relato y más bien proclives a desentenderse del realismo como de un fardo enojoso, toda su literatura está plagada de ejemplos ilustres– se atreven a cosa parecida, y a mi entender loable y altamente disfrutable, pero no se ejercitaban en el arte de contar cuentos cinematográficos desde hacía algunos años y hasta ahora no lo habían hecho en tales dimensiones, que a la vez amplifican la laberíntica aventura y la comprometen un poco: como se sabe, contar varias historias obliga, bajo la amenaza de dejar «cabos sueltos», a darles finales sucesivos, y esa acumulación en cascada de cierres puede impacientar o prolongarse fácilmente en exceso; de ahí que no sea infrecuente la conclusión elíptica, como la urdida por Buñuel en la supremamente admirable El Ángel Exterminador (1962). El anuncio de una repetición, el anudarse de un fin circular o los puntos suspensivos dejados a la imaginación del espectador son las soluciones a ese problema brindadas coincidentemente por las máximas muestras del subgénero, obra siempre de grandes maestros: The Birds (Los pájaros, 1963) o Family Plot (1976) de Alfred Hitchcock, o la ya mencionada de Luis Buñuel y Simón del Desierto (1965), Belle de jour (1967), La Voie Lactée (1968), Tristana (1970), Le Charme discret de la bourgeoisie (1972),Le Fantôme de la liberté(1974) y Cet obscur objet de désir (1977).
Pero ese riesgo tiene su valor, y valía la pena correrlo, pues de lo contrario el juego y el relato hubieran sido menos divertidos y no tan gratamente sorprendentes, más previsible lo narrado y menos audaz la apuesta. De hecho, el final, para mí algo anticlimático y plásticamente más pobre, del último episodio, aunque lleve el film a una desembocadura levemente decepcionante, era un precio que era preciso pagar para no convertir todo el film en un mero juego manierista o un ejercicio de estilo, un poco lo que venía a suceder cuando la angustiosa The Woman in the Window (La mujer del cuadro, 1944) de Fritz Lang resulta ser un sueño, una vulgar pesadilla. De ocurrir tal cosa, el asombroso primer film largo de Mariano Llinás quedaría totalmente desprovisto del suspense y del sentimiento trágico que impregna su verdadero modelo, Invasión (1969), el gran film de Hugo Santiago escrito por Jorge Luis Borges y su frecuente cómplice Adolfo Bioy Casares. En justicia circular, Llinás produce hoy un nuevo film bonaerense de Santiago, El cielo del centauro.
Publicado en el librito que acompaña al pack de dvds de la película editado por Intermedio en 2017
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