viernes, 30 de junio de 2023

The Black Marble (Harold Becker, 1980)

CONFIESO no haber leído ninguna de las novelas de Joseph Wambaugh, pero trataré de cubrir esta laguna tan pronto como pueda. Autor de varios best-sellers, inspirados por sus experiencias en el Cuerpo de Policía de Los Angeles, e insatisfecho de las adaptaciones cinematográficas de The New Centurions y The Choirboys, dirigidas respectivamente por Richard Fleischer (Los nuevos centuriones, 1972, una obra maestra) y Robert Aldrich (La patrulla de los inmorales, 1977, una notable farsa trágica), Wambaugh decidió controlar de cerca las versiones de sus libros y contrató al británico Harold Becker para que dirigiese la antipática y eficaz The Onion Field (El campo de cebollas), en 1979, y The Black Marble (que debiera llamarse «la negra» o «la china», aunque cualquiera de esos títulos resultaría ambiguo), en 1980. Lo curioso es el cambio de tonalidad que se ha producido en esta última película, y que, al estar realizada por la misma persona que la anterior, sería arriesgado atribuir a Becker. Tal vez Wambaugh dejase cuentas pendientes con sus antiguos jefes y compañeros y ahora, una vez saldadas, se sienta más sereno y dispuesto a contar historias menos sensacionalistas, más privadas y menos relacionadas con la institución policial. The Black Marble es una comedia agridulce, sentimental y romántica, deliberada o desafiantemente «pasada de moda», con algo del espíritu de Time After Time (Los pasajeros del tiempo, 1979, la memorable «ópera prima» del novelista Nicholas Meyer, y con ciertos puntos de contacto —muy soterrados, puede que inconscientes o casuales, sin que quepa sospechar imitación— con la célebre comedia de Ernst Lubitsch Ninotchka (1939). Hace mucho que no la he vuelvo a ver, por lo que me sería difícil precisar este parentesco; pero encuentro notables paralelismos entre la historia de amor que cuentan Becker y Wambaugh y la de Greta Garbo y Melvyn Douglas, en el guión de Billy Wilder que dirigió Lubitsch; el mero hecho de que se me haya venido a la cabeza el recuerdo de una comedia situada en París, en vísperas de la segunda guerra mundial, mientras contemplaba una película policiaca cuya acción transcurre en los alrededores de Hollywood, en 1980, es ya significativo. Tal vez sea cuestión de sentimientos, de actitud hacia los personajes, de inclinación al romanticismo a pesar de la sordidez del entorno; quizá se deba, además, a que, en ambas películas, asistimos al choque de dos mundos y a la paulatina captación de la virtuosa representante de uno de ellos por el vituperado exponente de los vicios y peligros del otro, seducción en la que el alcohol —champagne francés allí, vodka ruso aquí— desempeña una importante función desinhibidora, convertido, con el baile y la música, en aliado del bigotudo «playboy» parisino encarnado por Melvyn Douglas y del —también maduro y bigotudo— policía alcoholizado y solitario de origen ruso. Estos dos hombres, enfrentados inicialmente a sus respectivas parejas —una comisaria soviética y una sargento encargadas de vigilarles—, responden tentadoramente con el lujo, el brillo y la comodidad de París, y con el desorden y el sentimentalismo eslavo, sin duda convencidos de que sus puritanas —por idealismo o por realismo interesado, tanto da— oponentes acabarán por sentirse subyugadas por lo prohibido y detestado, por el riesgo y la aventura, por la idea de ser infieles a su propio código de conducta, y de que se dejarán llevar, atraer, envolver en un abrazo, para terminar por dejarse raptar de la «normalidad», que habían elegido en un principio y en la que, evidentemente, no se sentían felices.

Pero The Black Marble no es sólo la historia de amor —intermitente, marginal, «periféric» a la trama narrativa, difícil y «melancólic», a la par que bastante «cómic»— de los sargentos A. M. Valnikov (Robert Foxworth) y Natalie Zimmerman (Paula Prentiss), convertidos en «Andrushka» y «Natasha» por obra del vodka y del afecto que se resisten a confesarse mutuamente; él, porque no quiere hacerse esperanzas ni meterse en líos; ella, porque no le conviene y porque tiene otros planes más cómodos. Es, al mismo tiempo, un caso policial pintoresco e insignificante, pero complicado y peligroso por la desesperación del culpable y por la considerable dosis de impericia de que hace gala en su actividad delictiva. Si Robert Foxworth y la añorada Paula Prentiss están excelentes, el mejor actor de la película resulta el delgaducho Harry Dean Stanton, que interpreta a Philo Skinner, un peluquero de perros de concurso acosado por los cobradores de deudas de apuestas que trata de conseguir urgentemente una importante suma para compensar sus reiteradas pérdidas y salvar el pellejo, para lo que rapta a la perrita de una solterona, aún atractiva y a la que cree millonaria (por supuesto, equivocadamente). Corren de su cuenta las escenas más cómicas y también las más llenas de tensión de la película, de la que actúa como motor, ya que es su situación la que desencadena el drama y rompe la rutina de las misiones de patrulla encomendadas a Valnikov y Natalie.

De hecho, ahí está el fallo de la película, el defecto menor que impide que sea una gran comedia o un gran thriller; aunque no quisiera en modo alguno renunciar ni a la historia de amor de Valnikov y Natalie, ni tampoco a las tristes peripecias del perdedor nato que encarna Harry Dean Stanton, lo cierto es que ni Wambaugh —argumento y guión— ni Harold Becker han conseguido darle a The Black Marble una estructura lo bastante sólida como para que ambas tramas se entrecrucen e impulsen con naturalidad, enriqueciéndose mutuamente; tampoco —y éste es un reproche del que se libran cada vez menos las películas americanas de los últimos años— han sabido infundirle un ritmo lo suficientemente rápido como para que no se le noten las «costuras», de modo que el paso de una trama a otra resulta casi siempre un poco forzado y artificioso, y supone una caída de tensión o una interrupción inoportuna. Si esta película tuviese más punch, o se hubiesen atrevido sus autores a prescindir —dejándolo para una futura empresa conjunta— de alguno de sus elementos, es posible, e incluso probable, que The Black Marble fuese una obra de apariencia aún más modesta y de alcance popular todavía más limitado, pero más lograda y coherente, más divertida o más emocionante, o ambas cosas a la vez, pero más intensamente. Tal vez Wambaugh no sea un guionista demasiado experto, y Harold Becker está, que yo sepa, empezando su carrera de director cinematográfico, por lo cual su error es comprensible, pero pienso que un veterano, aún juvenil, como Blake Edwards hubiera sido la persona indicada para llevar a buen puerto —al mejor puerto— esta prometedora intriga.

Publicado en “Casablanca” nº 6, junio-1981

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