domingo, 4 de junio de 2023

La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969)

Cuando Ibáñez Serrador realiza su primer film, lleva a sus espaldas una larga experiencia como director de Historias para no dormir, una celebrada serie televisiva que, como La residencia, entra de lleno en el «cine de terror», un género muy concreto, generalmente despreciado y que ha dado al cine algunas obras maestras. Se podía esperar que un «experto» en la materia (que ha contado con un argumento de Juan Tébar, gran aficionado al género), con medios abundantes, un rodaje desusadamente dilatado y actores extranjeros, nos diera una obra interesante —o al menos respetable— dentro de este tipo de cine, que tan poca fortuna ha tenido en nuestro país, aparte de los intentos de Jesús Franco, en especial Gritos en la noche, la más aceptable.

Sin embargo, pese a lo poco exigente que se suele ser cuando, en medio de exámenes, uno va al cine menos de lo que quisiera, La residencia me parece una película totalmente fracasada. Para empezar, nos encontramos ante un planteamiento tan manido que permite prever, desde el principio, el desarrollo ulterior del film. Como es frecuente en películas vocacionalmente (en España suelen quedarse a este nivel) pornográficas, se nos introduce en un lugar cerrado (cárcel, residencia) en el que conviven numerosas mujeres (a ser posible de mala reputación), bajo la vigilancia de una sádica (preferentemente lesbiana) y un triángulo (probablemente lésbico) de «favoritas», igualmente crueles. Entre estas mujeres se sugieren relaciones sexuales, de dominio y de odio, que justifican murmuraciones, peleas, estallidos de violencia, etc. sin olvidar torturas, latigazos, intentos de fuga, rebeliones y otros sucesos espectaculares. Los hombres suelen resultar escasos —y por tanto codiciados— y suele haber uno, de mayor relieve, que es el «sátiro» (H. Lom en 99 mujeres, de Jesús Franco) y, si fuera menester, el asesino. Como estas cosas «no pasan en España», se elige un país extranjero, más o menos exótico o inquietante. Al ajustarse perfectamente a este conocido esquema, La residencia no puede en ningún momento sorprender, y resulta muy aburrida. Lo más patético es que el director de esta «historia para dormir» se empeña en darnos un «susto» cada cinco minutos, casi siempre por medio de la música (verdaderamente aterradora, eso sí), que se eleva de volumen aún más, lo cual resulta doloroso para los oídos, ya que constantemente subraya la ausencia de interés de la película. Naturalmente, la residencia es una inmensa y oscura mansión, barrocamente decorada, llena de esquinas y rincones todavía más sombríos y de estatuas que, en medio del maremoto producido por los movimientos arbitrarios de la cámara, intentan parecer acechantes individuos de mala catadura. En medio de tanta falsa alarma, cada cierto tiempo una jovencita es degollada, a cámara lenta y con gran derroche de hemoglobina. Mientras tanto, el tedio se hace amo de la residencia, por mucho que Ibáñez Serrador multiplique absurdamente las falsas pistas —pues no importa ni quien muere ni quien mata— o copie El joven Törless. Lo malo es que ha querido imitar —que no aprender— la lección de Psicosis: la ominosa residencia hace eco a cierto motel de carretera, la malvada y sospechosísima (y por tanto inocente) directora, Mme. Fourneaux (Lilli Palmer) tiene un hijo, Luis (John Moulder Brown), al que, dominantemente, mantiene encerrado, sin permitir que se trate con las chicas, repitiéndole una y otra vez «Ninguna es digna de ti, lo que tú necesitas es una mujer como yo, que te quiera como yo». Sugerido el complejo de Edipo y la relación incestuosa (ese beso en la boca que la música y un fundido «en amarillo» subrayan, como diciendo «qué escándalo»), vemos que Luis es un voyeur y que se ve en secreto con la primera víctima. Muerta ésta, se pone en relación con Teresa (Cristina Galbó), aparente heroína (ya que la hemos acompañado siempre, y con ella nos ha sido descrito el lugar) del film, que es asesinada —como Janet Leigh en Psicosis— mucho antes de que el film se acerque a su final. Lo malo es que, al estar esta muerte precedida por otra (aún más efectista), pierde impacto, y además, para atreverse a matar a media película el «vehículo de identificación» del espectador es necesario que esta identificación —y por tanto el personaje— exista, y ni Teresa existe ni la conocemos, ni puede importarnos nada lo que le ocurra.

Entonces surge el problema de sustituir por otra a la protagonista muerta, y aquí viene la única idea original de la película, desgraciadamente ABSURDA: la nueva víctima en potencia es la sádica Irene (Mary Maude), que en la escena anterior perseguía a Teresa, tras obligarla a escapar a base de humillaciones y atropellos (en un desván decorado con grabados de mujeres desnudas). Me parece mecánico y ridículo pretender que el espectador se preocupe por la cómplice de la directora, por la verdugo del lugar, a la que cinco minutos antes se presentaba como odiosa. Encima, muerta Irene, se ve reemplazada en este cometido de «víctima» por Mme. Fourneaux, que, engañosamente presentada como culpable, perseguía a Irene un segundo antes. Naturalmente, el culpable de todo es Luis, que mataba a sus amiguitas para cortarles parte del cuerpo y formar así una réplica (muy «Frankenstein») de su madre, que, podrida, parece ser un esqueleto disfrazado (como el de Psicosis). Luis encierra a su madre con la momia, y se sienta a sonreír en foto fija (otra vez Psycho).

Sobre la película, poco hay que decir: es fea, aburrida, torpe, absurda, pero sobre todo efectista (la planificación y el montaje se ocupan de no dejar ver nada: primera sesión de azotes, por ejemplo) y burda, en especial en su abundante recurso al más primario montaje paralelo: alternancia insistente de planos ultracortos de paliza/rezos, por un lado, y el leñero haciendo el amor con la chica de turno/el hilo entrando por el ojo de la aguja de todas las demás, muertas de envidia, durante la clase de costura. Cuando se tiene tan poco respeto por el público y por el cine, cuando se intenta juguetear con el espectador —y no se sabe jugar—, cuando se busca el sensacionalismo barato (y casi imaginario) para reprimidos, por mero afán de lucro, cuando se manufactura un producto de consumo verdaderamente inconsumible, lo lógico sería que el público rechazara la película. Sin embargo, resulta que La residencia lleva catorce semanas —y durará aún más— en un cine de estreno, agotándose las entradas en todas sus sesiones, y siendo aplaudida con el beneplácito de la crítica rutinaria. Me parece muy grave que el público español haya llegado a tal estado que no sabe ya reconocer sus propios intereses, dando su dinero precisamente a aquellas películas que —como ésta, o las de Lazaga, Aguirre o Rafael Gil— le insultan y le consideran un subnormal cuyo mal gusto y mentalidad deforme hay que atender rebajándose hasta su nivel. Porque mientras las cosas sigan así, me parece muy difícil que el cine español —no dos o tres directores aislados— pueda mejorar.

En Nuestro cine nº 95 (marzo de 1970)

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