viernes, 9 de junio de 2023

Sus años dorados (Emilio Martínez-Lázaro, 1980)

Al igual que el último Godard, Sauve qui peut (la vie), el segundo largo de Emilio Martínez-Lázaro es un film en bruto, que prescinde de introducciones y explicaciones y carece de un protagonista que sirva de hilo conductor, posiblemente porque no hay más trama que la que tejen cada día el paso del tiempo, una realidad circundante opresiva o poco estimulante y el ir y venir —a menudo Inútil, siempre azaroso y sin rumbo definido— de los seres, bastante numerosos y de importancia equivalente, que pueblan la película con su malestar, su soledad, su resignación, su desgana… que, más que vivir, sobreviven, y no porque hayan de enfrentarse a pruebas terribles —sino más bien sórdidas y prolongadas, cuando no permanentes— ni a grandes enemigos: aquí el papel de villano lo desempeña —como advirtió ya hace tiempo el olvidado teólogo autodidacta alemán Immanuel Faust Seemann— la mismísima realidad, una realidad ciertamente inhóspita, frustrante e irrespirable, capaz de derrotar con facilidad a cualquiera que no tenga los necesarios arrestos.

Sus años dorados pinta un cuadro —mitad mosaico y mitad radiografía— sencillamente desolador. Sin ceder nunca al melodrama, sin lamentarse, eludiendo el panfleto, pero sin conformarse tampoco con aplastar la nariz contra el frío cristal del naturalismo —tantas veces deformante, a menudo amplificador, más traslúcido que transparente—, Emilio Martínez-Lázaro sigue la pista del comprensible desaliento de muchos que ahora son jóvenes y tienen que ir envejeciendo en este país de todos los demonios. Resulta que, aunque algunas cosas han cambiado —forzoso es admitirlo— para bien, éste sigue siendo un lugar solitario y difícilmente habitable: el trabajo —que no es ninguna bendición— escasea, el que puede lograrse rara vez es interesante; el enemigo se ha desdibujado, los ideales se han resquebrajado ni siquiera se ha hecho la mínima limpieza indispensable. Pero Sus años dorados no dice nada de esto, ni falta que hace; no ofrece siquiera el desahogo de la rabia, ni el consuelo del apocalipsis; es más bien un acta —esperemos que no de defunción—, quizá un diagnóstico precoz de los males enquistados o en incubación que aquejan a una sociedad enferma o, en el mejor de los casos, convaleciente, con la palidez macilenta y la debilidad de quien lleva cuarenta años de postración o presidio. No trato de matar moscas a cañonazos, ni pretendo acomplejar al personal —suponiendo, y sería mucho optimismo, que tal referencia diga todavía algo a alguien—, pero no había visto nada tan impresionante desde Germania, anno zero (1947) de Rossellini: la misma impasibilidad, idéntica falta de asideros —pues Luis (José Pedro Carrión), tal vez el personaje que más tiempo está en pantalla, excluye toda identificación— y de soluciones ilusas o prefabricadas, pero también, al mismo tiempo, un semejante rechazo del pesimismo, de la misantropía y de la queja, ya que los individuos que Martínez-Lázaro muestra —nos invita a acompañar y contemplar— merecen nuestra atención y son perfectamente comprensibles, se trate de jóvenes —Luis, María, Lola (Mireia Ros), Miguel, Carmen (Marisa Paredes)— desplazados o de hombres ya mayores —Fermín (Luis Politti), los encarnados por Agustín González, Eduardo Calvo, Antonio Gamero, Walter Vidarte, Roberto Camardiel y Francisco Merino— automarginados de la sociedad, precisamente porque no son «casos» ni «representan» grupos o sectores de la población. Sin ser un documental, Sus años dorados es un documento auténtico y veraz —casi sin proponérselo, desde luego sin proclamarlo— acerca de una parte muy concreta del Madrid de 1980; porque, si es un testimonio, lo es como «de pasada», por añadidura, y gracias a un tono que no debe calificarse de «frío», sino de cool —en el sentido en que se aplica este adjetivo a cierto tipo de jazz: pienso en el Oliver Nelson de Night Lights, en McCoy Tyner, Manny Albam o Johnny Hodges—, a una estructura sin esqueleto visible, que deja sitio al azar de los encuentros y de los desencuentros, que evita la oscuridad arbitraria sin inyectar dramatismo —si el film durase 4 horas, haría pensar en Out 1: Spectre (1972) de Rivette; con sus 95 minutos, lo asocio un poco con las Cuatro noches de un soñador (1971) de Bresson—, sino dejando que la tensión surja como por sí sola, bruscamente, en la penúltima secuencia, para luego negarse (y negarnos) toda fácil catarsis, todo asomo de esperanza: la vida, pese a todo, continúa… y nada se ha resuelto.

Esta película, que en realidad no se parece a ninguna otra que yo conozca, española o extranjera, me produce —más allá de algún que otro defecto sin importancia— una impresión sólo comparable a la que en su momento me hicieron El desencanto (1975) y A un dios desconocido (1977) de Jaime Chávarri, por un lado, y —más lógicamente— el infravalorado primer film del propio Martínez-Lázaro, Las palabras de Max (1977), del que aplica con plena libertad los hallazgos de dirección de actores y emplazamiento frente a ellos de la cámara que determinan su originalísima concepción de las escenas y de los personajes, presentados siempre de forma apartidaria pero responsable, sin pasar por alto ni ocultarnos sus limitaciones, y también sin buscarles excusas. Así observamos —sin necesidad de que nos lo digan— la absoluta falta de volición de María (Patricia Adriani, en su mejor actuación hasta la fecha), que nunca hace lo que quiere o desea, sino que hace las cosas por «pasar el rato», porque no tenía nada mejor que hacer, porque no sabe decir que no, porque alguien se lo pide y a ella le da igual («si quieres…»), porque «¿por qué no?»; lo hace, además, con desgana, fatalismo e indiferencia… y, sin embargo, hay en ella una reserva de vitalidad, una falta de inhibiciones, que en otras circunstancias… y es generosa, en cierto sentido, y capaz de sentir simpatía, aunque nada parece emocionarla de verdad, ni lo bastante importante como para tratar de ponerle remedio, evitarlo o conseguirlo; las personas —algunas— le «caen bien» o le hacen gracia, instintivamente, sin preguntarse por qué. Luis es también —aparte de algo atravesado, poco expresivo y simpático, y todavía menos animoso— muy pasivo («si mantengo mi oferta el tiempo suficiente, te acostarás conmigo…»); se sienta a esperar, sin mucha esperanza, y cuando corre —y pocas veces lo hace— llega tarde o no sirve para nada —como el asesinato de Miguel (Pep Munné) en el Retiro, después de una manifestación, al que asiste impotente e incrédulo—; se arrepiente sin rectificar; ni siquiera sabe irse, siempre le echan (de su casa, del trabajo que le ha conseguido Fermín). Lo mismo podría decirse de los restantes personajes, todos inteligibles y explicables a partir de su conducta, presentada con rara objetividad por Emilio Martínez-Lázaro, que mantiene en todo momento un difícil y flexible equilibrio entre la proximidad y la distancia que desemboca en una realidad cinematográfica no pre-interpretada, tan opaca y compleja como la vida, tan intrigante y llena de matices, de «sí, pero…», de «por un lado…, pero por otro…»; por eso Sus años dorados es una película de retórica pero auténticamente dialéctica, que se niega a moralizar, a dar consejos, a censurar, o a escandalizar, lo que la hace, creo yo, irreductible e inmanipulable desde cualquier posición interesada o utilitaria. Recurriendo, por una vez, al manoseado léxico marxista —habida cuenta de que no hallo otra palabra tan expresiva—, podría decirse que Sus años dorados muestra lo que es la alienación.

En “Dirigido por” nº 79, enero-1981

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