Anthony Mann nació en el que sería el escenario de sus mejores obras: California. Allí, en San Diego, el 30 de junio de 1906, empezó a vivir un hombre al que sus aficiones y el azar llevaron a hacer cine. Y, como la mayoría de los cineastas americanos, Mann ha dirigido westerns, pero no como cualquiera: los de Anthony Mann se encuentran entre los mejores que se han realizado. Como la mayor parte de los directores americanos, trabajó mucho y trató todos los géneros, unos con más y otros con menos fortuna. Como muchos de los más grandes de su generación (Ray, Aldrich, etc.) vino a Europa recientemente y cayó en una crisis creativa temporal. Pero, con menos suerte que los demás, Anthony Mann ha muerto, de pronto, en un hotel de Berlín, el 29 de abril de 1967, cuando iba a empezar una nueva película. Ha muerto, pues, casi «con el visor puesto».
Este artículo no pretende ser ni un estudio — irrealizable por falta de conocimientos y de espacio — sobre su obra ni una nota necrológica, sino simplemente el elogio de un aficionado al cine, de un admirador de Anthony Mann, que lamenta su muerte, sobre todo cuando aún tenía muchos años de vida activa por delante, cuando aún podía habernos dado las que serían sus mejores obras. Tenía, por ejemplo, el proyecto de un nuevo western, que sería, además, un saludable regreso a los Estados Unidos.
Su primer western, obra muy subestimada, es uno de los de mayor importancia histórica, pues, antes o al tiempo que Daves con su admirable Flecha rota, Mann fue el primero en tomar la defensa de los indios en La puerta del diablo (Devil’s Doorway, 1950), donde no sólo el protagonista Lance Pool (Robert Taylor), era un indio (desde cuyo punto de vista se estructuraba la puesta en escena), que se veía explotado y atacado por los hombres de negocios blancos, ante lo cual recurría a la justicia, y sólo, cuando no quedaba otro remedio, a la violencia, sino que además es el primer western que trataba de la incorporación de la mujer a la vida activa, a la vida pública, compitiendo con los hombres en la sociedad casi exclusivamente masculina del Oeste americano: Paula Raymond era una abogada que toma la defensa de Pool, y que se enamora de él.
Su segundo western, Winchester 73 (Winchester ’73, 1950), es el primero en reunir uno de los más justamente célebres equipos de producción del cine americano y del cine a secas (pues estos equipos sólo existen en el americano): el director Anthony Mann, el productor Aaron Rosenberg, el guionista Borden Chase, el actor James Stewart, varios secundarios, los fotógrafos William Daniels e Irving Glassberg y los músicos Joseph Gershenson y Hans Salter. Winchester 73, Horizontes lejanos (Bend of the River, 1951) y Tierras lejanas (The Far Country, 1954), a las que pueden unirse, por su común intérprete, aunque en vez de ser de la Universal sean de MGM y Columbia, respectivamente, Colorado Jim (The Naked Spur, 1953) y El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955), que es para mí, no sólo la obra maestra de Mann, sino, junto a Centauros del desierto (The Searchers, 1956), Río Rojo, (Red River, 1948), Wagon Master (1950), La pradera sin ley (Man Without a Star, 1954) y Hombre del Oeste (Man of the West, 1958), de Ford, Hawks, Ford, Vidor y Mann, uno de los mejores westerns de la Historia del Cine.
Siguiendo en el Oeste, hay que lamentar que no se haya estrenado The Last Frontier (1956), y pedir su estreno, señalar la importancia The Furies (Las furias, 1950) y The Tin Star (Cazador de forajidos 1957), y la genialidad del Hombre del Oeste, del que Godard dijo que "es el film más inteligente al tiempo que el más sencillo", espléndida definición del arte del "poeta de la montaña", al que se debe también uno de los mejores films de guerra: Men in War (La colina de los diablos de acero, 1957), que es una de las máximas demostraciones de la acertada frase de su guionista Philip Yordan sobre Mann: "Dadle una montaña, una llanura, él os colocará la cámara en el lugar más adecuado y os mostrará esa montaña, esa llanura, como nadie había sabido hacerlo antes que él".
Recordemos, pues, en Mann, no al autor de La caída del Imperio romano o, sobre todo, de Los héroes de Telemark (aunque sí de un digno El Cid pese a Bronston), sino al hombre que dio vida a Lance Pool y Ann Masters, a Lin McAdam, Waco Johnny Dean, Dutch Henry Brown o High Spade Charlie Wilson, Glyn McLyntock y Emerson Cole, Will Lockhart o el teniente Benson y el sargento Montana, Link Jones o Billie Ellis, Dock Tobin y su banda, Yancey Cravat y Sabra.
El Hombre del Oeste ha muerto, pero sus hombres y mujeres del Oeste, y no sólo del Oeste, vivirán siempre, porque Anthony Mann los hizo inmortales.
Publicado en El Noticiero Universal (4 de mayo de 1967)
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