martes, 7 de enero de 2025

Dúos noctámbulos

Le notti bianche (Luchino Visconti, 1957)

Confieso que me produce cierto desconcierto que de la filmografía del reputado realizador “realista” Luchino Visconti (considerado uno de los fundadores del “neorrealismo italiano” de la segunda postguerra mundial) hace ya bastantes años prefiera la osadamente y descaradamente irrealista (que yo diría influyó notablemente en Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy, entre otras de la “Nouvelle Vague” francesa) Le notti bianche, para colmo basada en un relato de Fiodor Dostoievskií que, como argumento, cabría calificar de inverosímil y hasta delirante, y que, desde un punto de vista fríamente lógico, no sería exagerado considerar absurdo, o por lo menos paradójico, en la medida en que construye una historia para de inmediato borrarla y anularla.

Plásticamente, es una película muy notable, con una fotografía en blanco y negro de Giuseppe Rotunno que recrea en estudio romano de Cinecittà lo que algunos identifican como rincones no conocidos ni apenas reconocibles de la Venecia contemporánea (es decir, de 1957) y, según otros, parece ser algo semejante a Livorno en invierno. Tanto da, y el film no identifica de qué ciudad se trata, sólo sabemos que Mario (Marcello Mastroianni) acaba de trasladarse a esa ciudad por razones laborales y que Natalia (Maria Schell) es extranjera, más o menos eslava. Como sustituto del San Petersburgo del relato original, ese decorado onírico y parcialmente ruinoso vale, del mismo modo que en dos de las versiones posteriores de esta historia se ha localizado en París (hace falta un río o canales, y puentes, y una cierta compartimentación del espacio).

Visconti ha estructurado en tres actos, tres noches (la última incluye el alba), la historia de Dostoievskií. La primera, la más breve, no llega a los 20 minutos, mientras que la segunda dura el doble y la final unos cinco minutos más, tres cuartos de hora.

En ese primer acto se nos presenta al personaje de Mario, que advierte junto a un puente a una joven que llora. Ya su primer diálogo, más narrativo que de presentación, con pausas tras la música de Nino Rota, tiene un carácter soterradamente operístico (algo constante en Visconti), sugiere un dúo, como en otros momentos hace pensar en un aria, a veces a capella, hasta tal punto que casi decepciona que no se pongan a cantar. Y eso que, de haberlo hecho, hubiera extrañado más o menos lo mismo que, en general, el comportamiento infantil y excesivamente tímido de Maria Schell, cuya risa constante (salvo que llore) cada una de las noches sucesivas sugiere una preocupante facilidad para moverse entre la exaltación y el desmoronamiento, la depresión y el éxtasis, la alegría y la tristeza, casi instantáneamente y hasta sin necesidad de motivos serios o reales.

Su extraña dependencia de su abuela, su muy poco justificado enamoramiento – según su propio relato – de un inquilino pétreo (Jean Marais en estatua de Jean Cocteau), que parte para una ausencia misteriosa con la promesa de reencontrarse al paso de un año que acaba de cumplirse, la retratan al trasluz como una ingenua ilusa, fantasiosa y sin la mínima experiencia ni siquiera vicaria (pese a ser ávida lectora), pero además muy fácilmente influenciable casi por cualquier cosa, desde el carácter tranquilo y atento de Mario al impenetrable silencio del inquilino, o la música, tal como se revela en una larga escena de baile, típicamente viscontiana, aunque aquí no sea al son de polkas o un vals de Verdi, como en Il Gattopardo, sino con el rock-and-roll de Bill Haley and His Comets, Scusami o Mulher rendeira (de O Cangaçeiro), escena extraordinaria en varios aspectos, probablemente la más capital de la película.

Natalia dice no saber bailar, pero parece fascinada por el baile de unos jóvenes (entre ellos, el coreógrafo Dirk Sanders), y al final cede a la insistencia de Mario, para acabar descubriendo en sí misma un inimaginable sentido del ritmo y una desinhibición corporal, sobre todo cuando, en un cambio de parejas, le toca bailar con otro. Por no ser menos, Mario se lanza a una exhibición de estilo propio, que combina algún gesto torero, ademanes flamencos y saltos chaplinianos. Es quizá el momento más feliz tanto para Mario como para Natalia, en el que cabe hacernos la ilusión de que ella despierte a la realidad que Mario representa y se olvide del vago sueño quimérico de su indiferente inquilino. Que pronto se quiebra. Suenan las diez en los campanarios y Natalia sale histérica a la calle, sin abrigo, por no faltar a la prometida cita del pasivo amado, sin que Mario le haya confesado aún que no le entregó al inquilino la carta-recordatorio.

Tiempo después, tras una penosa escena con una pobre prostituta sin clientes (Clara Calamai) que se siente atraída por Mario y una pelea de éste con varios mozos belicosos, Mario ve reaparecer a Natalia. Ella le cuenta, decepcionada, desilusionada, que su amado no acudió, y Mario confiesa que no le dio la carta, así que puede seguir teniendo esperanza. Parece que, con la repentina nevada que les cae, se reconcilian cuando de pronto, a lo lejos, Natalia ve al ansiado inquilino y corre hacia él, definitivamente prisionera de su espejismo amoroso, quien parece meramente – de momento – dispuesto a dejarse querer. Como en casi todas las películas de Visconti, el protagonista termina llorando y solo, aquí alejándose al lado de un perro desconocido, mientras suenan acordes de finale de ópera, exactamente como el príncipe Fabrizio de Salina (Burt Lancaster) en el plano final de El Gatopardo (1963).

Inédito (escrito hacia abril de 2022)

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