Como bien dice José Andrés Dulce, casi todos los aficionados al cine – que sigue sin ser parte de una ya inexistente noción de “cultura general” – conocen el nombre de Sjöström, y algunos recuerdan su rostro, ya anciano, por haberle visto como actor en Smultronstället (Fresas salvajes, 1957) de su compatriota y admirador Ingmar Bergman. Pero de sus películas, la mayoría no sabe nada; a lo sumo habrá visto Körkarlen (La carreta fantasma, 1920), o tal vez la cumbre de su incursión en el cine americano, The Wind (El viento, 1928). Y aún así, es improbable que se haya hecho una imagen fidedigna y atractiva de su cine, que se puede antojar adusto, solemne y hasta vagamente simbólico, además de mudo, y por tanto, antiguo.
La literatura accesible (diccionarios, historias del cine individuales o colectivas) parece seguir atestiguando – tal vez por rutinaria reiteración – de su “importancia histórica”, no muy estimulante en sí misma ni siquiera cuando se presume verosímil. Y hay que decir que casi todo lo que está “a mano” acerca de Sjöström es singularmente nebuloso, impreciso y severo, pese a dar la sensación de ser más conocido por lecturas, de segunda mano, que por la visión reciente de sus películas – que ciertamente, en la medida en que se conservan, y pese a los esfuerzos del Filmarkivet del Svenska Filminstitutet, no circulan profusamente ni están fácilmente disponibles en soporte casero.
Por ello es importante que exista este libro en el que Dulce se embarcó hace ya muchos años y que felizmente ha logrado llevar a término, al menos en una primera parte, consagrada a la filmografía de Sjöström que podríamos llamar “escandinava”, aunque sea muy predominantemente sueca. No sólo porque en nuestra lengua no existe nada parecido, sino porque, como, en general, ahora nadie se imagina que el cine sueco fue, durante unos pocos años, hace más o menos un siglo, el mejor y el más avanzado del mundo, conviene que los aficionados de verdad, los no pendientes exclusivamente de los últimos estrenos, lo más taquillero, lo más premiado o lo más loado por una crítica cada vez más carente de criterio, intuyan siquiera que ciertos cineastas no de moda y presuntamente “antiguos” están más vivos y son más verdaderamente modernos que muchos enfants terribles provocadores o escandalosos hoy celebrados y mañana, o dentro de cinco o diez años, no digamos de cincuenta, olvidados para siempre. (¿Quién se acuerda hoy, por ejemplo, del antaño archifamoso Claude Lelouch, que por lo demás tampoco se merece el olvido en que ha caído cuando maduró e hizo sus mejores películas?).
Conviene, por otra parte, que quien tenga este libro en sus manos y haya llegado hasta aquí no se deje intimidar por su volumen ni por las fechas tan remotas en que desde su arranque nos sumerge, porque nos ahorrará buscar en otras fuentes, a veces difíciles de consultar, o en idiomas no dominados por todos, una información no sólo útil y pertinente, ciertamente copiosa, pero también muy interesante, acerca de Sjöström y su circunstancia: el contexto cultural, histórico, económico que explica la emergencia y ascenso del cine sueco, sus precedentes e influencias, sus colegas y competidores, como etapa previa y necesaria para pasar al análisis pormenorizado y sensato (no encontrarán aquí nada delirante ni basado en teorías ajenas y extrañas al cine, cuando no incompatibles con él) de las obras de Sjöström que han sobrevivido o, siquiera en parte, se han reconstruido a partir de sus restos.
Mi esperanza es que este libro que debemos agradecer a la pasión, el empeño, el esfuerzo y la paciencia de José Andrés Dulce despierte la curiosidad de sus lectores y les incite a la busca y captura de cuantas películas de Sjöström pueda lograr ver. Por mi propia experiencia, es un descubrimiento paulatino que no decepciona nunca, sino que aguza el ansia por ver todo lo que aún es posible ver. No sólo porque se descubre que no es su cine el que imaginamos que podría hacer el envejecido y algo amargado profesor Isak Borg, ni el que dos o tres películas pueden sugerir, sino un cineasta mucho más variado, dinámico y aventurero – pues sí, hay en Sjöström un lado marino y hasta forajido que le emparentaría, mucho más que con Bergman o Dreyer, con Raoul Walsh, o con William A. Wellman e incluso con una faceta o dos de Henry King –, sino porque hasta obras calificadas de fallidas o menores resultan, a mi modo de ver – que no siempre coincide con el de Dulce –, absolutamente fascinantes y magistrales, o por lo menos parcialmente admirables y emocionantes. Y a menudo sus películas más antiguas, como Ingeborg Holm (1913), asombran para la fecha en que fueron realizadas y cuando se comparan con sus contemporáneas, hasta las de los mejores directores por entonces en activo.
No es broma ni cabe exageración: Victor Sjöström no fue, es, y sigue siendo – porque esa es la virtud que caracteriza a los verdaderamente grandes -, uno de los más grandes creadores de toda la Historia del Cine, y sus películas, tanto la mayoría de las suecas como varias de las norteamericanas, están muy lejos de ser polvorientas o estatuescas piezas de museo. Su interés histórico es indiscutible, por supuesto, pero lo verdaderamente importante es que están vivas hoy, a más de un siglo o a noventa años de su creación.
Prólogo para “Luz del Norte : Victor Sjöström y la edad de oro del cine sueco” de José Andrés Dulce. Santander : Shangrila, octubre de 2021.
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