miércoles, 19 de junio de 2024

Par-delà les nuages (Michelangelo Antonioni, 1995)

Más allá de las nubes y nuevamente La noche (1960) y El eclipse (1962) es ahora evidente que Antonioni tenía y sigue teniendo una visión cinematográfica muy personal. Este enfoque, que siempre fue minoritario, es hoy no ya algo excepcional, sino una anomalía, todo un síntoma -por contraste- de la enfermedad generalizada del cine actual, que es la vulgaridad y la consiguiente falta no sólo de ambición o preocupación estética, sino hasta de una estética y de la permanente búsqueda de formas expresivas que es lo único que mantiene vivo un arte. Esto puede significar, simplemente, que la mayor parte del cine ha renunciado al arte incluso como aspiración; que en su obsesión por el éxito económico se ha convertido en mera mercancía comercial, en producto fabricado para el consumo inmediato, sin afán de posteridad ni atisbo del "duro deseo de durar" que señaló en un inolvidable verso, seguramente ignorado, el poeta Paul Éluard. Véase si no: todo el de Antonioni es un cine de la espera, que exige del espectador paciencia, respeto, atención a los detalles, concentración de la mirada, un oído despierto, curiosidad, interés, cierto espíritu de aventura, receptividad hacia lo nuevo o diferente, y que habla de cosas que no parecen ser "de curso legal" en el cine actual -aunque sí, de nuevo, en la literatura-: los sentimientos, las dudas, las impresiones, las pausas, el paso del tiempo, las huellas del pasado, los restos de belleza, el pensamiento.

Más allá de las nubes cuenta -como poco- cuatro breves historias misteriosas y elípticas, fragmentarias, inconclusas, con algo de entrelazado rohmeriano de azares, predisposiciones y cambios de rumbo a mitad de camino. Con una dirección de actores que se nota muda, táctil, guiada físicamente y por señas o inducida hipnóticamente por la misma mirada que organiza el plano, designa el puesto de la cámara, señala sus increíbles movimientos y conduce el relato como si entre escritura, ensayo, filmación y montaje no hubiese desfase, sino la simultaneidad del trazo continuo y seguro, la mano alejada del papel, de los dibujantes clásicos japoneses. He aquí que reaparece la vieja idea de Astruc, la caméra-stylo, súbitamente encarnada en la que puede ser la última película -nada vencida ni cansada ni fúnebre, sino límpida, precisa, luminosa, inventiva, elegante, majestuosa- de un cineasta semiparalizado y sin habla, asistido por un albacea (Wim Wenders) al que parece no quedar gran cosa que decir por cuenta propia, pero que se ha convertido en un buen intermediario entre los cineastas admirados que se están yendo y los nuevos espectadores, quizá directores futuros, que van llegando.

El "cineasta de la incomunicación", incomunicado ahora él mismo, resulta menos pesimista que hace treinta o cuarenta años. Por lo menos, se muestra capaz de establecer contacto tanto al otro lado de la cámara como al otro lado de la pantalla, más allá también de las palabras, gracias a imágenes que designa como lo que son: no la evasiva realidad, sino imágenes creadas y tendidas como puentes, garfios de abordaje o trampolines.

En “Todos los estrenos. 1996”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1996.

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