viernes, 7 de junio de 2024

Ditirambo (Gonzalo Suárez, 1967)

Ditirambo, primer largometraje del escritor Gonzalo Suárez —quizá el mejor novelista de nuestro sombrío panorama literario—, se presenta como una obra decisiva en el cine español, no sólo por su calidad, sino, sobre todo, por la ruptura y el progreso que representa en una cinematografía confinada hasta ahora en los estrechos marcos de una herencia neorrealista degradada y hoy inoperante. Gonzalo Suárez —aparte, como siempre, Buñuel—, es el primer cineasta español que se atreve a abandonar el naturalismo que ha limitado siempre nuestro cine —incluso el llamado «nuevo cine español», que se diferencia del «viejo» por ser a veces mejor o menos malo que por ser «otra cosa», algo realmente nuevo—, para ir, desde el principio, por unos caminos más abiertos, más adecuados a la situación del país y, hasta su llegada, totalmente inexplorados. Es en este sentido, sobre todo, en el que puede decirse que Suárez es un cineasta aventurero.

Podríamos decir que Gonzalo Suárez es el primer pionero del cine español: de ahí parte su modernidad. En su enfrentamiento radicalmente libre con el cine y con la realidad, Suárez ha dado un paso decisivo, que no sólo le permitirá ponerse al nivel actual de lo que es el cine en 1969, sino que abre caminos a todos los directores españoles que vengan detrás de él o que se atrevan a abandonar las cómodas posiciones de un mediatizado «realismo» que tiene más de teórico y de postura tímida frente al mundo que de auténtica indagación en el sentido de las cosas.

El método de Suarez para llegar al conocimiento de la realidad, y para hacer que el espectador le acompañe en ese descubrimiento, consiste en iluminar con la ficción el mundo de la apariencia real. Su cine se apellida «Ditirambo», sí, pero no hay que olvidar que nombre es «José»; es decir, que la reflexión de Suárez —y del espectador que le siga— une lo fantástico a lo más normal y cotidiano, sin tomar uno de estos polos como punto de partida, sin establecer diferencias entre ellos. Como decía Godard, todo gran documental se convierte en un film de ficción, y todo gran film de ficción se convierte en un documental. En el paso incesante de uno a otro, Suárez captura la verdadera esencia de las cosas, haciendo suya la definición de Brecht: «El realismo no consiste en mostrar cómo son las cosas verdaderas, sino cómo son verdaderamente las cosas» (1). No se piense, sin embargo, que el método de Suárez consiste en mezclar lo real y lo irreal, ni siquiera en partir de lo primero para desembocar en lo segundo: Suárez rechaza, desde el principio, las gratuitas etiquetas que son estos términos, que se aplican indiscriminadamente y sin auténticos fundamentos. Reconozcamos con humildad que no sabemos qué es real y qué no es real —y menos en el cine, arte de la apariencia—, que las fronteras entre ambas categorías son cada vez más borrosas, y abstengámonos de hacer esta diferenciación, totalmente inútil, sobre todo cuando, como ocurre entre nosotros, no tenemos información de primera mano, sino siempre deformada o incompleta. De ahí, pues, un primer aspecto político del film de Suárez, como método de conocimiento que no se detiene ante el muro de las apariencias y que nos da así, incitándonos a actuar, una visión más profunda de la «realidad» española que la de aquellos que, a través del naturalismo, pretenden darnos una imagen «cierta» de una realidad falsa (y es sobre todo esta pretensión la que, incluso involuntariamente, les hace mentir).

El segundo aspecto político de Ditirambo, y quizá el más inmediato, el más evidente si se reflexiona un poco (y el film exige esta actitud por nuestra parte, y no la de simples consumidores que van al cine a «entretenerse», es decir, a no hacer nada, a disociarse de los problemas que les acucian), es el de su mera existencia. Hacer hoy, en España, un film como Ditirambo, es un acto político. En primer lugar, se rehúye el «realismo» deliberada (Lazaga) o involuntariamente falso (parte del «nuevo cine español») y, por primera vez, se abandona nuestra pobre tradición cinematográfica y se emprende otra trayectoria, que queda abierta, desde ahora, a los que vengan después (a nivel mundial, esto es lo que ha hecho Godard). En segundo lugar, se ha rodado el film con entera independencia, fuera de los cauces normales de producción, y por tanto sin someterse a ningún condicionamiento (es evidente que ni Masó, ni Cesáreo González, ni ningún otro productor español, habría admitido el guión de Ditirambo, y hubiera intentado en todo caso desviarlo hacia el sub-bondismo). Es un film sin estrellas, sin concesiones de ningún tipo, sin conclusiones reconfortantes o apocadas, y de ahí sus dificultades para llegar a un público condicionado por la barrera que interponen entre él y las películas una serie de intermediarios (distribuidores, productores, censores, propietarios de cines, etc.) y una crítica cada día más analfabeta.

Un nuevo golpe al sistema está en el hecho de que Ditirambo es, sin ningún género de dudas, el primer film mejor hecho técnicamente en España, con una calidad de factura que sólo supera Viridiana y que sólo alcanza Peppermint frappé (cuarto film de Saura, rodado con más dinero, color, etc., y dentro de los métodos clásicos de producción), sin que por esto caiga nunca en el virtuosismo ni en una excesiva brillantez. Gonzalo Suárez no tiene ninguna necesidad de envolverse en un ropaje formal «moderno», porque todo en su film, desde la concepción al montaje, es auténtica y espontáneamente moderno. Parafraseando a Picasso, podríamos decir que Suárez no busca la modernidad, la encuentra. Y nos encontramos entonces con que el autor del film más moderno y mejor realizado del cine español no ha estudiado en la E.O.C., ni ha sido durante largos años un meritorio ayudante, demostrando así lo innecesario de este aprendizaje. Decía el señor Baena, en un coloquio sobre la E.O.C. celebrado durante la semana de Valladolid, para explicar el reducido número de aprobados en los exámenes de ingreso, que preferían «crear» dos genios que doscientos buenos técnicos; pero los genios no se crean, para ellos la escuela no es más que una peligrosa etapa de aprendizaje artesanal; el talento se tiene o no se tiene, y si se tiene no hace falta plantearse problemas técnicos, ni saber que «no hay que saltarse el eje» al cambiar de plano. Se puede aprender viendo cine, y pensando en él, y en última instancia, como dice Suárez, basta con ir directamente a las cosas, hacerlas de la forma más sencilla y más económica.

Porque la modernidad de Ditirambo no es nunca aparente, como la de Lester, ni falsa, como la de Lelouch, ni siquiera aparatosa, como la de Resnais. Jamás encontraremos en Ditirambo efectos de montaje, dislocaciones temporales, destrucción narrativa, sino, por el contrario, una historia bien contada, con imágenes claras y sobrias, despojadas de cualquier atractivo externo. Si Suárez es moderno contando una historia —y es claro que su temperamento es el de narrador—, lo es porque nos cuenta una historia nueva y de forma no tradicional: ese rechazo del naturalismo le lleva a prescindir de las estructuras férreas, de las escenas explicativas o meramente narrativas, de las concepciones caducas de la trama y del desarrollo, de la minuciosidad descriptiva, de la verosimilitud incluso. Y su desconocimiento de las reglas «sintácticas» le lleva a encararse con el cine libre de prejuicios y anatemas y que hay que respetar: de ahí sus transgresiones del lenguaje clásico tradicional, que no son consecuencia de una postura de rechazo —como en Godard, por ejemplo—, sino de un acercamiento de «primitivo»: el cine de Suárez no existía, y Suárez ha tenido que inventarlo. Por eso Suárez no ha olvidado nada, no ha quitado importancia a aquellos elementos que no se usan porque se consideran secundarios y accesorios hasta el punto de darlos por hechos: así el sonido, el espacio en off, la cualidad de las voces, que nunca hasta ahora se habían utilizado a fondo y con conocimiento de causa en el cine español. Así, la banda sonora suele ser un elemento más, del que no se ocupa el director, que sirve para dar ambiente, y que sólo cobra importancia en momentos aislados, cuando se quiere un «efecto sonoro», que queda, precisamente, como efecto, demasiado destacado, y generalmente reiterativo. Lo mismo ocurre con la música, en general descuidada, ya sea ambiental, subrayona o un medio de crear la emoción que el director no ha sabido conseguir (una breve excepción la tenemos en la obsesiva, molesta y distanciadora música que compuso Luis de Pablo para La caza). Nada de esto puede decirse de Suárez, autor completo y minucioso, que ha prestado atención a todos y cada uno de los elementos de la puesta en escena.

Con la planificación ocurre lo mismo: no conociendo unas reglas caducas que, por lo visto, hay que cumplir (aunque hay directores como Buñuel o Vigo, que hace treinta años probaron en la práctica que no era necesario, y desde hace diez años, todo el nuevo cine, de Godard a Chytilová, lo confirma), la planificación de Suárez escapa a todo academicismo (incluido el posible del «cine nuevo») y es auténticamente nueva, y, por lo tanto, moderna.

Otro factor que contribuye a dar importancia a Suárez en el cine español es que es el primer autor que surge tras Buñuel. No se trata ya de un director con personalidad, como Saura o Berlanga, y quizá Patino y Picazo, sino de un auténtico creador, con un «mundo» propio y coherente (ese mundo es el que exploran, desde ángulos diferentes y con distintos alcances, novelas como De cuerpo presente, Trece veces trece, El roedor de Fortimbrás, Rocabruno bate a Ditirambo, o películas como los cortometrajes Ditirambo vela por nosotros, El horrible ser nunca visto y los largos Ditirambo y Doctor Faustus).

Pero quizá haya hablado demasiado de cine español al situar a Suárez, llevado por lo insólito y capital que es el nacimiento de un cineasta como él en un contexto tan pobre y abotargado como el de nuestro cine. Desde luego, Ditirambo es el primer film moderno que se hace en España (siendo Buñuel un clásico, siempre estará vigente y será moderno, por lo cual no tengo en cuenta Viridiana), el primer film que corresponde realmente a la fecha en que fue realizado, el primer cine español de «después de Godard», el único film que pertenece a un verdadero «nuevo cine» español, la primera película realmente original que se hace en este país (ni Zurlini ni Visconti, ni Lester ni Lelouch, ni Godard ni Resnais, ni Fellini ni Antonioni sirven como referencias), pero no conviene olvidar que el primer film de Suárez es también algo nuevo dentro del cine mundial. No hay, en todo el mundo, un film que se parezca de verdad a Ditirambo. Ni Made in U. S. A., ni Les Carabiniers, ni El profesor chiflado, ni El testamento del doctor Cordelier, ni La novia vestía de negro, films que en algún sentido pueden tener una vaga relación con el de Suárez, no son, en definitiva, lo mismo, ni pertenecen a la misma familia, ni responden a las mismas intenciones, ni pueden considerarse como precedentes. Suárez se echa al agua solo, y nada en otra dirección, quizá para llegar, finalmente, al mismo sitio: a la frontera del cine.

Ditirambo, como film que compromete al espectador, que le devuelve la responsabilidad y la consciencia que había perdido «chez Lelouch» o en «casa Lazaga, Masó y Cía», y como film que reflexiona sobre el cine, el arte y la creación a la vez que medita sobre la libertad, el compromiso y el servilismo (véase entrevista), podría englobarse en toda una corriente de cine consciente que cobra cada día más fuerza (Godard, Delvaux, Lewis, Chytilová, Straub, Rocha, Cassavetes, Resnais, Rivette, Bertolucci, Pasolini, pero también Rossellini, Lang, Renoir, Bresson, Buñuel, Bergman, las últimas obras de Welles, etc.), y que acabará por desterrar, un día aún lejano, a los estafadores artísticos de turno. De esta forma, Ditirambo da una bofetada, que debía ser mortal, a todos los Aguirre, Sáenz de Heredia, Gil y otros Lazaga que pululan infectando nuestro cine, y que arrastrarán en su caída a sus nuevos acólitos que, como Summers, traicionando un punto de partida honesto, se deslizan cuesta abajo por la chabacanería demagógica y vulgar de un cine impresentable hasta como producto mercantil. Por si fuera poco, Ditirambo, una de las dos películas españolas a las que no hay que perdonar defectos, en las que no hay que rebuscar con lupa pequeñas virtudes, es también un toque de atención a toda una serie de directores que, desde Saura a Fons, pasando por Picazo y Patino, deben rechazar el dinero y los laureles —o los osos— y mantenerse en los caminos de la independencia, aunque sea a costa de darse batacazos, como Nunes.

Gonzalo Suárez está hoy solo en el panorama del cine español, y no quiere estarlo. No le hagamos esperar.

(1) ¿No es esto lo que dice Suárez cuando escribe: «Mientras otros cuentan verdades de mentira, yo cuento mentiras de verdad»? (En Trece veces trece.)

En Nuestro Cine nº 85 (mayo de 1969)

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