Este film breve, rápido, conciso, realizado con una modestia de medios que evoca la serie B y con una audacia que pocos movimientos Underground alcanzan, es el primer largometraje del joven Felipe Cazals y representa, con la otra obra maestra mejicana presentada en Benalmádena, La hora de los niños (1969), de Arturo Ripstein, el golpe más duro que han recibido las convenciones narrativo-formales que infectan el cine de su país desde que el "Indio" Fernández cosechó Palmas de Oro en Cannes a base de degradar y convertir en clichés algunas imágenes del Que viva México eisensteiniano.
La historia, aparentemente, es normal. Un asesino a sueldo, el barbudo Eleazar (Jorge Martínez de Hoyos), recluta a otros dos extraños individuos en un minúsculo burdel y parte a cumplir su misión con ellos. La película, en principio, podría no haber sido otra cosa que la narración lineal de su recorrido. Sin embargo, Cazals ha eliminado consciente y rigurosamente todos los nexos explicativos, todas las escenas inútiles que en el cine normal de cualquier país (no sólo México, su alcance innovador es mucho más amplio) sirven para enlazar una secuencia con otra, para presentamos a los personajes y para que el espectador no tenga que realizar el menor esfuerzo. De esta forma, Cazals no sólo nos libra de una serie de convenciones insoportables y caducas, sino que suprime también todo psicologismo, toda introspección dialogal. Nos encontramos con uno de los más claros ejemplos de behaviorismo cinematográfico, superando Cazals, en este aspecto, al mismísimo Boetticher (La ley del hampa, Buchanan Rides Alone). Los personajes se definen, pues, exclusivamente a través de sus actos y de sus gestos (pero no se piense por ello que nos encontramos ante un ejemplo de "cine de observación", ni de "pequeños detalles", ya que la austeridad de Cazals rehúye toda facilidad, sumiéndonos en un mundo que es Méjico, pero reducido a sus elementos esenciales, sin los contraluces y la guardarropía de costumbre). Apenas hay diálogo y la música jamás subraya, enfatiza o crea estados de ánimo. La fotografía, del propio Cazals, juega con gran sobriedad en la gama de los grises. Los actores, contenidos y funcionales, dan de sí todo lo posible.
La coherencia de todas estas elecciones del director viene a ser corroborada y fortalecida por un nuevo parti pris: el de alejar la cámara de la acción, siempre que las dimensiones del escenario lo permitan. De esta forma se asegura, por un lado, una distanciación frente a los numerosos actos violentos que tienen lugar, ya que al no ser asumida por el director esta violencia permanecemos en todo momento en condiciones de juzgar y criticar las acciones del trío protagonista; por otra parte, la enorme distancia a que están filmadas las actividades de los tres asesinos deja al espectador en libertad para prestar atención a aquellos factores que más le interesen y, junto a la supresión de la causalidad como motor de la narración y de la explicitud de sus motivaciones, le obliga a intervenir activamente en la película, abandonando toda actitud pasivamente contemplativa y receptiva en favor de un acercamiento intelectual a la obra, que se traduce en la necesidad de estar atento a una trama desdramatizada, trabajando con el cerebro. Porque la forma de narrar de Cazals —como, en otro sentido, la de Ripstein— revela un enorme —y desacostumbrado en México— respeto al público, ya que se niega a considerarle como un saco puesto en una butaca a cambio de pagar su entrada. Si la austeridad de Cazals resulta provocadora y agresiva para algunos, se debe simplemente a que, como Ripstein, Bresson, Jancsó o Straub, el director se niega a ahorrarles un trabajo que no están, por lo visto, dispuestos a realizar.
El despojamiento de lo superfluo que implica lo antedicho, no convierte, sin embargo, a La manzana de la discordia (1968) en un film frío y descarnado: la precisión con la que Cazals sabe operar (mediante rarísimas elipsis) dentro de los ritmos lentos, su peculiar sentido del humor, la brutalidad desprovista de complacencia (por parte del autor) de que hacen gala los personajes, el misterio que llena el desarrollo de la película y las constantes sorpresas que nos proporciona (así la errónea detención de un coche, la violación de una mujer embarazada, el demencial discurso fascista de un terrateniente que se finge paralítico y que, llegada su hora, se deja matar como cierto personaje de Hemingway), bastan para conferir a la película un atractivo que va más allá de la importante renovación estilística que supone. La manzana de la discordia marca, pues, el nacimiento de un nuevo cine mexicano que se revela, a través de la agrupación Cine Independiente de México, como uno de los más avanzados y originales de toda Latinoamérica.
En el número 92 de Nuestro Cine (diciembre de 1969)
No hay comentarios:
Publicar un comentario