La nueva película de Víctor Erice, comenzada a finales de septiembre de 1990 y concluida hacia mayo de este año, es un acontecimiento desde varios puntos de vista, incluso negativos: entre estos últimos, que todavía no se haya estrenado y que seamos pocos, por tanto, los que hemos tenido la suerte de verla.
En un sentido positivo, lo es también porque, tras nueve años -uno menos que los diez que separan El espíritu de la colmena (1973) de El Sur-, el cineasta con más imaginación y espíritu de búsqueda de este país -quizá por eso uno de los menos activos- vuelve a dar señales de vida. Y lo hace, afortunadamente, con una película que -pareciéndome El Sur la mejor hecha en España hasta 1992- va todavía mucho más allá, y supone un mayor progreso con respecto a la película anterior que El Sur frente a su primer y más apreciado largometraje.
Debo confesar que no he visto nunca nada que se parezca a El sol del membrillo. Mérito no menor en medio de la crisis de originalidad que atraviesa el cine, incluso el mejor. Víctor Erice parece querer enfrentarse, sin otras armas que sus sentimientos, su inteligencia y su mirada, más una cámara y una grabadora, a la realidad desnuda. Y lo consigue porque desconoce la rutina.
Además de no apoyarse en el cine del pasado, Erice ha sabido no mitificar tampoco la realidad, y ha tomado por objeto de la película un personaje que es interesante no por real, sino por excepcional.
El sol del membrillo es una ficción que no alardea de ello, sino que descarta su habitual envoltorio dramático y narrativo. Hay en El sol del membrillo, entre otras cosas desusadas, una clara huella de las herramientas, de los útiles de trabajo de los artistas; por eso, hacia el final, Erice tiene que mostrarlos suyos: no por apuntarse al "cine dentro del cine", sino por lealtad, por no hacer trampa al espectador ni ocultar sus instrumentos mientras con ellos deja ver los del pintor.
El sol del membrillo representa una forma de expresión y de comunicación nueva en el cine. Liberado de la cronología, el tiempo fluye a su paso, no al que le marcan las necesidades del relato desde fuera. Son dos horas y cuarto que se pasan como un soplo de brisa purificadora. Limpia los ojos, despeja el cerebro, desembota los sentidos, aguza la mirada. El espectador es libre. Ni siquiera se le señala el camino, pues Erice cree, sin duda, que puede orientarse solo. No hay pérdida posible: sólo claridad.
Recordemos el gran lema de un viejo profesor de Antonio López y su amigo Enrique Gran en la Escuela de Bellas Artes de San Femando, cuyo sentido tardaron años en comprender y que ahora les parece a ambos tan evidente como fundamental: "Más entero". Sin duda, Erice lo comparte: de ahí la importancia del sonido, utilizado como pocas veces en el cine español. Todo el entorno es, cuando no espacio, sonido. Así es más entero lo que se mira. Importan también voces, acentos, lenguas: el pintor habla con una china por medio de un intérprete (también chino); los trabajadores polacos prueban con prevención el membrillo. En escena digna de Jean Vigo (L'Atalante) y Howard Hawks (Rio Bravo), Enrique Gran y Antonio López prueban varias veces a cantar a dúo. También canturrea a solas, y siempre escucha música, Antonio López, quien (pese a la radio, por la que llegan noticias del mundo exterior) parece un pescador, pacientemente a la espera de que el cuadro "pique", o un cazador furtivo, que le tiende trampas con hilos y señales.
La mirada de estos dos hombres comparte, además del gusto por la sencilla claridad y la precisión, un rasgo fundamental: la inocencia. Fresca, limpia, intensa. De hecho, los espectadores de El sol del membrillo vemos porque Víctor Erice mira, no porque muestre. Si no señala, que es de mala educación, procura no cortar, no aislar, no desunir con el encuadre, sino restituir (como Antonio López mediante la simetría) su presencia a las figuras. Centrándolas porque importan, y no hay motivo para echarlas a un lado. Dice Antonio López: "Yo voy acompañando al árbol". Camina la mirada, sin marcar el paso. Sin ostentación ni imposiciones. Se trata de capturar una belleza íntima y fugitiva, casi no querida. Es una belleza impresionante pero no buscada, tan constante que de inmediato nos instalamos en ella, sin que nos llame la atención ni provoque exclamaciones admirativas.
La película es, curiosamente, un tanto zurbaraniana de imágenes, aunque su centro sea Antonio López y lleve dentro, implícito, el enigma de Velázquez, y presente una socrática reflexión de Gran y López sobre Miguel Angel. Pero El sol del membrillo no es simplemente una película sobre la pintura: con su habitual discreción, Erice disimula, relegándola a un segundo plano y a la parte final del metraje, su reflexión -nada narcisista ni postmoderna- sobre el cine. Hay especulación, pero no es "especular", porque no se mira en el espejo (lo atraviesa, como querría Lewis Carroll); ni es tampoco especuladora, porque no "vende" esa reflexión, no la proclama; va por dentro, casi en secreto, y no prescinde de ella simplemente porque es moralmente necesaria: ¿Cómo se puede hacer hoy cine sin plantearse en qué consiste y para qué sirve, sin hacerse esas preguntas elementales y eternas -el "¿qué es el cine?" de André Bazin- que demuestran la inocencia del cineasta, perdida pero no olvidada?
Erice ha optado por la solución menos fácil. Para tratar de contestar esas preguntas fundamentales, ha renunciado al terreno adquirido, ya "colonizado" -más que explorado o conquistado- por casi un siglo de cine. Como decía el poeta Louis Aragón, "Rien n’est jamais acquis / à l' homme ni sa force, / ni sa faiblesse ni son coeur" (Nada está ya logrado para el hombre, ni su fuerza, ni su debilidad ni su corazón). Es como si todo fuera nuevo, sin precedente; cada movimiento de cámara, cada plano general y cada primer plano están rodados como si fuesen el primero.
Es un salto sin red, pero sorprendentemente "en limpio", sin vacilaciones ni tachaduras. De un trazo: no quedan rastros de los "borradores" ni de las raspaduras, ni de los "pentimentos". Tampoco se trasluce el plan, el esquema. Al no haber programa, mal cabe limitarse a cumplirlo. Es una exploración primitiva: paciente épica de la espera, alerta pero serena.
Al contrario que la mayor parte del cine actual, El sol del membrillo no se anuncia o mendiga, no golpea ni chilla, no invade la intimidad ajena. Penetra por ósmosis: fluye entre los que están a uno y otro lado de la cámara, a uno y otro lado de la pantalla. De pronto, quizá por vez primera en casi un siglo de cine -arte joven aún, pero hijo tardío de padres viejos- no es tabique ni cortinaje o escaparate iluminado, vitrina. Ni siquiera microscopio, instrumento más propio para contemplar insectos, bacterias y microbios, o minerales, que los hombres y sus obras. Más bien ventana abierta de par en par, o inacabada, sin cristal -por liso y transparente que fuera- ni marco.
Como en la aurora del cine, no hay personajes ni intérpretes. Los seres reales hablan para hacerse compañía, o para comunicarse entre sí, no porque su diálogo esté escrito, ni para "expresarse" o servir de portavoz al autor de la película, y tampoco para dar información al espectador, hacer avanzar la trama, aclarar la intriga, o ilustrar un tema. Aquí no hay textos publicitarios ni didácticos. Dicen cosas extraordinarias, que sólo a ellos podrían ocurrírseles. "Lo he pasado bien en el viaje porque he venido leyendo", comenta, sin énfasis, Enrique Gran; ni el Vigo de Zéro de conduite habría sido capaz de inventar una frase semejante, ni el Renoir de Toni o Boudu sauvé des eaux, ni Pagnol. Y en España menos. Es una película deliciosa, regocijante y confidencialmente divertida: hay en casi todas las escenas comedia natural, completamente inconsciente, en serio. Recordemos la llegada de Gran, el corte de pelo del protagonista, o cuando se prueba la ropa y los zapatos que le han comprado sus hijas, los comentarios de Lucio Muñoz y otros amigos que vienen a recogerles. Antonio López habla como una persona, no como un doblador o un mal actor teatral: llama despelinche y tiñoso al tiempo que hace.
Pintar al viento es casi como navegar a vela. Que le pregunten a Van Gogh. Aunque se monte una tienda de campaña - invernadero, hay que evacuar el cuadro ante la lluvia. Hatari! no queda lejos; está más cerca que Le Mystére Picasso. El pintor Antonio López es un halcón apacible, que alista al primer llegado para que le sujete las hojas que tapan el membrillo que quiere dibujar. Algo así hace Erice para rodar en paralelo, desde otras marcas de posición, en otro terreno.
El sol del membrillo se toma la libertad que le da su situación, a medio camino entre realidad y ficción. Ficción que brota de lo real por virtud de la temporalidad y del proyecto que impulsa a la acción a sus protagonistas, por el argumento que quieren dar a sus trayectorias vitales. No deja de ser curioso que la alternativa "ficción o no ficción" -reportaje, historia, o ensayo- se plantee siempre a cuento de la prosa. Nadie se pregunta si es ficción o no la poesía. Por eso sospecho que tal vez esté ahí la clave del enigma que es El sol del membrillo. Aunque en estos tiempos de retaguardia nadie recuerde la distinción que esbozó Pasolini entre un "cine de poesía" reemergente tras el exilio siguiente a su reinado en el período silencioso y un habitual "cine de prosa" que lo suplantó a la llegada del sonido, quizá la nueva película de Erice, luego de dos exploraciones crecientemente poéticas del terreno de la prosa narrativa clásica, suponga el salto a un lenguaje poético del cine. Como poesía, no necesita elegir entre ficción o no ficción, sino que aborda lo más abstracto con los instrumentos más simples y concretos. Bien plantada en la realidad de los cuerpos, el espacio y el tiempo, con la luz y el sonido naturales captados con la máxima exactitud, la película puede echarse a volar: sueña, piensa, imagina, y surgen así imágenes nuevas, que brotan libremente enlazadas y sugieren ulteriores conexiones con otras, que estaban ya allí, en la penumbra, a la espera de una luz que las revele.
Al final, la película toma un nuevo rumbo, hacia el fondo del misterio. No hay ruptura: simplemente, al otro lado del espejo se desemboca allí. El sol del membrillo se torna lunar y nocturna para contamos un sueño recurrente en Antonio López que fue la semilla de esta película: "Estoy en Tomelloso...". Con el sueño, se produce una súbita irrupción de música y lirismo, que remite vagamente a Murnau. Membrillos podridos "bajo una luz nítida y a la vez sombría", que no es la de la aurora ni la del ocaso, que ni siquiera es natural (¿será la del cine?)... con algo de maléfico y que transmuta todo en plomo y ceniza.
De piel gruesa y carne áspera, como los membrillos, frutos grandes de un árbol enano que no puede aguantarlos cuando maduran, esta película me parece lo mejor que se ha hecho en este cinematográficamente pobre país. Lo más nuevo, sin pretensiones, que he visto en veinte o treinta años. Es otra cosa. El sol del membrillo no será un sol, pero sí un film - faro, que ilumina desde su altura y su soledad nuevos caminos, que podrán ser explorados en el futuro.
Circular de L’Ateneu de Olot nº 31 (noviembre de 1992)
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