En primer lugar, quiero aclararos que no me considero un crítico de cine, ya trataré de ir explicando por qué. No tengo ninguna titulación, ni un mísero máster, ni nada de nada, de cine, que nunca he estudiado como una asignatura, ni siquiera un cursillo de verano. Ni he ido nunca a uno de los por lo visto muy numerosos talleres de escritura y hasta escuelas de crítica que han proliferado últimamente. Entre otras cosas, porque surgieron cuando yo llevaba ya unos veinte años siendo tomado por un crítico, y además porque pienso muy seriamente que es una actividad autodidacta, no transmisible. Hay que ver mucho cine, ir conociendo su historia, algo de su técnica. Hay que ver las películas más de una vez. Hay que leer mucha crítica. Hay que pensar sobre las películas. Hay que saber escribir, o aprender. Y lo mismo sucede con hablar. Es esencial la práctica.
Aún menos soy, como a veces me han descrito o presentado, muy a mi pesar y sin haber dado pie para ello, pues no me gusta ninguna forma de impostura, un historiador del cine, ni de ninguna otra cosa. Ni siquiera un estudioso –lo que sé o pueda saber se me ha quedado sin hacer yo el menor esfuerzo– ni, horror de los horrores, un erudito.
En realidad, aunque no hace al caso, lo único que soy es economista. Y un cinéfilo. Un cinéfilo que procura informarse, que lee, que escribe, o quizá habla. Me gusta la idea de Jean Vigo, que aspiraba a tener “un punto de vista documentado”. Me temo, eso sí, que es tarde para deshacer el entuerto, y que se me seguirá considerando como un crítico, meramente porque llevo casi 52 años –los hará en septiembre– publicando lo que escribo sobre cine. Tampoco me considero un profesor, aunque lleve ya nueve años dando clases. Pero advierto que mi único título para hablar de la crítica aquí hoy reside en que llevo unos 55 años leyendo atentamente todo tipo de críticas.
Están muy extendidas tres ideas muy negativas sobre la crítica: que no sirve para nada, que es una actividad parasitaria y que no es digna de confianza. Es curioso, porque hay muchas personas que se presentan como críticos, he conocido a bastantes que ambicionaban tan insignificante cosa y a muchos más que creen practicarla, cuando, según mis criterios, hacen... en fin, otras cosas. Yo estoy, en principio, al menos en parte o hasta cierto punto, bastante de acuerdo con esas tres apreciaciones desfavorables que he enumerado. Veamos hasta qué punto.
Que la crítica no sirve para gran cosa se me antoja casi evidente, pese a que, sin embargo, existe desde tiempo inmemorial y no tiene aire de ir a desaparecer, al menos nominalmente. Ni sirve de mucho para los críticos ni, me temo, para nadie más. Desde luego, para ganarse la vida, no. Al menos, si se ejerce con honradez. Y dudo que de ningún modo, aunque lo ignoro. Nunca nadie ha intentado comprarme.
Para los que hacen o quieren hacer cine, me temo que no. En general, puede o suele encantarles una crítica elogiosa, por desacertada que esté, pero el menor reparo, la más leve duda, no digamos un consejo y menos aún una crítica seria, por respetuosa y educada que sea, no la admite casi nadie. Se pueden perder amistades, que así queda demostrado que no eran tales o que tales amigos no valían la pena. Me caben en los dedos de una mano los cineastas más o menos amigos a los que les he podido decir que no me ha gustado nada algo suyo sin que hayan dejado de saludarme.
A los lectores –suponiendo que alguien las lea aún, y que alguien se fíe de alguien– sospecho que tampoco, y si todavía se fían, así en general, no comprendo que no hayan escarmentado. Para mí que hace años que debían de haber dejado de fiarse, y en especial de lo que, me temo, se toma aún por opinión crítica, simplemente porque es más rápido, no hay que leer y no te va a destripar el argumento de la película: las estrellitas, calificaciones numéricas o abreviaturas similares. ¿No les parece sospechoso que haya tantas estrellitas y tan pocas –si alguna– bolas negras, cuando la experiencia del menos exigente indica que abunda más lo malo que lo bueno, no digamos que lo eminente? ¿Tampoco les mosquea la rara unanimidad de las opiniones y la escasa o nada convincente justificación, si es que la hay, de las mismas? Es mejor, de verdad, fiarse del “boca a oreja” de algún amigo con el que en este terreno tengamos alguna afinidad, por mínima que sea, y que si nos elogia algo no va a ser interesadamente, sino por compartir con nosotros una experiencia que él ha encontrado interesante o agradable. Y si no, la intuición de cada cual, y a correr el riesgo de caer en un horror, que no se evita precisamente por fiarse de esa abstracción –cada vez más homogénea y acrítica– llamada “la crítica”.
Sin embargo, tras esta concordancia con la visión negativísima de la crítica que empecé exponiéndoles, se pueden estar preguntando –o deseando preguntarme a mí- ¿cómo diablos llevo más de medio siglo haciendo algo que en general se considera como crítica, y que según yo mismo apenas sirve para nadie? Y como decía Pepe Isbert en Bienvenido Mister Marshall, se merecen una explicación y yo se la voy a dar. La explicación está en que todo es relativo. Y aunque, en general, la crítica suela ser inútil para sus supuestas víctimas, los presuntos verdugos y sus idóneos destinatarios, en ocasiones puede servir para algo.
A un cineasta no muy creído, pretencioso y orgulloso tal vez le fuese posible aprender algo de lo que se dice sobre sus películas, o rectificar alguna tendencia equivocada cuando todavía está a tiempo.
Al espectador, si se descubre alguna afinidad con algún crítico, sus recomendaciones o advertencias le pueden ayudar a no perderse alguna película, y a no perder el tiempo, el dinero y la paciencia en otras.
Y al propio “crítico” le puede servir, no para –como algunos, quiero creer que ingenuamente, creen– para “darse a conocer en el ambiente cinematográfico”, para “hacer curriculum”, para “influir” o para “tener poder”, sino para aclarar sus propias ideas acerca de películas o filmografías a menudo complejas, ambiguas y contradictorias, ni uniformemente logradas ni totalmente fallidas, y saber expresarlas de manera clara o siquiera comprensible para quien se aventure a leer esas líneas. No basta con decir “me chifla” o “me aburre”, o “a mí me da cien patadas”; hay que decir algo razonable, que permita a quien no está en nuestro cerebro ni ha visto la película en cuestión intuir por qué nos ha emocionado, divertido, conmovido, repugnado, indignado, interesado, decepcionado o irritado. Lo cual, para el supuesto crítico, puede tener cierta utilidad, y a sus eventuales lectores quizá les resulte una menor pérdida de tiempo que las pedantes jergas académicas de unos, los exabruptos “viscerales” de otros o la repetición de lo dicho ya por otros o de lo que pone en los pressbooks.
Parece que hay ya niños que dicen que de mayores quieren ser “influencers”, como si eso fuese un oficio y se pudiera saber a priori si uno va a influir a alguien en algún aspecto, pero yo no he querido nunca ser influyente ni he tratado de hacer proselitismo cinematográfico. Por un lado, porque cada cual tiene su carácter, su cultura, sus gustos, y es inevitable que, espontáneamente, le agraden o interesen unas cosas y otras, en cambio, no tanto, o nada en absoluto. No sólo está en su derecho, es que no tiene remedio. Por mucho que se elogie y explique y razone, al que se aburra con una de mis películas favoritas, Gertrud de Dreyer, no voy a conseguir que deje de parecerle lenta, fría, lejana. Como mucho, puedo lograr que, acomplejado, admita que no es mala, que sin duda es muy buena. Pero ni la admirará ni le conmoverá como a mí. Tampoco voy a tratar de convencer a quien le encanten los “Torrentes” o los “Ocho apellidos” de que son malas y aburridísimas, aunque a mí no me hayan provocado ni una sonrisa. Suerte que tienen los que se ríen todo el rato y lo pasan bien en lugar de sentir claustrofobia en la sala como yo y verse martirizados durante una hora y media o más. Y no creo conveniente fomentar la insinceridad ni presionar a los que disfrutan con lo que nos disgusta para que nieguen haber pasado un buen rato. Por mucho que me digan que Vertigo es mala (y muchos lo dijeron en su momento) nunca me van a convencer, ni tampoco me van a convertir al culto de los señores Haneke, Von Trier, Iñárritu, Reygadas, Rosales, Recha, Dumont y otros cuantos universalmente loados y premiados.
Otra cosa que se dice a menudo de la crítica es que es una actividad parasitaria. En general, así es, lógicamente: uno escribe sobre lo –más difícil y complicado– que previamente han creado otros, y ciertamente depende el crítico en buena parte de lo que una película le inspire. Por eso creo mejor escribir sobre lo que a uno le gusta que sobre lo que uno detesta, aunque esto también pueda ser, ocasionalmente, necesario y hasta útil: es bueno aprender a explicar por qué algo disgusta sin insultar, cosa que, me temo, es lo que ahora mola, entre otras cosas porque es más fácil y encima suena a sincero (aunque pocas veces lo sea realmente, a menudo es una “figura de estilo” como otra cualquiera), cuando en realidad el que insulta se está descalificando a sí mismo, como el que grita e insulta en una discusión o un debate.
Pero también puede ser la crítica una actividad creativa, literariamente valiosa –no quiero con eso decir “con latiguillos” de supuesta “brillantez literaria”–, y en ocasiones una determinada crítica es mejor que la propia película acerca de la que, en teoría, habla, porque en realidad se basa en la película que han imaginado o soñado durante la proyección o después.
Otro tópico muy repetido sobre la crítica –usado sobre todo como arma arrojadiza por directores dolidos– es –obsérvese la inmediata personalización– que el crítico es un ser resentido y envidioso, porque es un creador frustrado o impotente. Puede que alguno corresponda a esa caricatura, de los muchos que he conocido si acaso los hay que, más que frustrados, eran todavía aspirantes a ser cineastas. Y la crítica permitía –con suerte– financiar parcialmente la frecuente asistencia al cine o la compra de libros y revistas sobre cine. Ahora debe servir para pagarse algún viaje o asistencia a un festival, para comprar DVDs o Blurays, a lo mejor para hacer un corto. Es relativamente raro, en mi experiencia, el caso del cineasta frustrado. También es una idea que creo desenfocada la muy extendida noción de que el ejercicio de la crítica sirve como aprendizaje para dirigir. Yo creo que el sentido crítico puede coartar la creatividad, sobre todo si es muy agudo, y que hacer crítica sería una actividad más propia de un buen productor. Pero como yo creo que para ser productor de verdad hace falta tener muchísimo dinero, tengo mis dudas acerca de su utilidad.
Aclaro ya por qué no me considero un crítico, sino un cinéfilo que escribe (o habla, eso muy tardíamente, tuve que vencer mi enorme timidez). Como muchos ejercientes creen, la crítica forma parte del periodismo, y se supone que ha de informar al público lector (tenido por profano) de los rasgos y virtudes o defectos de una película, así animándoles a ir a verla o desaconsejándoselo. Para ello, han de ejercer su actividad en un medio de comunicación (periódico diario, semanario, revista cultural o de información semanal, radio, televisión, desde hace unos años blogs o revistas digitales en la red). Y la inmediatez y urgencia va unida a la prontitud de sus juicios valorativos, por prudencia a menudo mitigados (no haya retiradas de publicidad). La urgencia es cada vez mayor hoy que una película se estrena en viernes y se juega su carrera comercial en el primer fin de semana. Ese crítico puede influir, sobre todo si lo hace en un medio poderoso, en el éxito o fracaso de la película. Y si hay (como suele) uniformidad o unanimidad en los medios de mayor difusión, la suerte puede quedar echada.
El que reflexiona y escribe, con tiempo, con calma, tras ver varias veces la película, para una revista especializada y minoritaria, que sale cuando casi siempre la película ya no está en cartel y va a ser leída por personas que, en buena parte, la han visto ya, no hace crítica, y menos aún cuando habla de cineastas o películas del pasado. No tiene, afortunadamente, más poder que el de recomendar, a quien encuentre sus razonamientos convincentes y atractivos, a descubrir o revisar a un cineasta o algunas de sus películas. Y eso, creo yo, es a fin de cuentas, la función más útil de la actividad que yo llamo, más que crítica, de escribir sobre cine: dar pistas, proponer visiones, llamar la atención sobre olvidados, desconocidos, malditos. Pistas no obligatorias, por supuesto. Hay que evitar que, como en mi adolescencia era obligatorio leer a Pereda, se convierta en obligatorio ver el cine de Bardem o Saura.
Texto preparatorio para su intervención en Locarno Critic Academy (agosto de 2018).
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