Quizá la película más teatral y abstracta de Fernán Gómez como director, y por tanto no ya la menos realista sino la más descaradamente irrealista, solo en grado comparable al corto de Demy a partir de Cocteau o a fragmentos de Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966) de Hitchcock, es además de fantasiosa por el decorado y la gama de colores, una de las contadas películas en verso que se han hecho, tanto aquí como en otras partes.
Para colmo, se trata de una versificación que aspira a la comicidad, y esa comicidad es muy arriesgada, porque bordea constantemente el ridículo, al estar basada no ya en la rima, sino más bien, y con franco descaro, en el ripio, que a veces llega al disparate en un tentativa desesperada -pero picaresca- de forzar la consonancia, aún a costa de los giros sintácticos más retorcidos e inverosímiles, tanto que a quien sea sensible a ellos han de provocarle hilaridad.
El mismo exceso reina igualmente en la interpretación, en la que, lejos de reprimir, encauzar, contener o mitigar el histrionismo, aquí se ha potenciado de tal modo que los actores se convierten en cómplices del texto y de los espectadores, que vamos a reírnos no ya de las rimas forzadas ni de los ademanes y las poses de los que los recitan y magnifican, sino de la combinación explosiva y exponencial de trama, texto, rima, voces, tonos, vestuario, decorados, cuerpos, movimientos... todo falso, excesivo, delirante y continuo.
Esta combinación de sobreactuación y entorno irreal resultaría sumamente irreal si se tratase de una obra de pretensiones serias, y puede molestar a quien no se percate de la actitud jocosa e irónica de los pareados de Muñoz Seca y de la "puesta en escena" -que, en este caso, lo es más literalmente que casi nunca- de Fernán Gómez, que no solo no rehúye ni disimula o atempera, sino que acentúa y subraya lo teatral. Es, por tanto, una obra decisivamente "localista" desde el punto de vista lingüístico, ya que quien no conozca suficientemente bien nuestra lengua difícilmente podrá apreciar su caricaturesca ironía, su cariñosa burla de tópicos y convenciones del teatro clásico del Siglo de Oro y de sus variaciones románticas, que en aquella época se sabían de memoria tanto Fernán Gómez y todos sus actores como buena parte del público de cierta edad, conocimiento que se extendía ya, también, a la célebre y perenne pieza de Muñoz Seca.
Es posible que, dentro de la imprevisible y, a mi modo de ver, sumamente irregular trayectoria de Fernán Gómez como director de cine (muy diferente de la que siguió como director de teatro), La venganza de Don Mendo no se corresponda con su porción más personal ni pertenezca tampoco a la más seria, pero me atrevería a atribuirle tentativamente un cierto carácter experimental dentro de la evolución que me parece advertir, intermitentemente y un poco a trompicones, entre los extremos de realismo con que se suele asociar al cine y el irrealismo que, sobre todo desde el punto de vista del propio cine -y de muchos de los que, de un modo u otro, nos dedicamos a él, aunque sea como meros espectadores asiduos-, suele caracterizar al teatro.
Se trata de una dialéctica que, en mayor o menor medida, se puede detectar en otros directores que han ejercido esa función, y simultáneamente además, y no solo sucesivamente, en ambos modos de representación, basta pensar en Ingmar Bergman o Luchino Visconti, aunque los ejemplos posibles son bastante numerosos. Si añadimos que en el caso del perezoso hiperactivo (no creo que ambos rasgos sean incompatibles en absoluto) que era Fernando Fernán Gómez a esa doble profesión añadía las de actor y escritor, por no contar como otra más la de narrador oral, en todas las variantes posibles, desde la improvisación al recitado, en prosa o en verso, parece natural que la elección dentro de ese abanico de posibilidades sea en cada caso, en cada obra, quizá en cada escena, una decisión importante, meditada y a veces difícil o arriesgada, porque caben grados muy distintos y combinaciones de ambas tendencias en muy variadas proporciones.
Si La vida por delante era un poco su variante personal y adaptada a España y a 1957 del neorrealismo y El mundo sigue combina el máximo realismo con el esperpento, parece que La venganza de Don Mendo podría verse, retrospectivamente, como un tanteo intermedio a través de la caricatura del irrealismo. Con esto no pretendo afirmar que Fernán Gómez hiciese consciente y deliberadamente (aunque es una hipótesis que yo no osaría descartar tampoco) ningún tipo de experimentos o ensayos en algunas de sus películas, porque no me consta ni recuerdo habérselo preguntado nunca, pero lo cierto es que no me extrañaría demasiado que le gustase aprovechar cualquier ocasión de dirigir una película, ni siquiera en las que parecen meros encargos y a veces aceptadas con carácter más bien alimenticio, por lo menos para probar alguna idea, ciertos intérpretes o, simplemente, algo que no había hecho anteriormente.
En todo caso, se compartan o no mis sospechas acerca de sus experimentos, fueran planeados o momentáneos y puramente instintivos, lo cierto es que si uno es consciente de que la obra de Muñoz Seca es de intención cómica, o lo advierte a poco de arrancar la película (cosa que facilita todo en ella: los dibujos de Enrique Herreros de los títulos de crédito, los versos, el tono declamatorio, los gestos histriónicos, la artificiosidad multicolor del decorado, con llamas de papel), La venganza de Don Mendo, tal como la interpretan Fernán Gómez, Paloma Valdés, Juanjo Menéndez y un amplio reparto, es una película divertidísima, que mueve a reírse a carcajadas no por una réplica o un diálogo ingenioso, ni por un gag aislado, sino por la conjunción perfectamente armonizada y sincronizada de absolutamente todos los elementos, desde el vestuario, los decorados, los forillos, las armas y todo objeto que toman o dejan los actores, y hasta la música, pasando, claro está, por los desternillantes pero competentemente hallados y rimados versos, el ritmo y la amplitud de la gesticulación de cada intérprete. Puede parecer, a la vista del resultado, algo fácil de conseguir, pero yo apostaría, y la ausencia de precedentes lo hace poco arriesgado, que es algo sumamente difícil, porque termina siendo, como a menudo sucede cuando se bordea tanto el exceso como el ridículo, cuestión de medida, de contención, de buen gusto para no caer en lo zafio, lo fácil y lo chabacano, y... de ritmo. Porque con otro que el que tiene, es dudoso que funcionase tan bien.
En “El universo de Fernando Fernán Gómez”. Madrid : Notorious, julio de 2021
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