Recuerdos de una mañana (José Luis Guerin, 2011)
Todo hace temer que esta película breve (45 minutos) filmada por Guerin para el Jeonju Digital Project 2011 (compartiendo largometraje con los más veteranos e ilustres Jean-Marie Straub y Claire Denis) en los alrededores de su casa, en la calle Casp de Barcelona, no pueda verse, al menos “normalmente” (si es que puede calificarse de normal la forma en que se puede ver, cuando se puede, el cine español reciente que tiene verdadero interés… no pecuniario), debido a las inquisitoriales presiones de la familia de su protagonista ausente, apenas fugazmente entrevisto y nombrado, y en todo momento tratado con simpatía, emoción y respeto tanto por el cineasta como por los restantes vecinos que comentan el drama del que fueron testigos o tuvieron noticia más tarde, y que aportan anécdotas, impresiones o hipótesis acerca de su vida reciente y su incierto final, sin adentrarse en sus causas próximas o remotas: como, en el fondo, toda muerte súbita, permanecerán siempre en el misterio.
Y es una lástima, porque Recuerdos de una mañana es de lo más (y bien poco hay, a mi juicio) interesante producido en los últimos dos o tres años en un cine siempre anémico pero últimamente reducido a un estado casi comatoso (sin pensar demasiado en que lo peor tiene todas las trazas de estar aún por venir, porque bastante extendida está ya la desesperanza). Tras otras deambulaciones, con numerosos momentos extraordinarios pero comprendo que quizá insatisfactorias para buena parte de los espectadores, demasiado acostumbrados a empresas más rutinarias, tanto en Estrasburgo (En la ciudad de Sylvia, 2007) como en medio mundo (Guest, 2010), Guerin vuelve a Barcelona, como en En construcción (2000) y ninguna más, y nos pinta, entre otras cosas, un retrato de (un rincón de) su ciudad natal, por la que parece sentir – como, en general, cada cual por la suya – una curiosa pero enriquecedora mezcla de amor y odio.
Más aún que un retrato del violinista difunto, al que veía – cuando estaba en Barcelona – desde las ventanas de su casa, ensayando en un balcón, y al que sin duda otros habitantes del barrio conocían mejor, Recuerdos de una mañana (título tomado del subtítulo de la extraña novela Contre Sainte-Beuve de Marcel Proust) acaba por ser el retrato centrífugo del cruce de dos calles y de sus habitantes, procedentes de los más variados lugares y dedicados a muy diversas actividades, entre las que, curiosamente, la más frecuente parece ser la música.
Guerin los interroga, y les hace revivir el recuerdo de esa mañana fatídica y de su vecino Manel, siguiendo para ello un itinerario que puede parecer desordenado – y que hace fascinantemente imprevisible el desarrollo de la película, como sucedía en En construcción o también en Innisfree (1990) – pero que, a mi entender, obedece a una lógica interna, orientada a poner un cierto orden (sin imponerlo) en un relato de varias facetas y tiempos y que, por ello, estaba amenazado de dispersión.
Asombra aquí, de nuevo, la capacidad del cineasta para lograr que los desconocidos (más o menos) se revelen ante su cámara, sin duda consecuencia de esa mezcla peculiar de curiosidad y timidez, de empatía y confianza, que tan fácil parece para él establecer con cualquiera, y que sin duda es lo que le permite sortear tranquilamente las difusas fronteras entre la realidad y la ficción, entre el documento y la narración, y moverse como pez en el agua en ese incierto terreno de nadie en el que ha tendido a desenvolverse el cine desde sus comienzos y hasta que se convirtió en una industria, y muy raramente, en cambio, después. Se une a ello una extraña habilidad para descubrir el actor que (incluso inconscientemente) todos llevamos dentro, y para obtener momentos de veracidad que no son construidos y elaborados de acuerdo con una u otra técnica interpretativa, sino captados al vuelo por una mirada y una cámara singularmente atentas, que son, sin duda, naturales, pero evidentemente provocados y estimulados.
Recuerdo que, hace ya mucho tiempo – debió de ser en torno al estreno de Pierrot le fou (1965) de Godard, es decir, hacia 1966 – el entonces aún ni guionista ni director Manolo Matji, en un bar de la madrileña calle de Galileo en el que a veces charlábamos y bebíamos durante horas algunos inconscientes miembros de la luego denominada “escuela de Argüelles” tras haber coincidido en algún cine de barrio o en el fulleriano decorado del Parque Móvil Ministerial, donde había un curioso cineclub, sentenció un atardecer que la diferencia entre el cine clásico y el moderno (en la terminología de la época) estribaba en que en el primero los planos eran centrípetos y en el segundo tendían a ser centrífugos. Frase o boutade brillante y algo críptica, como las de Godard, a la que nunca he dejado de darle vueltas, pues intuía en ella algo de verdad y nada de azar – en el fondo, venía a significar que en el cine clásico los planos estaban siempre construidos, encuadrados y compuestos, y en el más moderno aparentemente no –; en el fondo, quizá el bueno de Manolo se quedaba corto, y no era sólo el plano el que había pasado del centripetismo de un Fritz Lang, un Hitchcock o un Hawks al centrifuguismo o quizá la centrifuguidad de un Godard, un Rivette o un Skolimowski (todavía no existían ni Garrel ni Akerman).
Recuerdos de una mañana, adecuadamente, me ha hecho rememorar esa frase. He aquí, pues, una película que empieza por el final, sabemos desde muy pronto lo que – en el terreno de los hechos desnudos y esenciales, que suelen ser irreversibles – ha sucedido, y de la que, tras una aparente indagación (nada policiaca, y sin recurrir a flashbacks; no estamos ante un film negro ni un remake de The Barefoot Contessa, 1954, de Joseph L. Mankiewicz o Citizen Kane, 1941, de Welles, que presuponen un difunto célebre), realmente no se llega a esclarecer nada, y que sin embargo es hábilmente narrativa y mantiene un claro suspense, basado – como en Hitchcock, pero de muy otro modo – en las expectativas habituales del espectador. Una película que dura aproximadamente la mitad de lo usual y convenido, y cuya curva dramática, por tanto, apenas llega a establecerse diáfanamente, o desorienta al que la anticipe, como le sucedía al que veía Psycho (1960) por vez primera. Un misterio que no es desvelado, y que por tanto queda eternamente abierto (o suspendido sobre el vacío, como James Stewart al final de Vertigo, 1958). Un “protagonista” aún más ausente y mudo que el de A Letter to Three Wives (1949) de Mankiewicz, reemplazado por una proliferación de personajes (para colmo, “reales”) que ni lo suplantan ni constituyen uno de esos pretenciosos e insignificantes “coros” saineteros tan abundantes en cierto cine español (sobre todo “serio”). Son algunos rasgos distintivos de esta nueva película en la que Guerin sigue explorando – con otros medios, en otros tiempos, y por tanto de otra forma – los misterios que hicieron tan fascinante el cine clásico, demostrando con hechos – y una pequeña cámara digital, sin apenas dinero – que es posible seguir inventando cosas y al mismo tiempo tratar de reencontrar el encanto perdido, sin copiarlo ni remedarlo patéticamente.
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