miércoles, 23 de octubre de 2024

Cerdo romano

Maculatum era, sí, un cerdo. Pero era, él bien lo sabía, un cerdo romano. Y estaba or­gulloso de serlo. Intuía vagamente, por los rumores que circulaban, susurrados, en la piara, que su vida de holganza, de ordenada y variopinta alimentación no sería larga, pero no tenía una noción precisa del tiempo, ni de lo que se entendía por longi­tud al respecto. Había días que se le antoja­ban vacíos o monótonos, y la espera de la siguiente comida o de la siesta nocturna se le hacía larga, y otros la puesta del sol lle­gaba sin darse cuenta. Pero la fama y el prestigio del Imperio de Octavio César Au­gusto también habían llegado a insinuarse en sus orejas puntiagudas, medio dobladas e inclinadas a colgar, y los sentía como pro­pios.

No sabía en realidad qué era un Imperio ni dónde estaba Roma. Su memoria, escasa y de muy corto alcance, le hacía suponer que hasta podría no haber estado nunca en Roma, aunque veía a veces carros y caba­llos que cruzaban, y pensaba siempre que allí se dirigían; tal vez estuviera la pocilga en las afueras de la capital, o en uno de los muchos caminos que a ella llevaban. El caso es que se sentía romano. Y pensaba, o al­guien le había infundido esa creencia, que era mejor ser un cerdo romano que de cualquier otro lugar, cuyo nombre ignoraba y cuyo número desconocía. No es que tuviese un elevado concepto de sí mismo. Carecía incluso de sentimiento de identidad, o se confundía con la relación tribal que le unía al resto de la piara. Suponía que no era, in­dividualmente considerado, un cerdo ex­traordinario o insigne. Sabía que no descendía de los líderes de la pocilga, que tenían por rasgos distintivos una actitud distante, alternativamente altiva, incluso despectiva, a veces, melancólica otras, y un cierto aire vagamente aristocrático, y eran poco ruidosos.

Pero le habían contado o había deducido que era un cerdo romano, y eso le hacía un cochino ilustre, un marrano de selección, un chancho privilegiado. No por mérito propio, de individuo animal, sino genérico, al al­cance de todos y cada uno de los integrantes del censo porcino de la plaza, y rubricado por esa grata sensación de puerco de pri­mera que él mismo, inexplicablemente, sen­tía, y que le engordaba de pura satisfacción. Pensaba que sus eructos y berridos eran inteligentes, casi musicales, admirables para todo lechón no romano, no imperial, ajeno a su entorno. No era una sensación exclusiva de su camada, aunque otras al parecer la experimentaban menos intensamente. Intuía que quizá nada habría hecho él para acre­centar el renombre y el poderío de Roma, pero se creía partícipe, al mismo título, si no en el mismo grado, que el propio emperador. Sentíase acreedor del respeto y la admira­ción envidiosa de los otros cerdos, los naci­dos y criados lejos de la cuenca del Tíber, ese brazo de agua cuya longitud no concebía, pero que era al parecer considerable. Le ha­bían asegurado que era mayor la del Po, pero ese río parece ser que no baña las ribe­ras romanas.

Como cerdo romano, se sentía llamado a hacer grandes cosas, aunque no acertara a imaginar cuáles, ni cómo podría acometer­las, menos aún cómo medir su grandeza y cotejarla con la de otras empresas, humanas o porcinas, daba lo mismo, ya que no se había planteado la diferencia que podría existir, fuera de rasgos muy superficiales y aparentes.

Había sabido que no todos los súbditos -curiosa palabra- de Roma eran dignos de in­tegrarse entre sus ciudadanos, ni siquiera todos los que moraban entre sus muros (es decir, entendía Maculatum, en la gran pocilga romana), y que Roma tenía enemigos que también serían enemigos suyos una vez que alguien tuviese a bien señalárselos.

Era un cerdo feliz, pues era un cerdo ro­mano, lo más noble que puede conocerse entre la especie porcina de los mamíferos.

En El Alción, nº extraordinario (2015)

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