Maculatum era, sí, un cerdo. Pero era, él bien lo sabía, un cerdo romano. Y estaba orgulloso de serlo. Intuía vagamente, por los rumores que circulaban, susurrados, en la piara, que su vida de holganza, de ordenada y variopinta alimentación no sería larga, pero no tenía una noción precisa del tiempo, ni de lo que se entendía por longitud al respecto. Había días que se le antojaban vacíos o monótonos, y la espera de la siguiente comida o de la siesta nocturna se le hacía larga, y otros la puesta del sol llegaba sin darse cuenta. Pero la fama y el prestigio del Imperio de Octavio César Augusto también habían llegado a insinuarse en sus orejas puntiagudas, medio dobladas e inclinadas a colgar, y los sentía como propios.
No sabía en realidad qué era un Imperio ni dónde estaba Roma. Su memoria, escasa y de muy corto alcance, le hacía suponer que hasta podría no haber estado nunca en Roma, aunque veía a veces carros y caballos que cruzaban, y pensaba siempre que allí se dirigían; tal vez estuviera la pocilga en las afueras de la capital, o en uno de los muchos caminos que a ella llevaban. El caso es que se sentía romano. Y pensaba, o alguien le había infundido esa creencia, que era mejor ser un cerdo romano que de cualquier otro lugar, cuyo nombre ignoraba y cuyo número desconocía. No es que tuviese un elevado concepto de sí mismo. Carecía incluso de sentimiento de identidad, o se confundía con la relación tribal que le unía al resto de la piara. Suponía que no era, individualmente considerado, un cerdo extraordinario o insigne. Sabía que no descendía de los líderes de la pocilga, que tenían por rasgos distintivos una actitud distante, alternativamente altiva, incluso despectiva, a veces, melancólica otras, y un cierto aire vagamente aristocrático, y eran poco ruidosos.
Pero le habían contado o había deducido que era un cerdo romano, y eso le hacía un cochino ilustre, un marrano de selección, un chancho privilegiado. No por mérito propio, de individuo animal, sino genérico, al alcance de todos y cada uno de los integrantes del censo porcino de la plaza, y rubricado por esa grata sensación de puerco de primera que él mismo, inexplicablemente, sentía, y que le engordaba de pura satisfacción. Pensaba que sus eructos y berridos eran inteligentes, casi musicales, admirables para todo lechón no romano, no imperial, ajeno a su entorno. No era una sensación exclusiva de su camada, aunque otras al parecer la experimentaban menos intensamente. Intuía que quizá nada habría hecho él para acrecentar el renombre y el poderío de Roma, pero se creía partícipe, al mismo título, si no en el mismo grado, que el propio emperador. Sentíase acreedor del respeto y la admiración envidiosa de los otros cerdos, los nacidos y criados lejos de la cuenca del Tíber, ese brazo de agua cuya longitud no concebía, pero que era al parecer considerable. Le habían asegurado que era mayor la del Po, pero ese río parece ser que no baña las riberas romanas.
Como cerdo romano, se sentía llamado a hacer grandes cosas, aunque no acertara a imaginar cuáles, ni cómo podría acometerlas, menos aún cómo medir su grandeza y cotejarla con la de otras empresas, humanas o porcinas, daba lo mismo, ya que no se había planteado la diferencia que podría existir, fuera de rasgos muy superficiales y aparentes.
Había sabido que no todos los súbditos -curiosa palabra- de Roma eran dignos de integrarse entre sus ciudadanos, ni siquiera todos los que moraban entre sus muros (es decir, entendía Maculatum, en la gran pocilga romana), y que Roma tenía enemigos que también serían enemigos suyos una vez que alguien tuviese a bien señalárselos.
Era un cerdo feliz, pues era un cerdo romano, lo más noble que puede conocerse entre la especie porcina de los mamíferos.
En El Alción, nº extraordinario (2015)
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