«Pour être heureux il faut simplement y voir c'air et lutter sans défaut».
Paul Eluard
Como «Candilejas», Prima della rivoluzione es un exorcismo. El segundo film de Bertolucci es una formulación poética y totalizadora de sus temores, de los peligros que ha corrido y que —la película lo prueba— ha sabido superar. Antes de la revolución nos cuenta la historia de un joven burgués de Parma, que cree ser marxista y descubre, a través de una serie de experiencias, que no ha conseguido serlo. Este joven, Fabrizio, no es, como algunos detalles pudieran hacer pensar, el mismo Bertolucci, sino lo que pudo haber sido Bertolucci si, como el personaje, no hubiera sabido ver claro y luchar sin desfallecer contra su circunstancia. Sin duda, Bertolucci ha temido en algún momento rendirse, y convertirse en un Fabrizio —como les ha ocurrido a tantos—; Antes de la revolución le ha permitido clarificar y reafirmar sus ideas, y nos obliga a analizar y poner a prueba las nuestras. El cine se presenta, pues, para Bertolucci, como un método de conocimiento y una forma de reflexionar sobre sí mismo y sobre la realidad que le circunda. En este sentido, su proceso de creación se aproxima al de Rossellini y Godard, nombres que suscita con frecuencia la película, y no precisamente por azar.
Si se considera que, en cierto sentido, Antes de la revolución es una «ópera prima» (1), se explicarán fácilmente algunas de sus virtudes y todos sus defectos, pues los hay, aunque resultan tan reveladores que, al contribuir a una más directa expresión del pensamiento del autor, se convierten en virtudes: de ahí provienen, por un lado, el auténtico compromiso de Bertolucci para con su film, su sinceridad, el tono casi autobiográfico, de diario íntimo, su impudor, su valentía y su honestidad (sensible sobre todo en el planteamiento ideológico, que critica desde la izquierda al P. C. I., y mina la «buena conciencia» de muchos pretendidos revolucionarios) y, por otra parte, la inseguridad, los emocionantes tanteos estilísticos que esmaltan la película, el afán de decir «todo» en un film, las ingenuidades (no olvidemos, por otra parte, que Bertolucci tenía 23 años al acabar la película), las numerosas citas y homenajes (Wilde, Pavese, Brecht, Melville, Eluard, Proust, el Parmigianino, Ray, Hitchcock, Hawks, Laurel & Hardy, Resnais, Truffaut, Mozart, Vivaldi, Verdi; los nombres y las relaciones entre los personajes extraídos de «La cartuja de Parma» de Stendhal; una escena en la que se habla de cine para acabar diciendo que «no se puede vivir sin Rossellini»; numerosas alusiones a Godard), el planteamiento emocional y subjetivista (aunque al final Fabrizio es abandonado, hay un cierto parecido físico entre Francesco Barilli, el actor que lo encarna, y Bertolucci, y tienen importancia los monólogos y las «voces interiores»).
Este carácter subjetivo se traduce en la naturaleza «poética» del film, cosa bastante frecuente en las películas «en primera persona», pues comunican una visión del mundo tan «desde dentro», tan implicada, que la objetivación se hace casi imposible y sus autores recurren a la transposición poética. Como Bertolucci ha escrito y publicado poesía, esta peculiaridad del film resulta perfectamente lógica, y Antes de la revolución se convierte en una elegía, en un canto a la desaparición de un mundo y a la muerte de unos valores que, sin embargo, Bertolucci mira aún con cierto afecto, con cierta nostalgia que los hace más peligrosos y más tentadores: por eso la película no evita lo que de atractivo pueda haber en ellos, no subestima su fuerza, y advierte contra el peligro de escuchar los cantos de sirena de la burguesía. No es de extrañar que Pasolini, en su famoso ensayo «El cine de poesía», se apoyara sobre todo en este film de imágenes blancas y ritmos líricos para caracterizar este tipo de cine frente al que llama «cine de prosa» (del cual el ejemplo perfecto sería «Deseos humanos», de Lang), pues frente a la voluntad de presentar la realidad sin deformarla, evitando que se note a través del estilo la presencia del director, que se manifiesta en el «cine de prosa», en las películas de Bertolucci —como en las de Godard, Skolimowski, Pasolini— el estilo se convierte en el elemento expresivo fundamental, de forma que cada movimiento de cámara o cada cambio de plano obedecerá más a un afán de crear emociones o comunicar estados de ánimo que a imperativos espaciales o de lógica narrativa: si en Lang la cámara se limita a ser un instrumento que capta y selecciona la realidad sin calificarla ni distorsionarla, en Bertolucci la puesta en escena transforma la realidad para acomodarla a la visión subjetiva y emocional de su autor. En consecuencia, la película tiende a recuperar la armonía mediante el lirismo, superando la fragmentación narrativa del film gracias a la asociación de imágenes e ideas que, a modo de rima interior, encadenando un clímax tras otro, restablezcan una unidad emocional (el ejemplo más extremado de este proceso sería «Pierrot le fou», de Godard). Si bien Bertolucci se mantiene más cerca del «realismo» que Skolimowski en «Bariera», y no viola el orden cronológico ni la verosimilitud psicológica, la construcción de la película atiende menos a la consecución de una narración lógica y clara que a comunicar con la mayor fuerza posible una serie de ideas y sentimientos («No se pinta nunca lo que se ve o lo que se cree ver. Se pinta con mil vibraciones el golpe recibido», decía Nicolás de Staël). Por eso Bertolucci hace suyas las palabras de Godard cuando dijo que «un travelling es una cuestión de moral» (2) o que «los planos, sean fijos, en panorámica o en travelling, son autónomos, con una resonancia autónoma y una belleza autónoma, y no hace falta preocuparse demasiado de prever un montaje, porque de todas formas el orden nace automáticamente a partir del momento en que los ponemos uno tras otro… ya que si tienen una carga poética la relación nacerá a pesar de todo…» (3). Y la carga poética de cada plano de Prima della rivoluzione es tal que no importan los fallos de «raccord», ni los saltos de eje, ni que sobren planos, ni que pudieran ser más cortos, porque estos «errores sintácticos», como los de «La verdadera historia de Jesse James» (Ray), «Montparnasse, 19» (Becker) o «À bout de souffle» (Godard), no sólo no quiebran la continuidad emocional de la película, sino que la cimentan y amplifican, traduciendo a la perfección —mejor que cualquier diálogo explicativo— el estado de ánimo que, en el momento de elegir ese encuadre, de cortar ese plano o de hacer esa panorámica, comparten los personajes y sus autores respectivos. Como decía Godard, a propósito de «The True Story of Jesse James», los encuadres «saben de alguna forma hacer tangibles nociones tan abstractas como las de Libertad y Destino» (4).
De un film apasionado y febril a uno operístico no hay más que un paso, y en el cine italiano este paso se da con frecuencia. Así, la tonalidad poética de Antes de la revolución, unida a un texto hermoso como pocos (véase, y es sólo una muestra, la despedida de Puck a sus tierras) y a una música constante y variada (del jazz a Vivaldi, del clavecín a las canciones juveniles que, como la de Paul Anka que resonaba un momento en «À bout de souffle») nos transportan a la época y nos hacen preguntarnos y recordar dónde estábamos y qué hacíamos entonces (5) acaba por desembocar en el cine operístico, y no en el sentido que se le da este término al hablar de «Senso» (pues Visconti utiliza la ópera y el melodrama desde fuera, como un recurso estilístico), sino más bien pensando en «Noches blancas» (del mismo Visconti) o en los primeros films de Demy, si bien es cierto que Bertolucci está tan lejos de la deliciosa cursilería de «Los paraguas de Cherburgo» como de la epicidad de los films operísticos de Rocha o Eisenstein, y conste que no me refiero a la magnífica despedida de Gina y Fabrizio en el Teatro Regio, mientras se oye el «Macbeth» de Verdi, sino a una tonalidad que impregna toda la película, dándole homogeneidad, y que influye decisivamente en su estructuración y en las modulaciones musicales de su ritmo.
El carácter más importante de la película no es éste, sino el de su «globalidad», en cuyo origen tal vez esté, simplemente, el deseo, la imperiosa necesidad que siente Bertolucci de decir todo, tanto por darse a conocer (y conocerse) como por justificar y explicar en cierta medida el porqué del comportamiento de sus personajes. Las consecuencias, sin embargo, son trascendentales, y acercan a Bertolucci —una vez más— a Rossellini, porque la capacidad de síntesis del autor de Partner (1968) no se limita al aspecto formal (en el que ha sabido asimilar y armonizar numerosas y muy dispares influencias), sino que convierte Antes de la revolución en uno de los pocos films verdaderamente políticos —y marxistas, dicho sea de paso— que se han hecho: rehuyendo las cómodas simplificaciones de costumbre, apartándose del esquematismo y de la abstracción de ocuparse «pura» y exclusivamente del problema ideológico que es el centro de la película, Bertolucci ha sabido eludir la teoría y tener siempre en cuenta, de forma simultánea, orgánica e indisociable, todos los factores que provocan o dificultan las tomas de partido y que «conviven» con ellas en la vida real, concreta y cotidiana de los hombres; por eso la ciudad, la época (1962), la clase social, la familia, la amistad, el amor, la religión e incluso el cine —ya que éste es el medio elegido para plantearnos el dilema de Fabrizio— tienen una presencia tan relevante como justificada, ya que los demás personajes remiten constantemente a la actitud política del protagonista, pues ésta es parte de su forma de enfrentarse a la vida en general. De esta forma, es una prueba de elegancia y sutileza por parte de Bertolucci el que, tras un brusco inicio en el que Fabrizio corre por las calles de Parma, rechazando la clase en que ha nacido (y por tanto a su prometida, porque «Clelia es la ciudad, es aquella parte de la ciudad que he rechazado, es la dulzura de vivir que yo no quiero aceptar», lo que enlaza con la frase de Talleyrand que abre la película: «Quien no ha vivido en los años de antes de la Revolución, no puede comprender qué es la dulzura de vivir») y gritando interiormente una serie de verdades (6), parezca abandonar ese tono agresivo para adentrarse en el drama de Agostino, un amigo de Fabrizio que, también burgués avergonzado, no puede dejar de serlo y no encuentra otra escapatoria que la muerte (que se suicide o no, da lo mismo, el caso es que no puede seguir viviendo, como el Léaud de «Masculin Féminin»), y enlazar su entierro (visualmente asociado, más tarde, a la boda de Fabrizio) con la aventura sentimental que une al protagonista con su tía milanesa, Gina; porque la cobardía de Fabrizio al abandonar a Gina (que está enferma, que es difícil, que tiene defectos y problemas, que hace preciso luchar, pero que vale la pena) para «volver al redil» casándose con Clelia (que es muy «normal», tranquila, buena, mona y rica, pero fría y carente de interés) hace eco y es simultánea a su renuncia al comunismo. Hay que comprender —y la película lo hace explícito— que Gina y Clelia representan las dos opciones alternativas de Fabrizio (el marxismo y el conformismo burgués), a la vez que tanto Agostino como Cesare —el maestro comunista y ortodoxo que ha sido su mentor— encarnan dos posibles futuros de Fabrizio, lo mismo que Puck, el terrateniente que no ha trabajado nunca y que ahora, arruinado, se despide de su mundo y de sí mismo («Aquí termina la vida y comienza la supervivencia») en una de las más geniales escenas de la película. Es precisamente al enfrentarse con Puck cuando Fabrizio, tras criticarle, se da cuenta de que también él carece de la fuerza y el valor necesarios para cortar sus raíces, de que no sólo es un burgués por nacimiento, sino que lo es consustancialmente («En ese instante me di cuenta de que Puck había hablado también por mí. En él me había visto, dentro de unos años, y tuve la sensación de que para nosotros, hijos de la burguesía, no había escapatoria»). Para disculparse de su deserción ante el honesto Cesare, Fabrizio hace una crítica —acertada en boca de otro, y que Bertolucci suscribe en parte— del P. C. I., tan instalado en Italia que se conforma con las huelgas y las manifestaciones del 1 de mayo (con las «revoluciones de un día», dice Fabrizio), que ha inculcado en los trabajadores unas aspiraciones burguesas («vestirse como los burgueses, divertirse como ellos») y que ha abandonado sus ideales revolucionarios por una vida cómoda (en la ópera vemos el «palco del Partido») y contradictoria (en casa de Cesare, Bertolucci señala la vecindad de una foto de Gramsci y un cuadro de la Virgen). Esto está admirablemente expresado en la sublime escena del Parco Ducale, el día que murió Marilyn, cuando —entre banderas rojas movidas por el viento y cantos comunistas— Cesare acaba de recitar el final del «Manifiesto Comunista» de Marx y Engels, interrumpido por Fabrizio al ahogarle el llanto: «Los comunistas no se rebajan a disimular sus opiniones y sus proyectos. Declaran abiertamente que sus objetivos no pueden lograrse más que por el derrocamiento violento de todo el orden social tradicional. Los proletarios sólo tienen que perder sus cadenas. Tienen un mundo que ganar. Proletarios de todos los países, uníos», mientras vemos, al fondo, numerosas pancartas que exhortan «Vota comunista», dándonos a la vez una crítica del P. C. I., que ha entrado en el juego de la democracia, y las causas que incapacitan a Fabrizio para ser comunista de verdad, y no sólo jugar a serlo («Creía vivir en los años de la Revolución, pero eran los años de antes de la Revolución, porque cuando se es como yo se está siempre antes de la Revolución»). Poco después le vemos en la ópera, con Clelia, a la que abandona un momento para hablar con Gina y despedirse de ella. Y ya Bertolucci no nos vuelve a enseñar la cara de Fabrizio (7), que comete el suicidio moral de casarse con Clelia. Mientras el «coche fúnebre» de los novios se aleja, Gina abraza y besa con desesperación a Antonio, el hermano menor de Fabrizio, y cierra el film fijando esa imagen (8).
Esta visión global de los problemas de Fabrizio —más compleja y orgánica de lo que indican estas observaciones— multiplica su validez gracias a la sinceridad de Bertolucci, que comprende a su personaje y no le condena hasta el final, rehuyendo el panfleto maniqueísta y los esquemas preconcebidos. Partiendo de un personaje ambiguo, condicionado por su medio pero con posibilidad de escapar, sin intentar demostrar tesis alguna, dejando en libertad a sus personajes, Bertolucci ha logrado ofrecernos un análisis hirientemente lúcido (hasta en su aspecto romántico, ya que muchas veces las «tomas de conciencia» tienen este matiz) de las dificultades que tiene un burgués para rechazar las facilidades de su clase social (que es, ante todo, una forma de ser y de encararse con la vida). Por eso Antes de la Revolución sigue siendo válida hoy, incluso fuera de Italia, a pesar de que su personaje no simboliza a toda la juventud burguesa. Simplemente, la verdad y exactitud total de este caso particular le da una resonancia general que permite que en Fabrizio nos reconozcamos todos (9), hayamos superado o no su actitud final. Es precisamente por esto por lo que muchos atacan Prima della rivoluzione, ya que, viéndose reflejados en la pantalla (de nuevo hay que recordar a Stendhal) sin concesiones ni halagos, se rebelan, descontentos de la imagen de sí mismos que Bertolucci les ofrece, y en la que, no queriendo reconocerse, se ven desenmascarados. De forma que esta película, tan hermosa, tan romántica y tan lírica, resulta perturbadora y molesta, porque no es exaltante, porque recuerda que el camino es largo y difícil y porque combate la autosatisfacción que películas tan demagógicas y deshonestas como «Z» de Costa-Gavras tienden a producir y consolidar en aquellos sectores del público que acusan a Buñuel de colaboracionista cuando no son otra cosa que fabrizios ciegos, Bertolucci da un toque de atención, advierte que no basta con decir «soy muy progresista» y quedarse tan tranquilo, sino que, como el capitán Achab en pos de Moby Dick, hay que luchar siempre, sin detenerse, hasta el confín del mundo. Antes de la revolución, el más grande film italiano no dirigido por Rossellini, aplica toda su potencia poética y toda su lucidez a una misión que es revolucionaria hasta en los medios revolucionarios.
(1) Pues es su primera película «de autor», ya que el guión inicial, escrito al acabar la muy notable La Commare Secca (1962), es totalmente personal, y no una adaptación de Pasolini que dirigió casualmente y en la que lo más logrado era lo más personal —el episodio del soldado y el de las dos parejas de adolescentes—, ya que Bertolucci desconoce los medios proletarios de Roma y parece ser —como Ray, Godard o Truffaut— un autor que necesita haber vivido o sentido lo que muestra.
(2) Dicho en la película por el director de Tropici [1967), el amigo cinéfilo de Fabrizio.
(3) «Versus Godard», por Bernardo Bertolucci, en Cahiers du Cinéma, núm. 186.
(4) Además de esta crítica, «Le Cinéaste bien-aimé», conviene leer la de Montparnasse 19, «Saut dans le vide», en C. du C. núms. 74 y 83, o en las páginas 90 y 119 de Jean-Luc Godard par Jean-Luc Godard (Ed. Pierre Belfond, París, 1968), respectivamente.
(5) Aquí se piensa en «Au-delà des étoiles» (Bitter Victory), en C. du C. núms. 79 (op. cit., pág. 100), porque «Antes de la revolución» es un film que nos remite constantemente a la vida y a lo más profundo de nosotros mismos.
(6) Extraídas de «La religione del nostro tempo» de Pasolini, han sido reducidas por los subtítulos a una serie de frases dispersas y privadas de sentido. Esto ocurre a lo largo de toda la película, aunque de forma menos escandalosa, además de un corte brevísimo (lo que se tarda en pronunciar las seis letras de un apellido español), entre fascismo y racismo (el capitalismo de los subtítulos es un invento), cuando Fabrizio enumera a Puck una serie de cosas que se toleran «por costumbre y resignación». Un artificial bajón de sonido (inexistente en París, pero también presente en la copia estrenada en Barcelona, que es otra que la madrileña) quiebra el clímax de la secuencia del Parco Ducale al hacer inaudible la archifamosa frase final (que cito en el artículo) del conocidísimo «Manifiesto Comunista». Por lo demás, la copia estrenada en España es más larga que la italiana y la francesa, ya que Incluye varias escenas que cortó Bertolucci tras el estreno mundial en Parma.
(7) En el guión, Bertolucci Indica que no se le verá más que de espaldas, «como a Al Capone al salir del juicio en que fue condenado».
(8) Lo que, junto al montaje alternado de la boda y Cesare leyendo «Moby Dick» a sus alumnos, los aplausos «en mudo» y los gestos de los dos monaguillos, define muy claramente la postura de Bertolucci frente a Fabrizio (compárese con la de Patino al final de Nueve cartas a Berta, 1965, tímido equivalente español de esta película).
(9) Puesto que todos los que podemos ir a cines de Arte y Ensayo somos burgueses.
En Nuestro Cine nº 98, junio-1970
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