Human Desire (1954) se abre y se cierra con la misma imagen-clave: un travelling frontal a lo largo de los raíles que el tren no puede abandonar, a través de un túnel por el que es inevitable pasar. Como ese tren no puede salirse de su vía, los personajes languianos no pueden huir del destino implacable que rige y guía sus vidas. El motor de este destino es su propio creador, Fritz Lang, que ha conseguido, como pocos cineastas, crear un mundo personal, un metamundo extraído de la realidad, paralelo al nuestro, pero con leyes propias. En este mundo, cuyo único rector es Lang, no existe el azar, y el director, desde una posición lejana y elevada, contempla con indiferencia a sus criaturas y las funestas consecuencias de sus actos. De esta mirada de ultratumba, altiva, externa y omnisciente, de esta “visión del mundo”, surge, paulatina y naturalmente, el peculiar estilo de Lang.
El misterio, el secreto indescifrable de Human Desire, reside en que, resultando evidente que su autor no pudo ser otro que Lang, y no siendo sustancialmente diferente de los demás films de su autor —especialmente los últimos de la etapa americana de su carrera—, se hace muy difícil describir y analizar los rasgos distintivos que determinan su puesta en escena. En efecto, los encuadres de esta película —lo mismo que la composición interna de cada uno de ellos— son enormemente sencillos y lógicos, no cortan los objetos, son precisos sin ser milimetrados; pero no “expresan” nada, no “significan” nada. La planificación no responde a una voluntad de dramatización, permanece aparentemente neutral respecto al sentido de las escenas, y fluye implacable, sin rozamientos, apoyada en un montaje muy suave (sin otra función que hacer insensible los cambios de plano). Los movimientos de cámara son breves y escasos, nada suntuosos ni sublimes, y sometidos y sincronizados a las evoluciones de los actores, de forma que no se notan apenas. Los actores, muy controlados, pero nunca mecánicos, interpretan en un estilo sobrio y realista, sin gestos “inolvidables” ni ademanes apoteósicos o estilizados. Los personajes que encarnan son bastante vulgares, sin rasgos llamativos, y ninguno de ellos resulta simpático, atractivo o ejemplar (1). El decorado, el ambiente, es de poco relieve, impersonal, verosímil, y se limita a servir de “telón de fondo” a la acción. La música no subraya, ni resulta “pegadiza”, ni aplica un tema a cada personaje. La fotografía, a veces contrastada (sombras, violentas irrupciones de luz), no tiene nada de expresionista, aunque los aficionados a las etiquetas simplistas se agarrarán a ella para invocar “Metrópolis”, olvidando que la iluminación no es nunca forzada y que la tonalidad dominante es un gris frío y homogéneo.
Sin esquematizar la realidad, Lang se limita a filmar no ya lo necesario, sino tan sólo lo estrictamente imprescindible. No hay temas sensacionales ni bellas imágenes. No hay huella de sentimentalismo, de tranquilidad, de humor o de lirismo. Tan sólo una tensión subterránea, algunas elipsis ominosas, un fluir constante y sin desmayos, una total ausencia de digresiones (2). Es un film perfectamente atonal y lineal, sin los meandros característicos del cine negro (3). Human Desire no es más que un trazo recto, uniforme, de una claridad absoluta. No hay “momentos estelares”, ni escenas brillantes, ni clímax y anticlímax, ni ritmo trepidante, ni intriga, ni “suspense”. Es un film de constatación pura, que rehúye todo énfasis y que no precede al espectador ni es precedido por él: se ve (desde fuera) lo que ocurre, según va ocurriendo. Apartándose del naturalismo minucioso y detallista y del pintoresquismo barroco que suele caracterizar al género, tampoco cae en la abstracción, y no resulta irreal ni mitológico.
El de Lang es un cine del emplazamiento exacto de la cámara. Su puesta en escena no es más que la mirada, omnisciente, distante, serena, despreciativa incluso (4), de su autor. Lo que importa es el punto de vista exterior al drama que adopta Lang, la distancia que establece respecto a las pasiones y actos de sus personajes. En este momento ya no existe más lo que Bazin dijo peyorativamente de “Más allá de la duda” (Beyond a Reasonable Doubt, 1956): “el vacío barométrico de la puesta en escena” (genial definición del estilo del último Lang).
Una vez analizado todo esto, se puede ya intentar justificar la enorme trascendencia que, todavía hoy, tiene Human Desire en la evolución del cine. Con este film Lang alcanzó la total invisibilidad estilística, objetivo —confesado o no— de casi lodo el cine que podríamos llamar “clásico”, o si se prefiere, “tradicional”, y de parte del que se suele calificar ahora de “moderno”, y que está expresado por la idea de que “la mejor puesta en escena es la que no se nota”.
Así, Otto Preminger, estimando que el principal elemento “delator” de la presencia del director son los cambios de plano, que el espectador nota, aun de forma subconsciente, ha pretendido reducir su número (ya que su ambición de rodar las películas en un solo plano es, por ahora, irrealizable) filmando cada escena en planos largos: pero para ello se ve obligado a hacer complicadísimos y numerosos movimientos de cámara, que resultan ostentosos y a veces forzados. En otro sentido, Bresson tiende a hacer mínimo el contenido expresivo de cada plano, pero esto le lleva a recurrir al montaje, y, además, la abstracción a que llega es tan extremada, que su estilo se hace evidente, y no invisible, porque se le ve la sobriedad, y su despojamiento llama la atención casi tanto como los esplendores barrocos de algunos films de Welles. Lang, en cambio, no abstrae tanto, no reduce la realidad de forma tan patente, y como, por añadidura, su depuración no es producto de un esfuerzo consciente ni de un parti-pris inicial, resulta más espontáneo y menos llamativo que Bresson o el Straub de Chronik der Anna Magdalena Bach (1967), que, como Jancsó o Preminger, son muy conscientes de su estilo (5). En directores como Jean Renoir (la composición), John Ford (planificación dramatizante), Howard Hawks (découpage tan preciso que proporciona un placer intelectual independientemente de la escena, mientras que en Lang la planificación es indisociable de lo que nos es mostrado a través de ella), Mizoguchi Kenji (la cámara cobra independencia), Carl Th. Dreyer (planos-secuencia estáticos), etc., siempre hay factores de la puesta en escena que destacan sobre los demás, de tal forma que sólo los fragmentos más neutros de algunas películas, como “Psicosis” (6) y “Los pájaros”, de Hitchcock, Akasen Chitai, de Mizoguchi, y Le Caporal épinglé, de Renoir, alcanzan la “invisibilidad estilística” que domina por completo Human Desire.
Incluso en la obra de Lang, que —no como un fin, sino como consecuencia lógica de su rigor y tendencia a la depuración, a su vez dictada por su Weltanschauung personal— desde muy pronto se ha acercado al “estilo invisible”, ni antes ni después de Human Desire se encuentra tal coherencia y perfección para hacer imperceptible la puesta en escena. Si se piensa en ese insólito film de ciencia ficción que es “La mujer en la Luna” (Der Frau im Mond, 1928), se apreciará ya un grado tal de depuración que hacía de este film “lunar” el primer precedente de la evolución que nos ocupa, pese a las limitaciones, que eran, en este sentido, la abundancia inevitable de efectos especiales y la mudez del cine de la época (7).
Sin embargo, los mayores logros de Lang en este terreno se encuentran en las últimas películas de su etapa americana. “La gardenia azul” (The Blue Gardenia, 1953), por ejemplo, sin ser uno de sus mejores films, hubiera sido un gran paso adelante de no estar quebrada su homogeneidad estilística por un molesto plano subjetivo, que resultaba, además, muy importante, ya que era pretexto para un truco de guion muy poco languiano. La última película americana de Lang, por el contrario, como ya indica la cita de Bazin, sólo es superada, en cuanto a imperceptibilidad del estilo y atonalidad, por Human Desire, y ello únicamente a causa de que la puesta en escena se convertía en uno de los lemas fundamentales de “Más allá de la duda”, y también por ser su guion mucho más brillante que el de “Deseos humanos”, de tal forma que la “invisibilidad” era ligeramente menor, menos total. Algo parecido ocurre con el más claro de sus films, “El tigre de Esnapur-La tumba india” (Der Tiger von Eschnapur-Das Indische Grabmal, 1959), esta vez por culpa del color, la importancia fundamental del decorado y el exotismo aventurero de su novelesca trama, y con su última obra. “Los crímenes del doctor Mabuse” (Die Tausend Augen des Dr. Mabuse, 1961), a causa de su ambiente misterioso, la presencia del “cine dentro del cine”, el hipnotismo y la omnipotente organización maléfica que dirige el mítico Mabuse, pese a tratarse del más seco y conciso de todos sus films.
Que la consecución de esta neutralidad no sea un proyecto consciente de Lang no debe hacer pensar, sin embargo, que Human Desire es una película libre, indeliberada o espontánea. Por el contrario, nada más lejano al azar y la improvisación que este film hipercontrolado y medido, y la más superficial atención que se preste a la dirección de actores o a la planificación demostrará sin lugar a dudas que Human Desire está en los antípodas de Adieu Philippine (Rozier), Rouch, o algunos fragmentos de Godard, a la vez que no está tan cerca de algunos primitivos americanos (el Dwan de “Al borde del rio”, el King Vidor de “La pradera sin ley” o el Raoul Walsh de “Una trompeta lejana”) como la sencillez de éstos podría hacer pensar (aparte de la total ausencia en este film de Lang de factores míticos o espectaculares, que tienen bastante importancia en estos directores americanos: baste, como ejemplo, el escaso relieve de los trenes de Human Desire, que un DeMille hubiera elevado al rango de protagonistas, o la falta de bellas “ideas de puesta en escena”, es decir, detalles aislados que destacan del conjunto, como los billetes que cubren el río al final de la película de Allan Dwan citada).
Consecuencia de esta aparente “desaparición” del autor —aunque todas sus obsesiones, desde el destino a la presencia amenazadora de la muerte, tienen cabida en el film— y de la actitud despegada e indiferente de Lang hacia sus personajes es una objetividad —no sólo técnica en este caso— muy superior a la de casi cualquier otro cineasta, ya que no se basa en dar “una de cal y otra de arena”, ni en la ambigüedad (8). Clara muestra de ello es su tratamiento “frío” de la violencia, que no se ve reforzada ni asumida efectistamente por el montaje (bofetadas de Broderick Crawford a Gloria Grahame) cuando es mostrada, y que suele tener lugar fuera del encuadre (asesinato de Gloria Grahame) o en una elipsis (muerte de Owens), aunque tampoco es aludida de forma ostensible.
En resumen: “Deseos humanos” no se limita a ser una de las más grandes obras de Lang, sino el punto máximo conseguido hasta ahora —que yo sepa— por el cine en el campo de la invisibilidad del estilo.
(1) Pese a que la productora, para no “ensuciar” la personalidad de honrado héroe de Glenn Ford, hizo que fuera el personaje interpretado por B. Crawford la “bestia humana” del título, en lugar del de G. Ford, como ocurría en la novela de Zola y en la película que hizo Renoir en 1938.
(2) Véase la total ausencia o inoperancia de la Policía, lo que demuestra, de paso, junto al fin de la película, lo poco que le importa a Lang que sus personajes mueran o sean castigados.
(3) Especialmente los de investigación, desde “The Big Sleep” (Hawks, 1946) hasta “ A quemarropa ” (Boorman, 1967) o “El detective” (Douglas, 1968).
(4) Aquí es patente su condición de extranjero, que contempla desde fuera la realidad americana —en este caso, un sórdido y mediocre ambiente del Middle West—, lo que le permite ejercer una función critica sin las autocensuras que el afecto sentimental y el patriotismo imponen a los nativos, y que les llevan a veces a suavizar las situaciones y el carácter de los personajes.
(5) Teniendo en cuenta que Straub es a la vez más extremado y menos afectado que Bresson, pues renuncia al montaje como yuxtaposición significante de fragmentos despojados, sustituyéndolo por una sucesión de “bloques” reducidos a lo esencial, y siendo precisamente esa “reducción” del montaje la que le hace parecer menos elaborado que Bresson, cuando en realidad llega más lejos.
(6) Por ejemplo, Norman Bates (Anthony Perkins) limpiando de sangre la habitación en que acaba de asesinar a Marion Crane (Janet Leigh): es un “tiempo muerto” que crea tensión.
(7) Ya que la ausencia de sonido y palabra obligaba a hacer —en mayor o menor medida— una planificación a través de la cual se “quería decir” o se “significaba”, de forma un tanto metafórica, lo que sucedía, en lugar de mostrarlo directamente.
(8) Aunque el personaje de Vickie Buckley (G. Grahame) resulta tan ambiguo —nunca se sabe bien si miente o es sincera— como el de Laura Mannion (Lee Remick) en “Anatomía de un asesinato”, Lang no es nunca autoconsciente e irónico sobre esa ambigüedad, como lo era Preminger en dicho film.
En “Nuestro Cine” nº 90, octubre-1969
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