El único motivo que me induce a agrupar Arabesco y El juez de la horca es, evidentemente, que constituyen errores de grueso calibre en la carrera relativamente reciente de dos ilustres directores, trabajando en ambos casos con libertad considerable y con un material afín.
Tres años después de Charada, Donen vuelve a jugar a Hitchcock; desgraciadamente, no cuenta con Cary Grant, sino con su antítesis, Gregory Peck, lo que quita ligereza al asunto; el guion, que arranca bien, se estanca a la media hora, complicándose previsible y excesivamente, y sin que pueda importarnos nada. Ignoro si obligaciones contractuales de algún género obligaban a Donen a tener la película acabada para una fecha dada, impidiéndole así reescribir el guion, pero el caso es que no se le ocurrió mejor idea que tratar de ocultar los numerosos huecos y cabos sueltos de la historia a base de una alta dosis de fumismo, cosa insólita en el director de Kiss Them for Me, con un estilo copiado del Sldney J. Furie de The Ipcress File (1965).
Como Walter Hill —director ahora del fascinante The Driver (1978)— al año siguiente, por The Mackintosh Man, John Milius —luego realizador de Dillinger (1973)— se sintió enormemente defraudado por el tratamiento dado por Huston a su guion acerca del juez Roy Bean, personaje legendario que —encarnado por Walter Brennan con humor y truculencia inspiró a Wyler uno de sus buenos films, El forastero (The Westerner, 1940). En principio, siendo Huston especialmente adecuado al personaje —debiera haberlo interpretado él mismo—, y contando con buenos actores (Paul Newman, Ava Gardner, Stacy Keach) y técnicos (el fotógrafo Richard Moore, el decorador Tambi Larsen, etc.), la empresa no podía ser más prometedora ni, finalmente, más decepcionantes los resultados. Los actores oscilan ente una sosa y cansina monotonía (grave en Newman) y el desmadre (Keach como el albino «Bob el malo»), pasando por la copia pura y simple (Anthony Perkins, vacilando entre imitar a David Warner en La balada de Cable Hogue o a Warren Beatty en Los vividores). La desgana de Newman parece compartida por Huston, que planifica rutinariamente y con descuido, a veces con menos capacidad de sorprender que Hathaway cuando tiene prisas y poco dinero. El film resulta monocorde, lento, reiterativo y estático, ridículo cuando trata de pasar por poético, y patético cuando pretende ser gracioso, recurriendo a todos los trucos fáciles imaginables (y, encima, ya imaginados muchas veces por todos los E. B. Clucher y Bruno Corbucci del mundo), plagiando a menudo el desdichado Tom Jones (1963) de Richardson, cuando no —sin éxito— a Peckinpah (The Ballad of Cable Hogue, 1970) y Altman (McCabe & Mrs. Miller, 1971), o hundiéndose en una grosera y zafia mugrosidad que sólo puede proceder de los spaguetti-westerns de Leone y que ha invadido los de algunos jóvenes americanos (salvemos, por estar justificada y ser sólo parcial, la de Billy el asqueroso, Dirty Little Billy, 1972, de Stan Dragoti); todo eso mezclado con la empalagosa y pseudo-mexicana musiquilla de Maurice Jarre y una cursi cancioncilla que trata de emular el «Raindrops Falling on My Head» de Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) de G. R. Hill (con Newman), y con un irresponsablemente jocoso tratamiento de la violencia y la muerte que sobrepasa con mucho los peores excesos en que caía Peckinpah en La huida (The Getaway, 1972). En cuanto a lo único que suena a la vez a Milius y a Huston —recuérdense Las raíces del cielo y Vidas rebeldes—, la añoranza del salvaje Oeste sin ley frente al progreso de la civilización (y el capitalismo), me gustaría leer lo que habrían dicho de la película los que siempre se pasan de listos —los que, en estos días, tachan de fascioimperialista The Deer Hunter de Cimino— de no venir «avalada» por la firma del —no sé por qué— considerado como «izquierdista» Huston.
En “Dirigido por” nº 63, abril-1979
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