Autor, que yo sepa, de siete largometrajes entre 1972 y 1989, Harold Becker no ha llamado la atención de los cinéfilos ni de la industria, por lo que su carrera es todo lo extraña que cabe imaginar, a pesar de la complicidad que ha establecido con un actor tan notable —pero oscuro: nunca será una verdadera “estrella"— como James Woods, y que ha guiado el retorno de Al Pacino a la pantalla en la muy conseguida Melodía de seducción (Sea of Love, 1989).
No sé si trabaja poco porque sólo lleva a término sus proyectos, por mucho que le cueste ponerlos en pie, o si vive de otra cosa y de tarde en tarde, cuando le intriga el guion que le ofrecen, se pone a dirigir, el caso es que su filmografía tiene —dentro de un radio muy amplio, pues va de la comedia a la tragedia— una considerable unidad estilística, un tono peculiar, una constancia en los personajes que le atraen, siempre gente fuera de lo común. Lo malo, desde el punto de vista de su "imagen” como autor, es que varias veces nos ha hablado —cuatro, creo— de policías, y una de militares, y eso no es lo que ha estado más de moda y mejor visto en los círculos de la crítica en los últimos veinte años.
The Boost —que podría traducirse por “el empujón”, “el impulso”, “la propulsión”, pero no como Impulso sensual— tiene bastante que ver con sus otras películas, salvo que es la más trágica de todas y, sobre todo, la más monótona y previsible: una vez que, tras un enigmático arranque, se pone en marcha, sabernos lo que nos espera, que hemos entrado en una historia de subida y caída, y que, incluso si al final hay un movimiento de fuga, a los personajes les va a pasar justamente lo que de inmediato empieza a sucederles; si la película no hace concesiones —y ese es, curiosamente, el caso—, será de una desesperanza absoluta; si las hiciese, se convertiría en un filmlet publicitario de sí misma, o de sus intérpretes.
El impulso que necesita para vivir Lenny Brown (James Woods) —y luego, por contagio, su mujer (Sean Young)— es, primero, el éxito y su materialización, el dinero, en unas cantidades que cada día han de ser mayores, en un proceso descontrolado de huida hacia adelante y de endeudamiento y derroche crecientes; hasta que una simple medida fiscal echa por tierra la base de sus grandes negocios inmobiliarios, y la adición al dinero se ve sustituida por otra, la coca y la heroína, o los tranquilizantes, o lo que sea, que a su vez requiere dinero, y así se cierra un círculo vicioso en el que nuevamente la mujer es arrastrada por su marido, y del que no logran salir por muchos propósitos de enmienda y muchas promesas que se hagan.
Condicionado por la adicción al final feliz del público, a la que Hollywood ha solido dar entusiasta satisfacción, el espectador se pasa más de hora y media confiando en que acaben las desdichas de esta pareja —acelerado e inquietante él, frágil y delicada ella—, pero Becker procede con la lógica implacable de un silogismo: no hay salida, y cada vez todo empeora, o vuelve a estropearse cuando se entreabría una rendija a la esperanza.
Naturalmente, esta negativa a dorar la píldora, sin por ello lanzarse a discursos moralizantes ni caer en la histeria, es decir, sin dar gusto a los defensores del consumo de drogas ni tampoco a sus detractores, puesto que mira a sus personajes con comprensión y simpatía, casi con compasión pero sin alardear de piedad ni situarse en un plano de superioridad moral, es una actitud de esas que cuesta caro mantener, y es muy probable que Becker lo haya pagado con el oscuro destino de esta interesante película, grandiosamente interpretada, y con la nueva ocasión de relanzar su carrera de cineasta que, probablemente por integridad, ha desaprovechado.
De todos modos, los que encontramos interesante The Onion Field, y muy buenas The Black Marble, Taps y Sea of Love, que debemos ser tres o cuatro, seguiremos esperando con interés las películas de este singular cineasta que se llama Harold Becker.
En “Todos los estrenos. 1990”, Ediciones JC
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