Como tentativa de crítica cinematográfica filmada —que es, sin duda, como debiera hacerse: con imágenes y sonidos, y no con palabras—, no creo que Raza, el espíritu de Franco tenga ningún precedente, al menos dentro del cine español. Lástima que esta originalidad, que merece ser saludada por su audacia y por el camino que puede abrir a otros directores, no se haya empleado para llevar a cabo un análisis del estilo cinematográfico, de la estructura narrativa, de la caracterización de los personajes o de los medios de que se sirvió José Luis Sáenz de Heredia para tratar de lograr la adhesión del espectador al mensaje político del film que Gonzalo Herralde comenta y critica: Raza (1942), repuesto en 1950 con el título El espíritu de una raza. Hubiera sido fascinante —y más productivo— demostrar que Raza es una típica manifestación de la retórica fascista — lo mismo, por lo demás, que Z, y tantos otros films cuyo contenido explícito se pretende «progresista»— y un exponente tan «logrado» de la estética del franquismo como el mismísimo Valle de los Caídos; no sé si Herralde no ha querido o no ha podido hacerlo, pero el caso es que se ha limitado a la aristarquista misión de reivindicar como autor del film no a su director —que, como todos sabemos, es un muy mediocre artesano—, sino a su guionista, Francisco Franco Bahamonde, alias «Jaime de Andrade».
De todos es sabido, y desde hace ya bastante tiempo —aunque ahora Alfredo Mayo lo corrobore en el film de Herralde—, que Franco, celebrado —por el No-Do— cineasta «amateur» y cinéfilo de dudoso gusto, no se contentó con pergeñar semejante bodrio anticomunista-patriotero-moralizante, sino que vigiló de cerca la realización de la película, tomándose por un David O. Selznick de vía estrecha; hasta tal punto debió supervisarla, que cabría suponer que la dirigió por teléfono, o a través de las instrucciones que mandaba con un motorista. Por si tal grado de control fuese insuficiente para atribuir a Franco, sin reparo alguno, la paternidad de Raza, Román Gubern —que confeccionó con Herralde el cuestionario sometido a Pilar Franco y Alfredo Mayo— ha dedicado un librito a esclarecer minuciosamente el paralelismo que puede detectarse entre la alegórica y melodramática trama argumental del film, por un lado, y algunos hechos de la vida privada de Franco, por otro, presentados unas veces tal como fueron y otras, las más quizá, sublimadas (es decir, tal como el dictador le hubiera gustado que fuesen), y reservándose a sí mismo el papel protagonista, el de José Churruca, un buen hijo con más vidas que un gato —sobrevive, si no recuerdo mal, un par de fusilamientos y gravísimas heridas, esto último igual que Franco en Marruecos—, que no duda en enfrentarse, para salvar a la Patria, ni con su propio hermano, corrompido por el comunismo pero pintado más bien como un tahúr burgués y bon vivant.
Pienso que Gonzalo Herralde ha reproducido, con medios más adecuados, la labor histórico-anecdótica de Gubern, y para ello ha montado en paralelo las ridículas escenas clave del film «franquista» por excelencia con breves —y un tanto insatisfactorios— fragmentos de entrevistas, que (no sé por qué, ¿tal vez se negó Sáenz de Heredia?) se limitan a dos «testigos»: uno, del rodaje del film (Alfredo Mayo, el actor que encarnó a José Churruca), y el otro, de la vida de Franco (su hermana Pilar, único superviviente de los Franco Bahamonde, y conocida por su afición a hablar). Aunque sin hacer de la vieja película una parte integrante del «texto» de la suya —sino el «pre-texto»—, la táctica de Herralde tiene algunos puntos de contacto con la elegida por Dušan Makavejev en Nevinost bez zaštite (Inocencia sin defensa, 1968), aunque el resultado tenga bastante menos gracias e intención que el conseguido por el cineasta yugoslavo. Herralde ha actuado con seriedad de erudito que redacta una nota al pie de página de un libro de historia, y con una «objetividad» que, en 1977, resulta insuficiente; no se trata de que el verdadero protagonista de Raza, el espíritu de Franco —es decir, Franco, más que Raza— esté enfocado con complejidad, ni de que su figura resulte «ambigua», sino de que la excesiva neutralidad de Herralde convierte su película en un producto que puede ser del agrado de los nostálgicos del franquismo.
Al contrario de lo que sucede en Caudillo, el interesantísimo film de montaje de Basilio Martín Patino (pese a estar realizado en 1974), no es posible encontrar en Raza, el espíritu de Franco ni una reflexión histórica, ni una tentativa —por parcial y tímida que fuese— de la función militar y política de Franco; ni siquiera se nos presenta, junto a la película que concibió y supervisó, el contexto histórico que la explicaría, y que no me parece lícito dar por supuesto. Todo queda reducido a la pura anécdota intrascendente; Franco se confunde con la imagen idealizada de él que da Alfredo Mayo interpretando a José Churruca, y se convierte así, o casi, en un personaje de ficción, cuando desgraciadamente —por lejano que ahora nos parezca— no lo fue. Además, debo decir que a mí Franco no me interesa lo más mínimo, y su vida privada no me inspira la menor curiosidad, y que por eso Raza, el espíritu de Franco, con toda su originalidad y a pesar de la indudable habilidad que demuestra Herralde, me parece un film carente de importancia, casi irrelevante. Si Franco tuvo —muy a nuestro pesar— una indudable trascendencia histórica, de cuyas secuelas aún hoy somos víctimas, me parece evidente que no se debió a sus frustraciones personales, ni a sus sueños de gloria, ni a su hermano Ramón —que es cuanto, poetizado con cursilería folletinesca, el film de Herralde nos revela de él— , sino a que participó en una rebelión contra el Gobierno legal de la Segunda República, logró hacerse con el mando de las tropas sublevadas, fue concentrando en su persona todo el poder mientras conseguía ganar la guerra civil —que es lo que, más o menos, nos muestra Caudillo—, y logró mantener el poder conquistado con las armas y la astucia durante casi 40 largos años. Y me temo que el prestar tanta atención, y tan respetuosa, a la persona —en el sentido teatral de «máscara»— de Franco y a su vida privada —o, más bien, soñada— haga que la película de Herralde resulte mucho más interesante para los franquistas —que hasta se emocionarán con las acartonadas imágenes de Raza, que estarán de acuerdo con cuanto dice Pilar Franco— que para los que no hemos sido nunca nada parecido, a quienes no logran sacarnos de la indiferencia y de un cierto tedio malhumorado ni siquiera los disparates que dicen los entrevistados —porque tampoco Alfredo Mayo se salva de parecer, como poco, un inconsciente: por lo visto, militó en las filas «nacionales» igual que pudiera haberlo hecho en las republicanas, y todavía no parece haberse dado cuenta de que llegó a convertirse en el prototipo del héroe fascista del cine español de los años 40 y 50—, ni las grotescas estampitas que, al dictado de Franco, filmó el cuñado de José Antonio Primo de Rivera, el mismo que, esta vez a instancias del Ministerio de Información y Turismo regentado por Fraga —y no del Consejo de la Hispanidad—, rodó Franco, ese hombre (1964), para celebrar los «25 años de paz» que tan irritantemente machacaron mis oídos dieciseisañeros.
En “Dirigido por” nº 50, enero-1978
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