Nada es más poético que todas las transiciones, todas las mezclas heterogéneas.
(Novalis: Fragmentos)
Alice in den Städten (1974) es la más sencilla, lineal y desnuda de las cinco películas de Wenders que conozco; con Im Lauf der Zeit (1976), la que más se aproxima al ideal formulado por Wenders en su artículo 3 LPs by Van Morrison cuando dice —a propósito de Blowin’ Your Mind, Astral Weeks y Moondance— «no sé de ninguna música que sea más lúcida, sentible, escuchable, visible, ninguna música que pueda sentirse más intensamente que ésta. No sólo momentos, sino largos y extensos periodos de experiencia que comunican el sentimiento de lo que podrían ser las películas: una forma o percepción que ya no se abalanza ciegamente sobre los significados o las definiciones, sino que permite que lo sensual domine y crezca». Es, también, por eso, la menos narrativa, la menos «contable» y describible, la de apariencia más «documental», al menos al principio, ya que a medida que transcurre el tiempo —está rodada, como casi todas las de Wenders, siguiendo el orden cronológico de la acción— se va introduciendo en ella, sinuosa, oblicua y casi subrepticiamente, la ficción.
Esta progresiva «ficcionalización» que se da en el interior de Alicia en las ciudades prefigura, curiosamente, o tal vez anuncia, la que puede observarse desde la película que nos ocupa, a través de Falsche Bewegung (1975) y En el curso del tiempo, hasta Der amerikanische Freund (1977) y, previsiblemente, Hammett (1979), y tiene su origen y razón de ser, reveladoramente, en el establecimiento de relaciones tanto entre las personas como entre éstas y las cosas —las casas, los paisajes, las ciudades— que las rodean, así como en la conexión —sin que por ello se recurra jamás al flashback— ente el presente y el pasado de los personajes.
Al comienzo de Alicia en las ciudades, Philip Winder (Rüdiger Vogler) es, como todos los personajes de Wenders, un solitario. Sus lazos de unión con el resto del mundo se han roto; ha perdido contacto consigo mismo, con su pasado; desencantado, indiferente, insensibilizado y confundido, es incapaz de comunicarse o expresarse: no puede escribir. América desfila ante su mirada sin dejar huellas en su memoria; por eso hace fotos sin cesar, como si tratase de reunir pruebas de su paso (un poco como el Dana Andrews de Más allá de la duda, preparándose una coartada con ayuda de una cámara fotográfica).
Para el artista, como para el hombre más inculto, no hay ni formas concretas ni formas abstractas. No hay más que comunicación entre el que ve y lo que ve, esfuerzo de comprensión, de relación a veces de concreción, de creación. Ver es comprender, juzgar, transformar, imaginar, olvidar u olvidarse, estar o desaparecer.
(Paul Eluard: Peintres, en Donner á voir).
Philip Winter no ve realmente, precisamente porque no existe la menor comunicación entre él y lo que apenas mira. Más que ver, Philip refleja como un espejo, lo que indiferentemente contempla, y a través de él, ya que reflejar es dar a ver, Wenders permite que seamos nosotros, espectadores activos, los que veamos, separados del personaje al que seguimos constantemente por el hecho de que le vemos a él y también lo que no llega a ver —a comprender, a imaginar— mientras desfila ante sus ojos igual que ante el objetivo de su Polaroid, cámara que, como se sabe, revela al instante, pero no tiene «memoria» (el revelado destruye el negativo, lo que impide la reproducción ulterior de lo fotografiado).
Pero también es verdad que los personajes de Wenders, errantes y desarraigados, si hogar ni familia —salvo Jonathan Zimmermann (Bruno Ganz) en El amigo americano—, “ven en constante movimiento, y que eso favorece le hasar des rencontres. Por eso suelen conocer en el camino a otras personas, a menudo tan solitarias como ellos, aunque de otra manera, es decir, que padecen otra soledad, otra carencia, otra ausencia. Ese rasgo común permite que establezcan, casi siempre reticentemente, un pasajero contacto, que entren en relación con ellos y, a través de ellos, con el mundo, con su pasado, antes de seguir cada uno su camino, de nuevo en solitario, probablemente aun sin rumbo, pero a sabiendas de que no van a ningún sitio concreto, de que su movimiento ha sido, hasta entonces, un paso en falso o de que, a partir de ahora, deberá cambiar de sentido.
Al igual que Wilhelm Meister (R. Vogler) encuentra a Therese (Hanna Schygulla), a Laertes (Hans Christian Blech) y Mignon (Mastassja Kinki), al gordo poeta Landau (Peter Kern) y su supuesto tío (Ivan Desny), en Falsche Bewegung, o que Robert (Hans Zischler) se cruza una y otra vez, En el curso del tiempo, con Bruno Winter (Vogler de nuevo), o que Tom Ripley (Dennis Hopper) se convierte en El amigo americano que cambia y acelera el camino hacia la muerte de Jonathan Zimmermann, en Alicia en las ciudades se ve obligado, muy a su pesar, a cuidar de Alice Van Damm (Yella Rottländer), una niña de nueve años cuya forma de mirar es diametralmente opuesta a la suya; gracias a ella —o por su culpa—, Philip se va viendo obligado a ver, a recordar, comprender, juzgar, imaginar, olvidar u olvidarse, a estar en los sitios que recorre, aunque sólo permanezca en ellos unos minutos, siempre de paso, en lugar de limitarse a cruzar por ellos como un fantasma atraviesa un muro.
Como Robert y Bruno, Alice y Philip se acostumbran a su compañía, a hablar y escuchar, a compartir experiencias, recuerdos, sensaciones y peripecias; se verifica la afirmación de Freud en Cinco lecciones sobre el psicoanálisis: «La transferencia se produce espontáneamente en todas las relaciones humanas, al igual que en la relación del enfermo al médico; trasmite siempre su influencia terapéutica, y actúa con tanta más fuerza cuanto menos se sospecha su existencia», o al menos ésta otra, de Novalis en Fragmentos: «hablar por hablar es la fórmula de la liberación».
Pero todo esto no es más que literatura. Una literatura —casi siempre mala— que proyectamos sin querer sobre las películas de Wenders quienes, por un motivo u otro, nos sentimos profundamente conmovidos, afectados, «tocados» por ellas, identificados con ellas (y no necesariamente con sus personajes ni con su autor); literatura que no sólo es inútil sino que, encima, puede ser utilizada en contra de Wenders, incluso por sus más ardientes —y por ello combustibles, efímeros— partidarios de hoy (que serán, no me cabe la menor duda, sus enemigos de mañana: los que ya se mostraron reticentes ante El amigo americano y su éxito, los que acechan afilando sus plumas el estreno futuro de Hammett, rodada, para colmo de males, en territorio americano y con fondos de Coppola). Literatura, en fin, a la que son por completo ajenas las películas de Wenders, pues carecen de ella hasta cuando ha tenido que desterrar la que había, explícita o latente, en los argumentos de Peter Handke, de Patricia Highsmith o de Goethe.
Esta ausencia de literatura y de psicología es particularmente aguda y evidente en Alice in den Städten. Si Im Lauf der Zeit permitía abarcar, en el curso de sus tres horas de admirables modulaciones rítmicas, una cierta cantidad de temas «trascendentes» —como la soledad, la amistad, la frontera perdida, la desilusión, la muerte del cine— y podía tomarse por una grandiosa ceremonia funeraria; si Falsche Bewegung tiene fama de ser excesivamente explícita a causa de un comentario que dista mucho de sobrar y de ser tan redundante o pleonástico como se han apresurado a proclamar algunos despistados; si Der amerikanische Freund, que no es la más fácil de las películas de Wenders, sino la más difícil para él —otra cosa es que sea la más accesible, precisamente por ser la que cuenta una historia más construida—, ha sido criticada malintencionadamente —puesto que a nadie se le ocurriría elogiar lo contrario— a causa de su evidente maestría, no sucede lo mismo con Alicia en las ciudades, que es la más heterogénea, fragmentaria, frágil e inasible de todas las que he visto. También, por eso, la más «incompleta», la única que puede parecer «inacabada» o «deshilvanada» —ya que el que sigamos constantemente las andanzas de Philip impide que resulte dispersa o confusa—, la más libre, la de aspecto más espontáneo e improvisado. Basta pensar un momento en lo mucho que la separa de Luna de papel (Paper Moon, 1973), del también cinéfilo Peter Bogdanovich, pese a los numerosos puntos de contacto que, en teoría, hay entre ellas, para darse cuenta de que nada en Alicia in den Städten es literatura. Y es que si el mundo de Wim Wenders se caracteriza, fundamentalmente, por la inestabilidad, la fluctuación, lo pasajero, el movimiento sin meta, el camino desandado, el cruce de fronteras, el paisaje despoblado —sea urbano o rural— , el uso de todos los medios de transporte imaginables, es evidente que no podía ser otra cosa que cineasta —uno de los pocos auténticos que han surgido en los años 70—, ya que el cine es el medio de expresión que mejor permite construir con esos materiales que son el tiempo y el espacio; puede verse una buena prueba de ello en que el novelista Peter Handke, cuyo mundo es en buena parte el mismo que el de su amigo y colaborador Wenders, haya decidido convertirse también en cineasta (Die linkshändige Frau, 1978), consciente de que la literatura no le permitía ir más allá de Carta breve para un largo adiós en el empleo de estos dos materiales básicos.
En Alicia en las ciudades todos los temas están implícitos, sin que ninguno sea subrayado, exteriorizado o desarrollado en el film, que actúa, como la piedra lanzada al agua, mediante ondas concéntricas que repercuten en el espectador. Los elementos estáticos están reducidos a su mínima expresión: condenados a la fugacidad del esbozo, permiten el predominio absoluto de lo cambiante, de lo inestable, del movimiento. No hay en esta película ni una sola escena «completa», acabada, «redonda», sino fragmentos, huellas de escenas muy breves, disueltas prematuramente en un fundido en negro que da paso a otra, separada horas y kilómetros, tal vez días y fronteras, de la anterior mediante numerosas elipsis. Nada es explícito, expreso, aunque toda sea evidente: los personajes están dados a través de su comportamiento, de sus palabras, de sus gestos. La cámara se mueve, pero no en los raíles de un travelling, sino montada en un coche, un «elevado», un tren, un avión, una lancha, un autobús o un helicóptero, casi siempre acompañando los incesantes desplazamientos de los personajes en los más variados medios de locomoción, bien a través de las carreteras, las estaciones de servicio, los moteles o las coffee shops del Sureste americano, bien en los hoteles, los apartamentos, los aeropuertos, las calles, las salas de espera de Nueva York y Ámsterdam, bien por las viejas ciudades de la cuenca del Ruhr. Las imágenes de Alice in den Städten no tienen peso específico, no son enfáticas ni «significativas»; pero dicen por sí solas, cada una aislada de las demás; es precisamente su sucesión acumulativa la que las hace elocuentes, la que permite inducir de ellas una trama, unas relaciones, un sentido.
P.D.: Aunque sus primeros 45 minutos transcurran y estén rodados en Estados Unidos, esta película no tiene absolutamente nada de «americana», por mucho que se empeñen los que invocando no se sabe qué «dependencia de las convenciones narrativas del cine americano tradicional» tratan de desprestigiar a todo cineasta que domine sus medios —por escasos que sean— , no ceda autocomplacientemente a la fascinación y el vértigo de poder rodar, y no haga, en general, ninguna de las tonterías —casi siempre perjudiciales para la vista, molestas al oído y ofensivas para la inteligencia de los espectadores— que, todavía, pasan por «modernas» en algunos barrios. Pero qué se le va hacer, ya dijo Schopenhauer que «lo que falta en las cabezas vulgares son dos cualidades emparentadas: juzgar y tener ideas propias», salvo recordar que, como advirtió Goethe, «nada es tan peligroso como la ignorancia activa».
En “Dirigido por” nº 63, abril-1979
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