viernes, 21 de julio de 2023

Eraserhead (David Lynch, 1976)

Imagino que se aireará, a propósito de David Lynch, la convencional idea de que el paso de una producción independiente y casi familiar —Eraserhead, 1976— a la abundancia de medios —The Elephant Man, 1980— supone siempre una pérdida de libertad, audacia y originalidad, ya que este tipo de fáciles —y a menudo hipócritas— argumentaciones acerca del poder corruptor del dinero, se repiten cada vez que un cineasta da el salto desde la penuria a la normalidad —no digamos la opulencia—, y en este caso encontrarán un punto de apoyo incontrovertible en el hecho de que, efectivamente, El hombre elefante es una película mucho más comprensible y mucho menos desagradable que Eraserhead, aunque también, a mi modo de ver, bastante más —y más profunda y duraderamente— perturbadora.

Aparte del presupuesto —y Lynch parece habérselas arreglado bastante bien con los exiguos fondos de que dispuso para hacer Eraserhead, aunque a costa de dedicarle cinco años de trabajo—, lo que ha cambiado decisivamente de un film a otro es la estrategia seguida por el director para enfrentarse con el público, en el que no creo que haya dejado de pensar un instante durante la realización de ambas películas. Si en Eraserhead optó por la agresión directa, por tratar de suscitar horror o repugnancia, además de desconcierto, en el espectador, un poco a la manera del Buñuel principiante, pero sin la fuerza de Un chien andalou (1928), en El hombre elefante parece haber elegido un camino más sutil o solapado —como el Buñuel maduro, o Hitchcock—, pero a la larga más eficaz, y se ha propuesto, precisamente, evitar esos tres sentimientos y guiar sinuosamente al público desde la aprensión y la reserva hasta la comprensión y la simpatía para con el monstruoso personaje central de la película.

Los objetivos de Eraserhead eran relativamente fáciles de alcanzar, sobre todo una vez creado o descubierto el misterioso e inquietante ser embrionario que engendran Henry (John Nance) y Mary (Charlotte Stewart) y que resulta a la vez horripilante, grotesco y conmovedor; en cambio, el éxito de El hombre elefante nada debe a un hallazgo tal vez fortuito ni al escalofrío intermitente que provoca la criatura de Eraserhead, sino que requería una dramaturgia muy estudiada y precisa, así como un sentido del ritmo y la graduación que no están al alcance de cualquiera ni obedecen a la inspiración del momento, por lo que revelan en Lynch un director inteligente y prometedor y no —como Eraserhead— meramente excéntrico y curioso.

Pero hay más: Lynch ha conseguido integrarse —de momento y por la puerta grande— en la industria sin renunciar a sus obsesiones personales, sino aprovechando la posibilidad que se le brindaba de comunicárselas y hacérselas compartir a un mayor número de espectadores. Son muchos, en efecto, los puntos de contacto que existen entre Eraserhead y The Elephant Man, que son, sin lugar a dudas, producto de una misma mente, mientras que las diferencias parecen obedecer —más que a una concesión— a una maduración ética, sobre todo por parte del cineasta: su manera de tratar a los personajes y de establecer contacto con el público son pruebas concluyentes de que ha tenido lugar una evolución positiva.

En Eraserhead sería difícil hallar un solo personaje que pueda calificarse de normal, física o mentalmente, por lo que en la película no existe término de comparación posible, a diferencia de lo que sucede en The Elephant Man, donde la anomalía es excepcional y conduce al personaje a un aislamiento mucho más dramático que la vaga marginación común a todos los de Eraserhead. Además, no puede decirse que Lynch sienta afecto o simpatía, ni siquiera respeto, ni compasión tampoco, por ninguno de los monstruitos grotescos que pululan en su primer largo, por lo que estos quedan a merced de aquellos espectadores predispuestos a la impiedad y el desprecio o a disimular su inquietud mediante sonoras risotadas; en El hombre elefante, por el contrario, ni Lynch ni su más vasto —y por eso mismo menos inclinado a la complicidad despectiva— público sienten la tentación de burlarse de John Merryck. Consecuencia: Eraserhead podría proyectarse con éxito en un local especializado en sesiones continuas de películas de terror y —con acogida algo más fría— en cualquier circuito de arte y ensayo, ya que comparte con la clientela habitual de las primeras un cierto regusto morboso por lo repelente y lo deforme, por los golpes de efecto y por la ironía frente al espectáculo, y con los aficionados al vanguardismo un cierto desdén por la factura cuidada y por lo accesible para todos; en cambio, The Elephant Man es una película respetada a distancia, incapaz de atraer a un público demasiado amplio —porque da miedo, no promete dos horas agradables— y tal vez excesivamente medida y sutil como para ser apreciada por razones superficiales o extracinematográficas, con lo que resulta, a fin de cuentas, una obra destinada a una aceptación mucho más minoritaria que Eraserhead, aunque, paradójicamente, haya tenido una distribución general e indiscriminada de la que el primer film de Lynch se ha visto apartado por motivos puramente económicos.

En “Casablanca” nº 6, junio-1981

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