viernes, 21 de julio de 2023

För att inte tala om alla dessa kvinnor (Ingmar Bergman, 1964)

“Todos los artistas, salvo los actores, deberían ser invisibles.”

(I. Bergman.)

Esta película no es una comedia. Precisamente el fiarse de las apariencias ha desorientado a muchos, que no comprenden qué hace “¡Esas mujeres…!” en la obra de Bergman, justo después de la Trilogía, y que, en consecuencia, consideran este film como una regresión, como un abandono de la depuración formal de “Como en un espejo” (1961), “Los comulgantes” (1962) y Tystnaden (1963), para hacer una intrascendente comedia, un frívolo vodevil, anticuado y de mal gusto. Sin embargo, För att inte tala om alla dessa kvinnor (1964) es un film muy serio, de una importancia decisiva en la obra de Bergman, y uno de los mejores que ha realizado.

Esta película da comienzo a una nueva etapa: llegado a un punto límite con las tres obras maestras anteriores, Bergman abandona el problema del silencio del Creador (Dios) para estudiar el silencio del creador (el artista). Para ello, Bergman se replantea los fundamentos de su arte, analiza su postura como creador y reflexiona sobre sí mismo como hombre y como artista. Esta plataforma autocrítica es “¡Esas mujeres…!”, y sin ella Bergman no habría podido concebir “Persona” (1966) o “La vergüenza” (Skammen, 1968).

Ante todo, “¡Esas mujeres…!” es una declaración de principios. Como Preston Sturges (Sullivan’s Travels), Renoir (Le carrosse d'or), Chaplin (“Candilejas”), Godard (Le Mépris), Lewis (“Jerry Calamidad”), Mankiewicz (“Mujeres en Venecia”) o Welles (“Una historia inmortal”), Bergman nos habla de su arte, en este caso, a la vez, el cine y el teatro. De ahí la abundancia de planos generales fijos, de composición simétrica, decorado escénico y numerosas entradas y salidas de los actores (y el teatralismo de alguno de ellos, especialmente Jarl Kulle). De ahí, por otra parte, los numerosos puntos de contacto con anteriores films de Bergman, sobre todo con “Sonrisas de una noche de verano” (Sommarnattens leende, 1955) (1), con el cine cómico americano, principalmente mudo (cartelitos; algunos gags; el movimiento de los actores dentro del cuadro, que recuerda los cortos de Charlot; la pelea con tartas y tirones de pelo, que evoca Laurel & Hardy; los andares y el puro de Cornelius, cercanos a Groucho Marx). Todo esto guarda estrecha relación con una actividad poco conocida de Bergman, la de autocrítico (2), y con el hecho de que Bergman posea copias de todas sus películas, que se proyecta continuamente para corregir defectos.

Por otra parte, la película, además de un muy justificado ataque a los críticos y a sus excesos interpretativos (3), constituye una reflexión moral sobre el deber del artista, su independencia y su libertad, manifestada en el derecho a contradecir la imagen que la crítica se ha hecho de él. Todo este aspecto queda resumido en la orden de Félix, el maestro del violonchelo, a Adelaide, su esposa: “si traiciono mi arte, mátame”.

Finalmente, y en estrecha relación con los dos anteriores elementos, nos encontramos con la consecuencia de esta reflexión: Bergman ha cambiado su forma de relación con el espectador. Hasta esta película, Bergman había sido lo que, un poco vagamente, se suele llamar un cineasta “tradicional”, pero desde “¡Esas mujeres…!” Bergman pasa a hablarnos en primera persona, expresándose a través de las formas mismas, y no por medio de la historia o los personajes. Esto le lleva a exigir un espectador consciente, distanciado y activo. Para ello. Bergman recurre a la desdramatización. Los actores no representan ya unos personajes, sino que son meras marionetas. La narración queda destruida: Bergman amplifica gratuitamente algunas secuencias (como la de los fuegos artificiales), cuya dilatación no sirve al desarrollo de la historia, y que, para colmo, carecen de significado oculto (“este fuego de artificio nada tiene de simbólico”), a la vez que disloca la cronología (de forma más aparente que real, ya que los tres flashbacks que constituyen la película ocurren respectivamente cuatro, tres y dos días antes, es decir, se suceden ordenadamente). Además, Bergman denuncia la película como tal, mediante alusiones a la censura, gestos y miradas al espectador por parte de los actores, destrucción de la homogeneidad estilística (pasos del color al blanco y negro, reintroducción del cromatismo dentro del blanco y negro), disonancias de todo tipo (por ejemplo, en la banda sonora), estructuración discontinua, etc. Por si fuera poco, Bergman no duda en fijar o acelerar las imágenes, en introducir aplausos, en hacer sangrar (o mirar al espectador) a las estatuas, disfrazar a Cornelius de mujer, mostrar a Jillker haciendo fotos —filmando casi— y otra serie de factores que impiden que el público se abandone, cómodamente, al (falso) espectáculo que se le ofrece. Igualmente, y con el mismo fin, Bergman destruye la comedia y se dedica, como Lewis en “Jerry Calamidad” (The Patsy, 1964), a frustrar, quebrar o anular los gags (4), de forma que la película, unas veces por exceso (gags demasiado prolongados, monótonos y exagerados ademanes de Jarl Kulle) y otras por defecto, resulta muy poco divertida y constantemente irritante. Encima de que el espectador no puede evadirse en ningún momento y olvidar que está viendo una película, en “¡Esas mujeres…!” se nos habla continuamente del arte y de la crítica, y se nos hace seguir a un crítico ridículo, caricaturesco, vampírico, parásito, fisgón e interesado, que llega a las más absurdas interpretaciones, perdiéndose en los laberintos de la obra como en los pasillos de Villa Trémolo, abriendo puertas que no llevan ningún lado, tropezando, equivocándose de cuarto, cayendo en la oscuridad, escribiendo cosas que ni él mismo comprende, más preocupado por su obra que por aquella que comenta y de la que vive, para no llegar a esclarecer nada del artista (al que no veremos más que una vez, y de lejos: entonces, cada uno de los seres que le rodean creerá que se dirige a él exclusivamente). Esto convierte a “¡Esas mujeres…!” en un film provocador, molesto y agresivo: el crítico malparado y puesto en ridículo, queda desarmado e indeciso ante la cantidad de trampas que le tiende la obra (los símbolos, la cronología), y el espectador normal se ve obligado a adoptar una incómoda posición crítica. Por eso esta frase sarcástica y feroz resulta tan antipática, indignante y odiosa. Sin embargo, pocas películas tan esclarecedoras como ésta, que me obligó hace unos años, cuando la vi por primera vez, a revisar los films de Bergman que conocía sin admirar demasiado, y que me ha ayudado a comprender los que he visto después, y en especial “Persona”, gigantesco paso adelante que Bergman pudo dar gracias a “¡Esas mujeres…!” (5).

Finalmente, esta película, que marca la transformación de Bergman en un cineasta interrogativo (que no dice nada, que no afirma, sino que calla y pregunta) y le sitúa en una de las posiciones más avanzadas del cine actual, nos hace ver que la prostitución es la muerte del artista, que la gloria es efímera y la crítica inútil (quizá la mejor crítica de “Para no hablar de todas estas mujeres” —tal es su verdadero título, aunque el subrayado es mío, y conviene recordar que la anterior se llamaba “El silencio"— sea la película misma). Al final, muerto el maestro Félix, las contristadas "viudas” se disponen a acoger en Villa Trémolo a un nuevo ídolo del que ocuparse y al que dar forma. Así empezaba The Patsy, un film de Jerry Lewis que es lo más parecido a “¡Esas mujeres…!” que he visto nunca, y, por tanto, una obra fundamental, igualmente “molesta” e igualmente menospreciada, maldita e incomprendida.

NOTAS

(1) Obsérvese, dejando aparte cuestiones de calidad, que entre “¡Esas mujeres…!” y “Sonrisas de una noche de verano” existe el mismo tipo de relación que entre “Eldorado” (1966) y “Río Bravo” ( 1958) en la obra de Hawks; Le Caporal épinglé (1962) y “La gran ilusión” (1937) en la de Renoir; “La taberna del irlandés” (1963) y “El hombre tranquilo” (1952), en la de Ford; “Cortina rasgada” (1966) y “El hombre que sabía demasiado” (1956) en la de Hitchcock, o “Una trompeta lejana” (1964) y “Murieron con las botas puestas” (1941) en la de Walsh. Las más recientes de estas películas son, en cierto sentido, remakes invertidos y “deshumanizados” de las más antiguas, revelando un cambio de óptica en sus respectivos autores, que da lugar a obras más “rechinantes” y menos sentimentales.

(2) Con el pseudónimo de Ernest Riffe, Bergman ha escrito un feroz ataque a sí mismo y una reveladora autoentrevista (“Entrevista esquizofrénica con un director nervioso”), que ha sido publicada en “Cahiers du Cinéma”, número 206, y traducida al castellano en “Film Ideal”, números 205-206-207.

(3) Bergman ha sido levantado y derribado de un pedestal por la crítica, con tanto descuido y torpeza como Cornelius tira e intenta levantar el busto del maestro Félix, y su obra ha dado lugar a las más disparatadas y deformadoras interpretaciones.

(4) Ejemplos: gag frustrado cuando Cornelius no cae al estanque; gag quebrado cuando Cornelius y Jillker se salpican agua, y Bergman intercala un plano en blanco y negro del funeral, que no viene a cuento y que destroza, el efecto cómico; gag anulado, cuando Cornelius tira e intenta levantar el busto de Félix, gag que tiene gracia mientras contrasta con la música de Bach, pero que, como típico gag de cine mudo, queda arruinado desde el momento en que Bergman subraya su comicidad con la música deliberadamente “graciosa”, a muy elevado volumen, y con un ritmo diferente al del gag.

(5) A través de Tristán y Félix se nos presenta ya el tema fundamental de “Persona”, el del “doble”, y si tenemos en cuenta ciertos factores formales y estructurales, las alusiones al aislamiento del artista y al vampirismo, se verá esto muy claramente.

En “Nuestro Cine” nº 88, agosto-1969

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