Convertido al fin, desde su misma muerte, en uno de los mitos del cine portugués (que tampoco son tantos), admirado por muchos de sus colegas, criticado por otros, y en general, ignorado tanto por el público mayoritario como por una buena parte de los cinéfilos, este singular cineasta (entre otras cosas) se caracterizaba, como tantos portugueses obsesionados por Fernando Pessoa, por sus múltiples personalidades, que asumía juguetonamente.
Su presencia en la gran pantalla destaca por su protagonismo como actor, tanto en películas propias como en ajenas (por ejemplo, Doc’s Kingdom de Robert Kramer); ha encarnado casi confesionalmente al personaje erotómano y estrafalario de João de Deus (Recuerdos de la casa amarilla, A comédia de Deus, Las bodas de Dios) o a alguno de sus «heterónimos» (Max Monteiro en Le bassin de J. W., João Vuvu en Vai-e-vem; hasta el de Conserva acabada). Esta serie de películas citadas, con tonalidad aparente de comedia disparatada y algo surrealista, es emparentable, en algún sentido, con las obras francesas tardías de Buñuel, con Boudu sauvé des eaux y The Diary of a Chambermaid de Renoir, con Jerry Lewis, con los tres Pasolini interpretados por Totò y con Nosferatu. Se trata quizá de sus obras más famosas, y se cuentan entre las más sorprendentes e insólitas de su carrera, las más provocativas e incorrectas, las más jocosas e irreverentes, y también, probablemente, las más reflexivas y melancólicas.
Sin embargo, su cine tiene al menos otras dos vertientes, en modo alguno secundarias ni desdeñables, pues contribuyen a la riqueza de su relativamente breve filmografía: una que podríamos llamar ritual/experimental, y que arrancaría de sus primeros largos (Veredas, Silvestre) y algunos de sus cortos, para culminar en su película auditiva Branca de Neve; y otra que, bajo una apariencia dramática más tradicional, aunque no por ello contaminada de naturalismo, contiene alguno de sus máximos logros, especialmente la más emocionante, lúcida y misteriosa de todas sus películas, À flor do mar, que demuestra que cuando Monteiro se apartaba de la norma no era por desconocimiento de las virtudes posibles del clasicismo ni por falta de capacidad o gracia narrativa.
En “Cine XXI: directores y direcciones” (Ed. Cátedra, 2013)
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