Film anómalo en la carrera de Hawks, está considerado —por eso mismo— como el peor y más impersonal que hizo, pero a mí me parece uno de los mejores y la vindicación de la «teoría de los autores» al revelar, como un corolario, la visión hawksiana de la existencia de modo aún más inequívoco de sus obras más características. Como Red River y The big Sky, esta superproducción narra la ejecución de un trabajo colectivo; ahora bien, mientras que en las empresas acometidas en estos dos westerns históricos —conducción de un rebaño de Tejas a Kansas, ascenso fluvial desde St. Louis a Montana— es de gran importancia el itinerario, en Tierra de faraones la tarea se realiza en un emplazamiento fijo y tiene más de proeza técnico-laboral que de aventura. Además, es la película de este autor que cubre más tiempo —supera incluso a Red River y Come and get it, pues se desarrolla en el curso de más de treinta años—, lo que explica el recurso a la voz en off de un cronista que —como en Red River y The big Sky— permite enlazar las tramas dispersas y recobrar la continuidad que caracteriza el cine de Hawks mediante elipsis significativas, entre las que destaca, como en Río Rojo, una de quince años, muy brechtiana: si en este western el paso del tiempo y la expansión del rancho de Wayne se indica por el creciente número de tumbas de sus enemigos, en Land of the pharaohs el comentario «y cantaban» (sobre imágenes de los entusiastas trabajadores voluntarios) se ve sustituido, al año, por un asombrado e irónico «y ellos seguían cantando» y, más tarde, por «los cantos fueron dejando paso al timbal y con el timbal apareció el látigo», para acabar diciendo: «Hace ya quince años que dejaron de cantar.»
A tal dilatación temporal —infrecuente en Hawks— se unió el cinemascope, formato que no volvió a emplear, por encontrar que desaceleraba la acción, en la que abundaban ya largas ceremonias y laberínticos pasillos recorridos con calma y sin peligro. Todo esto, más la falta de intimidad del director con tan remotos personajes, introduce una cierta distanciación e impide que brote la comedia: hay poco humor en esta película, más cercana a la tragedia que ninguna otra de Hawks (ya que hasta Scarface, cuyos protagonistas también mueren, tiene mucho que ver con las comedias), y que hace pensar, como el Mankiewicz de Julio César (1953) y Cleopatra (1963), a través de Shakespeare, nada menos que en Bertolt Brecht, al mismo tiempo que la complejidad de su trama —sólo comparable a la de The big sleep en la obra de Hawks— remite al lado más borgesiano de Fritz Lang (El tigre de Esnapur-La tumba india, Los crímenes del doctor Mabuse, Metrópolis).
La estructura narrativa de Tierra de faraones se basa —como la de casi todas sus películas de aventuras, Only angels have wings a Río Lobo, pasando por Red River, The Thing, The big Sky, Río Bravo, Hatari!, Red Line 7000 o El Dorado— en la sucesión de escenas (casi mudas) de trabajo colectivo y escenas (dialogadas) de reposo, que desarrollan y analizan las relaciones interpersonales. Pero hay una diferencia fundamental: en Tierra de faraones los que trabajan no son los mismos que descansan. Esto, que puede antojarse irrelevante, es la clave de la película y explica su carácter excepcional en la filmografía de Hawks. Porque las difíciles empresas acometidas por los «héroes cotidianos» de este cineasta responden siempre a una necesidad y tienen una finalidad concreta, tangible e inmediata para todos: se hacen para vivir o, al menos, sobrevivir (The Thing); en cambio, la construcción de una pirámide sólo «beneficia» al faraón, de un modo abstracto y teórico, absurdo para quien no crea en la existencia tras la muerte en otra vida más importante que la terrenal (lo que pospone la utilidad —ya limitada e irrisoria— del esfuerzo a un vago futuro). Mientras los verdaderos personajes hawksianos trabajan para vivir, el faraón hace trabajar a su pueblo (primero prometiéndole una segunda vida como premio por ejecutar la «santa tarea», luego esclavizándolo) para morir, y esto en dos sentidos: los obreros mueren sin ganar nada y Keops (Jack Hawkins) dedica toda su vida a preparar su muerte y ulterior «existencia» (hace guerrear a sus súbditos para conquistar tesoros con que llenar su cripta, ama para ser heredado, gasta los recursos de la nación para edificar una pirámide, piensa ejecutar al arquitecto para asegurar su inviolabilidad). Cuando la propia muerte se convierte en el eje de la vida de Keops, su afán de eternidad supera incluso a su sed de poder —que no es sino un medio—, lo que hace del faraón un demente. Esta obsesión por la muerte y el tiempo llevó a Hawks a pedir a su amigo William Faulkner que colaborase en el guión, ya que «tenía una afinidad de ideas» con tales temas, ajenos por completo al autor de Hatari!; cuando Vashtar (James Robertson Justice) —que representa, con el sumo sacerdote y cronista Hamar (Alexis Minotis), la lucidez— dice que Keops «no es más que un hombre consumido por una obsesión» está dando, sin duda, la opinión de Hawks sobre quien se cree «uno de los dioses vivientes de Egipto» y actúa en consecuencia, motivo por el que no puede ser un héroe hawksiano: si su proceder dictatorial e inflexible tiene un precedente en el Wayne de Río Rojo, éste hacía todo lo que exigía de sus hombres, al contrario que Keops; por eso, Hawks puede admirar a Wayne —a pesar de criticar su endurecimiento cerril— y desprecia al faraón, cuyo desequilibrio queda evidenciado por la crueldad arbitraria de su comportamiento inicial con Nellifer (Joan Collins) o la manía de matar a quien conozca el secreto de un laberinto que, en cualquier caso, será inviolable una vez cerrado, así como por sus contradicciones (un ardid de Nellifer le lleva a violar una tumba para robar sus ficticios tesoros). Su esposa favorita es, reveladoramente, el más negativo de los personajes femeninos de Hawks (cineasta que, contra una opinión muy extendida, no me parece nada misógino).
Otro elemento insólito de este film es la relevancia que tienen los dioses, los sacerdotes, el culto, la superstición y los reyes; pocos directores americanos de su generación, tan ajenos al sentimiento religioso como Hawks: si se exceptúa Sergeant York —sobre un personaje real que lo adquirió súbitamente—, no se halla en su obra —ni en los westerns: las oraciones de Wayne sobre las sepulturas de sus víctimas tienen algo de formulismo mostrado con ironía (Red River); la iglesia de El Dorado sirve de escenario de un tiroteo— la menor referencia a la vida espiritual o al más allá; ni siquiera hay en Hawks una actitud antirreligiosa: simplemente es su fe lo que induce a Keops (y otros egipcios; ni Vashtar ni Nellifer lo son) a comportarse de manera tan poco hawksiana.
Mencionemos, para terminar, tres detalles más que subrayan la atipicidad de Tierra de faraones: es la única película de Hawks que continúa tras la muerte del protagonista; contiene los cuatro planos subjetivos y borrosos que rodó en toda su vida (estrictamente necesarios: de otro modo no se justificaría que Keops creyese inocente a Nellifer hasta que, agonizante, ve que lleva un collar destinado a su tesoro funerario); el faraón es el único personaje de Hawks al que, estando sano, llevan otros hombres. Pese a lo cual, Tierra de faraones se revela, a la inversa, como una obra esencialmente hawksiana: a favor del presente y de la vida, contraria a toda mistificación, como todas sus películas. Y el final de ésta lo deja bien claro: muertos en el interior de la pirámide Keops, Nellifer y Hamar, los que han trabajado para alcanzar un objetivo práctico —vivir y ser libres—, Vashtar y sus compatriotas cautivos se alejan hacia su tierra a través del desierto («Vamos. Tenemos por delante un largo camino.»)».
En “Casablanca” nº 7-8, julio-agosto 1981
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