lunes, 17 de julio de 2023

Union Pacific (Cecil B. DeMille, 1939)

La reposición de Union Pacific (1939) debiera ser ocasión para replantearse el caso de su autor y sustituir los tópicos que circulan sobre su obra por una visión más justa y actual. Para ello, convendría, ante todo, ver sus películas sin otra base de juicio que la única real que puede tenerse: aquellos de sus films que se hayan visto recientemente.

Como es frecuente en DeMille, el tema elegido responde a una serie de exigencias bien precisas: importancia histórica, espectacularidad y posibilidad de darle un tratamiento grandioso, mítico, bigger than life. La creación de un ferrocarril que, cruzando los Estados Unidos, enlazase la costa del Pacífico con la del Atlántico, cumple, como puede verse, estos requisitos.

Ahora bien, si su tema es histórico, no por ello puede considerarse a “Unión Pacífico” como un film histórico, pues, como ha sido frecuente en el cine americano desde sus primeros tiempos, la historia ha sido simplificada e idealizada a través de un quizá inconsciente, pero efectivo, proceso de mitificación. Contrariamente a lo que sucedía en el cine soviético de la época muda (y, en general, pre-stalinista), donde las películas épicas nos presentaban a un héroe colectivo, el Pueblo, sin que aparecieran por encima del nivel de la masa figuras descollantes, el cine épico hollywoodense ha tendido siempre a crear un personaje protagonista, un héroe individual que simbolizaría en su sola persona todos los atributos y virtudes del pueblo americano, hasta tal punto que se podría pensar que, sin la mediación de Jeff Butler (Joel McCrea) los Estados Unidos carecerían todavía de ferrocarril transcontinental. Este héroe emblemático, producto de un fabuloso esfuerzo de síntesis, sería totalmente irreal de no ser por los excelentes actores que solían encarnarlos, y que les otorgaban su propia e “ideal” personalidad. Sin embargo, a través de ellos hemos abandonado ya el terreno de la historia para adentrarnos en el del mito, habida cuenta, sobre todo, de que este carácter mítico ha sido coherentemente reforzado por el tratamiento estilístico que ha dado DeMille a la historia.

Efectivamente, todo, desde los encuadres a la construcción (emparentable, según los casos, a la balada o a la saga) del guion, pasando por la elección y caracterización de los actores-personajes, tiende a agrandar las dimensiones de la película, apoyada además en un maniqueísmo que, astutamente, sabía recurrir de vez en cuando a la ambigüedad; así el personaje de Dick Allen, interpretado por Robert Preston, o el simpático malvado Sid Campeau (Brian Donlevy). Aparece también, asociada a estos factores, una de las características particulares de DeMille —que le confiere una singular modernidad—: la mezcla de géneros, presente, me imagino, desde sus comienzos, pues se encuentra ya no sólo en la inenarrable “El prófugo” (The Squaw Man, 1931), que de comedia de alta sociedad inglesa pasaba a melodrama y luego a western melodramático, sino en el más antiguo de los films de DeMille que conozco, “La huella del pasado” (The Road to Yesterday, 1925). Así nos encontramos, simultánea o alternativamente, con escenas “históricas”, de western, de intriga más o menos policíaca, de comedia sentimental (en las que brilla el extraordinario talento de DeMille en la dirección de actores: véanse las escenas entre Mollie Mohnahan-Barbara Stanwyck y Jeff Butler, acompañados a veces por Dic Allen en una intriga triangular inocentemente pre-Jules et Jim).

Desgraciadamente, “Unión Pacífico” no consigue aún la sutileza que en este terreno lograría más tarde DeMille, en aquellas de sus películas que me parecen más importantes, “Los inconquistables” (Unconquered, 1947), “Sansón y Dalila” (Samson and Delilah, 1949) y, sobre todo, “El mayor espectáculo del mundo” (The Greatest Show on Earth, 1952). Además, la ausencia del color (y su asesora, Natalie Kalmus) y lo rudimentario de los decorados y transparencias —no desprovistos de encanto, por otra parte— le impiden acceder a la cosmicidad de “Los Diez Mandamientos” (The Ten Commandments, 1956) o al romanticismo aventurero de “Piratas del mar Caribe” (Reap the Wild Wind, 1942). Además, el guion está peor construido que —por tomar otro western mítico como referencia— el de “Búfalo Bill” (The Plainsman, 1936), de tal forma que las escenas quedan deshilvanadas y, como cada una de ellas tiene un desarrollo completo hasta culminar en un clímax épico, su dispersa sucesión produce cierto cansancio. Por último, es digno de mención un error que DeMille corregiría en su película siguiente, “Policía Montada del Canadá” (North West Mounted Police, 1940), y que es el de la solución del triángulo amoroso: Jeff Butler se enamora de Mollie, mientras que ella es seminovia de Dick Allen, antiguo amigo (aunque ahora enemigo) de Jeff, y, para salvar a su amado, Mollie se casa con Dick. Desde este momento resulta no sólo previsible, sino incluso inevitable, que Dick muera (por salvar a Jeff, encima) con el fin de dejar al héroe el campo libre. Este final se cumple infaliblemente, con la consiguiente decepción, que DeMille supo evitar al año siguiente permitiendo que el protagonista (Gary Cooper) partiera solo mientras Preston Foster conseguía el amor de Madeleine Carroll.

De todas formas, y aun siendo una de las películas menos interesantes de DeMille por las causas señaladas, en “Unión Pacífico” se manifiestan en todo su esplendor muchas de las características virtudes de DeMille, y así nos encontramos con una obra poco sutil, pero vigorosa, en que las peripecias más variadas y demenciales se suceden a cargo de una galería de personajes inolvidables, cuya mítica aureola contribuye a hacer del film una pieza importante del cine-epopeya americano, y digna de figurar en los “altares” de cualquier culto camp, y en mayor medida aún que otras películas de DeMille, estimables directamente por sus valores puramente cinematográficos.

En “Nuestro Cine” nº 91, noviembre-1969

No hay comentarios:

Publicar un comentario