Lo más singular e interesante de El rapto de Bunny Lake, aparte de que esté, como es normal en su muy competente autor, muy bien hecha, excelentemente interpretada y con un ritmo sostenido sin un fallo durante todo su metraje, es el choque mismo entre su planteamiento como película de suspense —no meramente “negra”, policíaca o de “misterio”, que de eso abundan los ejemplos en la primera etapa de la carrera de Preminger, es decir, en su etapa Fox, de los años 40 hasta mediados de los 50, cuando logró por fin independizarse plenamente y convertirse en su propio jefe— y el estilo narrativo que caracteriza todo su cine, por lo menos desde la que él consideraba como su primera película y la que, sin serlo realmente, llamó la atención hacia él por vez primera, Laura (1944).
En efecto, si el género, tal como lo inventaron Griffith y otros pioneros, hasta recibir en manos de Hitchcock su forma definitiva, agregándole elementos procedentes del cine alemán de entreguerras, se basa en el suministro escalonado y selectivo de información, y en la astucia y el disimulo con que retiene parte de ella o la disimula, para guardarse un as en la manga y sacarlo de pronto cuando más conviene al que dirige el juego —es decir, al realizador de la película—, asombrando y maravillando al espectador, que a veces se siente —como cuando lee a Agatha Christie— engañado, pero otras se reprocha a sí mismo no haberse dado cuenta de una pista que, sin embargo, le habían mostrado, la forma de contar, es decir, de mostrar la acción de Preminger tiende precisamente a lo contrario: a la síntesis y la simultaneidad; frente a toda forma de fragmentación, tanto espacial como temporal. Preminger aspiró siempre al plano secuencia único, al travelling continuo, capaz de captar y reproducir la vida como flujo constante surcado por una consciencia despierta y aguda, por una mirada atenta y en permanente vigilia, por un cerebro capaz de comprender con la velocidad del rayo cuanto sucede, aliando las fuerzas del razonamiento deductivo y las del inductivo.
Naturalmente, quien aspira a la visión global, a descubrir lo que esconden las apariencias, a comprender lo que parece demasiado complejo o confuso, a iluminar las zonas de sombra y disipar la oscuridad, se siente forzosamente tentado por los misterios y atraído por las intrigas, las maquinaciones y el caos: el más racionalista de los cineastas ha mostrado desde el primer momento una inclinación irrefrenable a asomarse al borde mismo de la locura. De ahí la galería de mujeres de aspecto angelical y dulcemente inocente, o al menos sereno e inconmovible, que jalonan su obra, desde la Gene Tierney de Laura, Whirlpool (Vorágine, 1949) y Where the Sidewalk Ends (Al borde del peligro, 1950) hasta Lee Remick y Kathryn Grant en Anatomy of a Murder (Anatomía de un asesinato, 1959), pasando por la Linda Darnell de Fallen Angel (¿Ángel o diablo?, 1945), Forever Amber (Ambición, 1947) y The Thirteenth Letter (Cartas envenenadas, 1951), Joan Crawford en Daisy Kenyon, Jean Simmons en la reveladoramente titulada Angel Face (Cara de ángel, 1952), Marilyn Monroe en River of No Return (Río sin retorno, 1954), Deborah Kerr y Mylène Demongeot en Bonjour tristesse (Buenos días, tristeza, 1958), Eva Marie Saint en Exodus (Éxodo, 1960), Romy Schneider en The Cardinal (El cardenal, 1963), Jane Fonda y Faye Dunaway en Hurry Sundown (1966), Kim Novak y Eleanor Parker, en The Man With The Golden Arm (El hombre del brazo de oro, 1955), Dorothy Dandridge en Carmen Jones, (1954) o la Jean Seberg de Saint Joan, (1957) y Bonjour… a las que habría que sumar los rostros, cuanto más puros y virginales más enigmáticos e inquietantes, de Alexandra Stewart, Carol Lynley y Jill Haworth en varias de estas películas, más In Harm’s Way (Primera victoria, 1965) y, en general, casi todas las de Preminger con la excepción de Rosebud (1975). Y conste que, aunque a Preminger, evidentemente, le interesen menos, y les encuentre mucho menores dosis de ambigüedad y misterio, tampoco los hombres se libran de esa mirada desconfiada, sospechosa: véanse todos los papeles de Dana Andrews a sus órdenes, los de Robert Mitchum, Charles Bickford, Burgess Meredith, Murray Hamilton, Peter Lawford y Vicent Price, el de José Ferrer, Frank Sinatra, Richard Conte, David Niven, Michael Caine, Lew Ayres, Franchot Tone, Charles Laughton, Walter Pidgeon, Sal Mineo, John Derek, Paul Newman, y, sobre todo, los de Richard Widmark en Saint Joan, Don Murray en Advise & Consent (Tempestad sobre Washington, 1962) y Clifton Webb en Laura, sin olvidar que imágenes tan representativas de la integridad y la decencia en el cine americano como Gary Cooper, John Wayne, James Stewart y hasta Henry Fonda han sufrido el mismo tratamiento desenmascarador y escéptico, que no confiaba en nadie, y menos aún si era bondadoso y sincero en apariencia.
Dentro de esta galería, los hermanos encarnados por Keir Dullea (el neurótico de David & Lisa de Frank Perry) y Carol Lynley en Bunny Lake Is Missing ocupan un lugar destacado, en el que se ven rodeados por toda una serie de figuras inquietantes y casi grotescas, como Martita Hunt, Noël Coward y Finlay Currie, y en un ambiente no por moderno y pulcro menos gótico y tenebrosamente londinense. Pronto descubrimos que lo que menos le importa a Preminger es el paradero del niño, sino las causas de su desaparición, y que los culpables no son seres desconocidos o tipos sospechosos y excéntricos, sino los propios personajes, y que el misterio es todo interior y la trama consistirá en ir desvelando las turbias relaciones basadas entre los dos hermanos solitarios.
En “Todos los estrenos. 1990”, Ediciones JC
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