Aunque nunca he visto su primera película como director, The Curse of the Cat People (1944), ni la otra más o menos de terror que le produjo Val Lewton, The Body Snatchers (1945), y a pesar de que la célebre The Haunting (1963) me parece un ejemplo escandaloso de «falso prestigio» —confusa, efectista, fea y aburrida—, los aciertos que suponen The Day the Earth Stood Still (Ultimátum a la Tierra, 1951) y, sobre todo, The Andromeda Strain (La amenaza de Andrómeda, 1970) me habían hecho imaginar una secreta afinidad del artesano sólido y a menudo pesado que es Robert Wise con el género «fantástico», por lo menos una cierta habilidad para acometer películas de ciencia-ficción espacial. Tremendo error que he pagado con el aburrimiento casi insuperable que me ha proporcionado Star Trek: The Motion Picture (Star Strek, la película, 1979), inspirada en un famoso y prolongado serial televiso y que se mantiene en todo momento a un nivel mental excesivamente «infantil» tanto para niños de 3 años como para abuelos de 65.
Infantil era, de verdad, en el buen sentido —con fantasía, dinamismo, imaginación, alegría, misterio, humor y entusiasmo, sin metafísica, alegorías ni pretensiones— Star Wars (La guerra de las galaxias, 1977) de George Lucas; también, en menor medida, con algunos elementos privativos de los adultos, podría decirse que lo eran Close Encounters of the Third Kind (Encuentros en la tercera fase, 1977) de Steven Spielberg y Alien (Alien, el octavo pasajero, 1979) de Ridley Scott. Casualmente, éstas tres son las más logradas muestras del renacimiento del género que se ha producido en los últimos años y que, dejando de lado las preocupaciones evidenciadas por Stanley Kubrick en 2001: A Space Odyssey (2001: una odisea del espacio, 1968) y Andrei Tarkovski en Solaris (id., 1971), enlaza directamente con las diversas tendencias del género durante los años 50, si bien de forma menos audaz, delirante y divertida que la fascinante serie del Planeta de los Simios (pese a que ninguna de sus —por ahora— cinco entregas haya sido encomendada a un director digno de la historia que tenía entre manos, encuentro magnífico el conjunto, y lamentablemente subvalorado). Se comprenderá, pues, que no es un exceso de espíritu de la infancia lo que reprocho a Star Trek, sino, precisamente, su falta, y —sobre todo— que haya sido suplantado con una dosis soporífera de puerilidad, aderezada, para acabar de fastidiar, con unas cuantas ideas supuestamente «profundas» y en realidad confusas, posiblemente tomadas de Isaac Asimov (que figura en los títulos de crédito de la película como «asesor científico especial»).
Para empezar, el film de Wise carece de personajes, cosa no desusada en el género, pero que resulta especialmente grave cuando no hay tampoco arquetipos míticos —como los de Star Wars— y los actores son tan ineptos, antipáticos y ridículos como William Shatner —en la más boba performance que recuerdo—, DeForest Kelley, James Doohan y Leonard Nimoy; hasta Persis Khambatta carece de atractivo, y sólo el cráneo rasurado a lo Yul Brynner la rescata de la vulgaridad.
En segundo lugar, y pese a contar con un director de fotografía tan excelente como Richard H. Kline —el de Mandingo—, por ejemplo— y al concurso de los genios máximos de los efectos especiales —Douglas Trumbull, director de la más interesante e ignorada película del género en el pasado decenio, Silent Running (Naves misteriosas, 1971), y John Dykstra—, la película de Wise es visualmente fea y nada original.
En tercer lugar, y eso que la misión de la nave espacial «Enterprise» es singularmente urgente, Star Trek es de una morosidad inaudita, quizá la que más tarda en «arrancar» que he visto: tras media hora de proyección, todavía nos hallamos enfangados en tediosos, confusos y verbosos prolegómenos, sin que el relato se decida a empezar; por fin, hacia los tres cuartos de hora, sucede algo, aunque no se sabe muy bien qué, y sólo después de aguantar pacientemente una hora —lo cual es exigir demasiado del sufrido espectador— comenzamos a enterarnos de algo que, mejor planteado y no tan tarde, podría haber tenido algún interés. Se diría que, como en el mundo del «V-GER» (es decir, de «Voyager VI»), en Star Trek las palabras «recreo» y «Diversión» carecen de significado o no existen (no recuerdo ya, y da lo mismo); no se explica, de otro modo, que Wise pierda minutos y minutos seguidos enseñándonos lentamente unos decorados muy poco fantásticos, mientras resuena una música poético-solemne y los actores deambulan como «zombies» con los ojos en blanco, sin que el relato avance lo más mínimo y sin que nadie relacionado con la película parezca tener la menor fe en lo que hace.
El cuarto factor que hace de Star Trek un producto lamentable es, quizá, más subjetivo: hay tipos de personajes —los demasiado vulgares, excesivamente «representativos» de un grupo o segmento de la población, ciertos neuróticos agudos, los quejumbrosos y los santurrones, por ejemplo— que no logran interesarme; con todo, es más fácil que sus problemas lleguen a importarme que lograr que me preocupen los traumas de un ordenador en busca de figura paterna (o de Dios) por haber sido programado como curioso insaciable y no conseguir nadie a quien transmitir el saber—en buena parte inútil, claro está— adquirido en tres siglos (el complejo del «feedback interruptus»). Y conste que siento no estar a la altura de este nuevo «humanismo» (o anti-«humanismo»), pues, con un poco de humor, las tribulaciones de un cerebro electrónico pueden resultar divertidas.
No creo que el quinto motivo que hace Star Trek insoportable sea, aunque de carácter general, un espejismo: viéndola, me creí sumergido en una de las más adormecedoras muestras del género que —con muy raras excepciones— más detesté en mi infancia: el de submarinos. No sólo la estructura narrativa es exactamente igual —sustituyendo a nazis o rusos por «extraños» de otras galaxias y a los «buenos» americanos o ingleses por tripulaciones multinacionales y multirraciales—, sino que los diálogos —si así se puede llamar a la sucesión de órdenes y contraórdenes, repetidas por el que las recibe como si fuera el eco, en que consisten— son prácticamente los mismos; mejor dicho, aún peores, ya que la dosis de disparates gramaticales y de camelos —tipo «trayectoria cónica», «hueco infinito», «federación unida» y otras lindezas— le hacen a uno acordarse de los telediarios y de los discursos de nuestros ministros y tecnócratas de alto nivel; se diría que el guionista Harold Livingstone es un seudónimo de Abril Martorell o Pérez Llorca.
Para acabar, señalaré que no he visto mayor abuso de un artificio dramático tan zafio y gastado como el de tratar de despertar al espectador cada diez minutos con una «alerta» o «alarma roja» que nunca resulta de consecuencias irreparables (cosa que se lamenta, por otra parte) y que movilizan a la tripulación para enfrentarse con monótonos peligros, mortalmente aburridos cuando no simplemente absurdos, ridículos o excesivamente vagos y nebulosos para resultar amenazadores.
En “Dirigido por” nº73, mayo-1980
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