lunes, 17 de julio de 2023

The Nickel Ride (Robert Mulligan, 1974)

Como indica ya el primer y sombrío plano de la película, The Nickel Ride (1974) es la crónica de los últimos días de un hombre solitario. La cámara de Mulligan nos muestra sucesivamente un reloj que marca, implacable, el paso de los segundos, el rostro de Cooper (Jason Miller), que se despierta sobresaltado, no sabremos nunca por qué, y se levanta: al salir de cuadro, descubrimos que una joven, Sarah (Linda Haynes), compartía con él la cama, pero sigue durmiendo, ajena a los preocupados movimientos de su amante, confirmando, en el fondo, nuestra primera sensación; Coop está solo, como lo están todos los protagonistas de Mulligan, salvo en los breves instantes en que logran compartir su soledad con otra persona igualmente solitaria (piénsese en Amores con un extraño, La última tentativa, La rebelde, La noche de los gigantes, Buscando la felicidad, Verano del 42).

Como siempre en el cine de Mulligan, todo se reduce a una cuestión de tiempo. Al comienzo de The Nickel Ride, Coop debía saber ya que tiene las horas contadas; que, como Vanning en Nightfall, «había vivido todo aquel tiempo con un cheque sin fondos y que la única cuestión importante era saber cuánto tardaría en llegar el día del ajuste de cuentas». Lo que ocurre es que Coop, con sus llaves, su poder, su prestigio en el hampa de Los Ángeles, sus amigos, su barrio —la sección de la calle 5, su territorio—, no acaba de darse cuenta de que no sólo «las cosas cambian… nuevas personas, nuevas caras», sino de que su tiempo ya ha pasado. Tal vez por eso no se desespera, y no huye; ni siquiera lo intenta, excesivamente confiado o demasiado «lento y cansado».

The Nickel Ride es, en este sentido, extremadamente fiel a la esencia del género negro. No en vano hace pensar en varias de las espléndidas novelas de David Goodis (sobre todo Down There y Nightfall, filmadas por Truffaut y Tourneur, respectivamente), y en films tan característicos como El último refugio (1941) de Walsh, The Big Shot (1942) de Seiler, Retorno al pasado (1947) de Tourneur, o The Asphalt Jungle (1950) de Huston, que también planteaban, a su manera, el drama de un hombre que ha sobrevivido a su época, que ha dejado de controlar su entorno, que empieza a sentirse corroído por el desencanto.

Es el tema no sólo de muchos films negros, sino el de los mejores policiers franceses (El silencio de un hombre de Melville, Touchez pas au grisbi de Becker), casi todos los westerns de Peckinpah (desde Duelo en la alta sierra hasta Pat Garret y Billy the Kid, pasando por Junior Bonner) y algunos pequeños grandes films de los más variados géneros, como El aventurero de Young (y su base literaria, la genial novela The Rover, de Joseph Conrad), Contrato en Marsella de Parrish o El último Safari de Hathaway, por citar sólo unos pocos, al azar, entre los más recientes. La novedad de The Nickel Ride estriba en que Mulligan, pese a ser habitualmente romántico y sentimental, ha renunciado al tono nostálgico y elegiaco de casi todas las películas mencionadas, y tampoco ha optado —como Siegel en Código del hampa y La gran estafa, o Boorman en A quemarropa— por reivindicar la figura épica o trágica del representante de los viejos tiempos, sino que ha compuesto un film negro que es, ante todo, intimista y cotidiano, y por ello ajeno tanto a la imaginería como a la mitología del género. Aunque sus escenarios y ambientes, billares, inhóspitas oficinas, almacenes destartalados, sórdidos callejones, una cabaña en el campo, la oscuridad, la noche —no sólo no aparece ni un policía en toda la película, sino que los gangsters se han despojado de su mítico o convencionalmente anacrónico ropaje y podrían confundirse con los tenderos, oficinistas o pequeños comerciantes del barrio, sin llamar la atención ente los parroquianos del «bar & Grill» de Paddle (Victor French).

Pero no queda ahí la cosa. La original ida de The Nickel Ride no es una simple cuestión de tono o de iconografía. Mulligan, extrañamente fiel a sí mismo, descarta desde el comienzo de este insólito film negro —como lo hacía en el no menos insólito western que es La noche de los gigantes (The Stalking Moon, 1968)— uno de los requisitos que se considerarían «a priori» indispensables al género: la acción. Nada ocurre realmente en The Nickel Ride: ni se cierra el trato ni se produce —hasta que casi hemos dejado de esperarlo— el estallido de violencia que una y otra vez anuncia y promete; cada escena es cerrada por la siguiente, que la deja incompleta, inacabada, irresuelta, sin dar tiempo a que añada nuevos datos ni a que modifique —o apenas— la situación. La narración no avanza, lo que hace que The Nickel Ride sea una película singularmente estática; más que sucesiva, es acumulativa y fragmentaria, como todas las de Mulligan.

Interesado, sobre todo, por los llamados «tiempos muertos» y las pausas, por los intersticios del drama y las articulaciones mismas del relato, alérgico a las escenas explicativas o de exposición, afanoso buceador de los momentos que otros cineastas desprecian y relegan a los últimos fotogramas de un encadenado, o suprimen por medio de una económica elipsis, el autor de Amores con un extraño (Love With the Proper Stranger, 1963) crea continuamente una tensión que no libera; cada vez que esperamos —tanto Coop como los espectadores, pues no en vano vemos todo a través de su reflejo en el protagonista— un acto de violencia que confirmaría sus temores y nuestras expectativas, Mulligan, que nos ha preparado para una explosión, pasa bruscamente a otra escena, frustrando por omisión la precedente, dilatando su efecto y manteniendo la incertidumbre generada hasta el instante, que se verá a su vez prorrogada y acrecentada por la siguiente secuencia. Algunos ejemplos bastarán para ilustrar este procedimiento: citado en su propia oficina por Carl (Fred Hillerman), en compañía de Turner (Bo Hopkins), Coop está en guardia, el revólver al alcance de la mano, pero no ocurre nada (ni siquiera acude Carl, sino muy tarde, cuando Coop se harta de esperarle y se marcha, y encima no le dice nada nuevo o importante); camino de la montaña, Coop cree que les siguen, frena, hace que Sarah se agache, saca la pistola… y el coche supuestamente perseguidor pasa de largo; al volver a la cabaña, Sarah descubre ostentosas huellas de pisadas, y Coop ve que su revólver ha desaparecido, por lo que se arma de un atizador y registra toda la casa con cautela… pero no hay nadie, el intruso ya se ha ido; Coop compra un rifle, lo carga toma precauciones, se prepara para resistir un ataque… pero no pasa nada; acude a una cita concertada previamente para cerrar el trato en cuyo éxito le va su posición, pero nadie sabe nada del intermediario, nada se resuelve; la muerte de Sarah a manos de Turner resulta ser imaginaria, un sueño de Coop, aunque la tomemos —mientras ocurre— por real, ya que no hay ruptura de estilo que nos haga sospechar su carácter onírico (Mulligan consigue así que nuestro sobresalto sea semejante al de Coop).

Este rechazo de la acción lleva aparejado el de la violencia, elemento que también parecía consustancial al género y que Mulligan revela prescindible; Bobby le cuenta a Coop lo que le han hecho al boxeador Tonozzi, que no quiso dejarse ganar, y a Paulle, su manager, pero no lo vemos; cuando Coop reacciona con furia ante esta noticia, Mulligan presta más atención a los rostros, a las emociones de los contendientes que a la pelea; en el duelo a muerte entre el malherido protagonista y su ejecutor, lo que cuenta es el esfuerzo de uno por matar, del otro por sobrevivir, no los golpes o las heridas. El resultado es un extraño film negro, casi sin acción ni violencia, carente de trama o de misterio, sin progresión narrativa ni sorpresas, lacónico en extremo —aunque sus parcos diálogos sean excelentes— y nada retórico, que decepcionará a quien espere tiroteos y persecuciones automovilísticas —o algo parecido a Chinatown—, y que muchos encontrarán «soso» y aburrido, pero que es una obra inequívocamente mulliganiana y, por eso mismo, algo así como la radiografía del género: el esqueleto que pueden recubrir las carnes más diversas, presentado por vez primera en toda su desnudez, descarnado.

Más que de narrar unos sucesos dramáticamente concatenados, se trata aquí de analizar a un personaje en una situación dada —desde el primer plano—, mostrando esa situación tal y como se refleja en los sentimientos, en las reacciones, en la conducta de ese personaje.

La stasis que preside la mayor parte del film —cuyo argumento podría contarse suprimiendo todas las escenas, menos la inicial y la última— hace de él la crónica de una espera, un gran «tiempo muerto» tensado —como la cuerda de un arco cuya flecha no se dispara— por la expectativa de que suceda algo que se intuye ineluctable, pero que Mulligan remite constantemente a la escena siguiente, y también tensado por ese paradójico efecto de distanciación e identificación que el director consigue al hacernos contemplar, más que los hechos en sí, su impacto en Coop, por lo que llegamos a dudar si éste padece de manía persecutoria o bien está siendo efectivamente perseguido, lo que simultáneamente acrecienta la tensión, al hacer que nos debatamos en la incertidumbre provocada por tal disyuntiva, y la reduce, al hacernos «descontar» lo que pueda haber de subjetivo en lo que vemos, relativizando la amenaza que Coop cree que se cierne sobre él. El protagonista siente, evidentemente, que le marginan, le relegan, le comen el terreno; cree sinceramente que hay una maquinación en contra suya de la que poco sabemos —lo mismo que él—; compartimos su inquietud al verse progresivamente descartado, arrinconado, perseguido y acorralado, pero lo cierto es que cuando, tras numerosas ocasiones de peligro que se han revelado temores infundados o alucinaciones, es finalmente eliminado, su muerte casi nos coge por sorpresa, o vacilamos un momento —como Paddie— antes de darnos cuenta de que es ya un cadáver.

Esta peculiar dramaturgia, que hasta El otro (The Other, 1972) solía ir a contracorriente del impulso narrativo de la historia, y parecía un hallazgo casual, un producto de las propias limitaciones de Mulligan como narrador, se ha convertido en The Nickel Ride, al dar el modesto y poco llamativo paso adelante que el film precedente hacía esperar, en un método extremadamente coherente, preciso y riguroso de seleccionar los fragmentos o momentos más significativos en función de lo que a este cineasta le importa de verdad: los personajes. Incapaz —y nada deseoso— de permanecer Indiferente a la suerte de sus personajes (que son suyos, procedan originariamente de Harper Lee, de Arnold Shuman, de Horton Foote, de Lillian Hellman, de Gavin Lambert, de Bel Kaufman, de Alvin Sargent, de Herman Raucher, de Thomas Tryon o de Eric Roth, porque los asume, los acepta tal como son, sin juzgarlos, solidarizándose con ellos y haciéndose responsable de su conducta), y sin embargo contenido, discreto, más inclinado a interiorizar el drama que —como suele hacerse— a exteriorizarlo, Mulligan basa todo en el tiempo, en el ritmo, en el tono, en la tensión (y, por tanto, en los actores, que suelen estar admirablemente elegidos y dirigidos), y no en la perfección lógica del relato, o en la espectacularidad. Por eso no le importaba que sus films fuesen, a menudo, una serie de retazos, de escenas aisladas y mal encadenadas; y por eso, cuando ha conseguido elaborar un guion que consistiese precisamente en una serie de fragmentos de importancia equivalente, sin que ninguno de ellos resultase superfluo, nos ha dado su obra maestra: The Nickel Ride, uno de los pocos films negros —con Código del hampa de Siegel y La noche se mueve (Night Moves, 1975) de Penn— que han aportado algo al género desde que, tras Sed de mal (1958) de Welles, entrase en una crisis de la que probablemente no llegará a recuperarse nunca, pese a las frankensteinianas tentativas de resurrección de Smight, Altman o Polanski.

Pese a ello, Mulligan sigue siendo un cineasta confidencial, sin pretensiones, sin el menor interés por convertirse en una director-«estrella» ni por ser considerado un «autor». Tal vez eso explique que, tras dos de sus películas de mayor éxito comercial —Verano del 42 y El otro—, en lugar de capitalizar el prestigio profesional resultante, dejase pasar dos años antes de darnos un nuevo film, basado en un guion original de autor desconocido, de un género «menor» en el que ha sabido desenvolverse innovadoramente, sin actores conocidos y nada sensacionalista, que fue distribuido desdeñosamente por la Fox y fracasó en taquilla lamentablemente. Sin duda, por eso ha tardado cuatro años en llegar a España The Nickel Ride, el mismo tiempo que se ha visto obligado a permanecer ocioso su autor. Esperemos que Blood Brothers (1978) tarde menos en estrenarse y corra mejor suerte.

En “Dirigido por” nº 52, marzo-1978

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