El último film de Carlos Saura es un ballet de cuarenta minutos hinchado hasta sesenta y ocho para que resulte explotable comercialmente. Primer error, a mi juicio, ya que los veintiocho minutos de introducción con que se nos obsequia no tienen el menor interés, y hacen que lleguemos a lo que de verdad importa fatigados y aburridos de tanto maquillaje y camerino (aunque, sin duda, alguien encontrará un gran hallazgo de «distanciación» ese largo preámbulo ocioso, cuya función es exclusiva y obviamente de «relleno»). El segundo, todavía más grave, consiste en que Saura no ha sido lo bastante modesto como para limitarse a filmar el ballet creado por Antonio Gades y Alfredo Mañas a partir del drama de Federico García Lorca —que tanto dice, admirar—, y se ha empeñado en hacer un film de autor, en dar su «visión cinematográfica y personal» de un fingido ensayo general con vestuario, en estudio, de la obra de Gades. Como si no fuese bastante con su firma para obtener un producto cultural imponente y exportable, Saura ha querido asegurarse de que nadie le iba a tomar por un vulgar artesano al servicio del trabajo de otros, y ha llenado la película de sus características figuras de estilo —travellings circulares, por ejemplo—; al tratar de no hacer «teatro filmado», sino «cine», con cambios de ángulo y encuadres que no puedan corresponder a ningún espectador de representación escénica, Saura ha hecho que Escamilla se acerque en exceso a los bailarines, sin duda para captar su expresión facial, pero fragmentando el espacio e impidiendo casi siempre ver de cuerpo entero a los bailarines; cuando se mete a planificar, el estropicio es aún mayor: pasa de un primer plano lateral de zapatos a una toma frontal del bailarín, encuadrado de cintura para arriba; destroza el efecto dramático de la caída de los rivales con una serie de planos de detalle; sacrifica la coreografía al zapateado; rehúye con cobardía el plano general cuando Leonardo (Gades) y la novia (Cristina Hoyos) escapan «cabalgando» en el aire, por supuesto sin caballo (¿de qué servirá que Gades repita insistentemente en los ensayos que hay que «apoyarse en los riñones», si no hay modo de verlo?); o contrarresta la tensión del duelo (estilizado, silencioso y bailado al ralentí) entre Leonardo y el novio (Juan Antonio Jiménez), ya que corta a un plano que casi no deja ver —en primer término, borrosos— a ninguno de los contrincantes, y hace, luego, que la cámara trace arabescos tan pegada a ellos que anula el efecto de dilatación temporal que los bailarines habían conseguido al moverse lentamente pero con fluidez.
Afortunadamente, el ballet tiene suficiente fuerza dramática y expresiva como para que alguno de sus logros sobreviva al tratamiento «cinematográfico» que se le ha dado. Por una parte, en ocasiones —por descuido, quizá porque el espejo que ocupa uno de los muros lo impide— la cámara adopta una postura menos intervencionista o inoportunamente subrayona, y nos permite ver, en plano general, las evoluciones de la compañía en continuidad espacio-temporal, con lo que la película respira, por fin, al ritmo que debiera; si a veces el movimiento de los bailarines reclama un movimiento de grúa ascendente que no se le otorga, también es cierto que hay algún travelling lateral de ida y vuelta que responde plenamente al impulso y al sentido del momento. En segundo lugar, no sé si por intuición propia o siguiendo instrucciones de Saura, los bailarines actúan con convicción, se miran de tal modo que algunas situaciones resultan mudamente explosivas —por ejemplo, cuando, tras la intervención del cantaor Pepe Blanco, todos beben, y Leonardo, su mujer (Carmen Villena), la novia, el novio y su madre (Pilar Cárdenas) cruzan y recruzan sus miradas—, o consiguen, gracias a un notable esfuerzo físico, esas variaciones de ritmo en gestos y desplazamientos que Godard tanto admira en el cine mudo y en los actores cómicos —de Chaplin a Jerry Lewis— y que trató de obtener en Sauve qui peut (la vie) mediante la manipulación de la velocidad de filmación. Por último, sobre todo en los movimientos de grupos y en las confrontaciones más dramáticas, el ballet Bodas de sangre nos recuerda que la literatura, el folklore y la crónica de sucesos de nuestro país están llenos de historias no demasiado ajenas al tono y al ambiente de Casque d'or (París, bajos fondos, 1952), de Jacques Becker, o de I guappi (Hermanos de sangre, 1973), de Pasquale Squitieri, filón totalmente desaprovechado por el cine español y para el que podrían encontrarse intérpretes entre los miembros de la compañía de Gades, pues son varios —empezando por él mismo, como ya demostró a las órdenes de Mario Camus en Con el viento solano (1965) y Los días del pasado (1977)— los que dan el tipo.
No excluyo que, olvidando el prólogo, mucha gente se deje llevar por el ballet y, poco exigente o demasiado impresionable, encuentre maravillosa la película Bodas de sangre (1981). No seré yo quien desanime a nadie de verla, pero me parece inevitable lamentar que Saura no haya sido lo bastante modesto como para contentarse con captar, lo mejor posible, las evoluciones de los bailarines, tal como hizo un tal Jean Angelo —que, evidentemente, no ha pasado a la posteridad— en el delicioso cortometraje El embrujo del fandango (1939), gracias al cual podemos ver bailar a Carmen Amaya y otros artistas desaparecidos en amplios y largos planos generales, sin que nada ni nadie nos estorbe ni sabotee su trabajo.
En “Casablanca” nº4, abril-1981
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